Dimensión - Ana V. Catania

Dos mujeres en el baño de un restaurate de lujo, separadas por la fina pared que divide los cubículos, intercambian datos de sus vidas que las harán replantearse acciones y enunciar deseos hacia un futuro insondable
Dimensión - Ana V. Catania - Narrativa - Cuentos - Lecturas -  - Convocatoria trenINSOMNE



—¿Estás bien? —le pregunto.

De este lado, por el espacio vacío debajo del grueso panel que nos separa, puedo verla de rodillas. Las rodillas enfrentando la taza de porcelana del inodoro, como si estuviese rezando. Lleva un vestidito negro apiñado por encima del muslo, aunque tal vez se trate de una minifalda al cuerpo. De repente noto la inadecuación de mi vestimenta, mi uniforme de blazer y pantalón gris paloma; la remera blanca, arrugadísima, por haber estado nueve horas doblada dentro del bolso: una remera de algodón, escote en V, con la que, en un acto impulsivo, aparentemente descontracturado, reemplacé la camisa de mangas largas antes de salir hecha una turba de la redacción. Me embiste una ola de vergüenza ante la imagen del maquillaje sin retocar, del triste rodete, al que le falta altura y volumen.

Entonces recuerdo lo que me dijo mi madre al teléfono, meses atrás: “separarse bien es tan imposible como bajarse de un toro mecánico con elegancia”.

—Sí, gracias. —Su voz suena ronca por el esfuerzo que hizo para vomitar, deduzco —Qué papelón. Perdoná.

Noto que tiene la medibacha de nylon apenas rasgada, a la altura de su pantorrilla, como si hubiese recibido un arañazo. Vuelvo a pensar en la frase categórica de mi madre, a quien debí haberle preguntado si alguna vez se subió a un toro mecánico, porque “yo no, yo nunca, mamá”. Pero entendí, a regañadientes, incluso con cierta envidia por su ocurrencia, la analogía con la que intentaba instruirme: no nos subimos a un toro mecánico, pero lo hacemos, a ciegas, ingenuos, salvajes, sin ningún tipo de ejercicio previo, a un matrimonio..

Algo casi igual de amenazante.

Lo cierto es que no conozco a esta mujer que me responde, que se disculpa, desde el cubículo de al lado, en el baño de damas de este moderno restorán de la costanera a donde un hombre, al que hoy veo por segunda vez en mi vida, me ha invitado a cenar. Minutos atrás, desde el asiento del acompañante, en su coche de modelo japonés, me costó traducir su rostro, que la oscuridad, modulada por las luces del tablero, convertía en un paisaje árido, una geografía de picos y grietas, alrededor de una nariz en forma de gancho, tan extranjera como seductora.

—No pasa nada. Tranquila. —Intento serenarla, sacarla del cono del pudor, mientras pienso que yo no sé vomitar. Que las pocas veces que lo hice fue un verdadero desastre. Mi madre suele decir que vomito como la rama materna de nuestra familia: de forma volcánica.

—¿Tendrás… un kleenex?— Se aclara la voz y luego escupe un pedazo de comida dentro de la boca del inodoro, antes de tirar la cadena. El suave sonido de la cisterna, como el de un manantial, en canon con mi incesante fluir de ideas, me distrae, y ya me estoy subiendo el cierre del pantalón. No creo poder concentrarme. Estuve largo rato inclinada sobre la tabla, haciendo equilibrio, balanceándome de adelante hacia atrás, como si estuviese borracha.

—Esperame.

El bolso cuelga de un ganchito demasiado frágil para sostenerlo; el abrigo, montado sobre el bolso, parece estar haciendo equilibrio como yo. ¿Por qué no lo habré dejado con él, en la silla alta del bar? Tal vez ya lo condujeron a una mesa, y cuando salga, tendré que buscarlo por los pasillos, entre las cabezas de los comensales, entre los perfiles ladeados y los tenedores que se llevan una y otra vez a la boca. Pienso que es muy probable que él no encuentre la confianza suficiente para levantar una mano que me sirva de guía, de orientación, porque aún no hemos llegado a esa zona de intimidad. Debería ponerme los anteojos antes de salir, decido con sensatez. Avanzaré por los pasillos, rozando las puntas de los manteles, sin parecer demasiado preocupada ni demasiado modesta, con los vestigios de elegancia que se empecinan en resistir.

—Dale. Gracias.

Aún no descorre el pasador, no abre la puerta, como si estuviese aplazando una decisión que necesita de la correcta sincronía de cada órgano de su cuerpo, de cada terminal nerviosa. Apenas puedo culparla. Ha bajado la tabla del inodoro y se ha sentado sobre ésta; las piernas, finas como las de un caballo de carreras, levemente separadas, los codos apoyados sobre los muslos. Imagino que debe estar sosteniéndose la cabeza, que debe sentir pesada como un globo aerostático.

—Quiso que probara la langosta. Me insistió. Dijo que era el plato de la nobleza.

Le alcanzo un paquete de pañuelos descartables, sin abrir, que encontré en el fondo de mi bolso, insondable como una tumba. “¿Para qué vas siempre cargada de porquerías?”, solía reprocharme mi ex marido. “Bueno, querido, donde sea que estés esta noche: para resolver situaciones como la del otro lado del cubículo del baño”. Mientras fantaseo con mi bolso como una gran caja de herramientas, estoy, al igual que ella, sentándome sobre la tapa del inodoro y extendiendo el brazo para pasarle un spray bucal que encontré en el necessaire, entre artículos de maquillaje de segunda marca, una pinza de depilar, y blisters vencidos de pastillas anticonceptivas.

—Vos sí que sos una mujer preparada, eh.

Parece sonreír mientras habla, así que la imito. Recién ahora caigo en la cuenta de que, a juzgar por la voz, y por sus manos, por sus dedos largos, blancos y lisos como una vela, esta mujer debe tener menos de treinta años. Es una muchacha, pienso con el entusiasmo de la epifanía.

—Esa carne, ¡por el amor de Dios! Sentí que estaba masticando algo vivo.?

Sí, es tan joven como las mujeres que mi ex marido solía conocer en línea, en salas de chat. Muchachas universitarias con las que hablaba, como no lo hizo conmigo en veinte años, de nuevas bandas musicales, documentales de Netflix, platos exóticos, y tristes poetas estadounidenses que se suicidaron aspirando gas. Hasta que las extensas conversaciones de madrugada no le bastaron, entonces armó dos valijas y me dijo que se iba de casa. Aunque en ese momento cada miembro de mi cuerpo supo, de manera individual, cómo tenía que reaccionar, cómo responder, qué acciones realizar, ninguno de ellos fue capaz de seguir las instrucciones del cerebro, ninguno cumplió la orden, con lo cual me quedé sentada al borde de la silla, inmóvil, obediente como una niña, sin gritar, sin romper nada, sin salir corriendo detrás de él pidiendo explicaciones o rogando compasión.

—No sé vos qué pensarás, pero cobrar una fortuna por un bicho de mar. Qué ridículo.

Escucho, ahora, la voz de esta joven mujer, que bien podría ser mi hija, buscando amparo, complicidad. Es la ocasión perfecta para contrarrestar la falta de empatía de mi propia madre. Podría contarle que, en nuestra luna de miel, en la Florida, mi ex marido, un hombre que también tiene la edad suficiente para ser su padre, se intoxicó comiendo langosta en un chiringuito poco fiable, por lo que estuvimos dos días de esa semana en la habitación de una clínica donde, mientras a él le pasaban suero, yo miraba, a través de los cristales, cómo entraban y salían las ambulancias.

—En mi caso, me niego a comer algo a lo que pueda verle los ojos.

Internamente me felicito por lo ingenioso de la frase y decido escribirla en el bloc de notas del celular, con la triste esperanza de incluirla en algún cuento. Entonces leo un mensaje de él, del hombre que me presentaron hace una semana en un concierto de piano al que había ido a cubrir para el periódico, leo un mensaje de texto de ese hombre diez años mayor, que también acaba de divorciarse, por segunda vez él, de acento marcado y aspecto inquietante, cuyas partes de la cara, ojos, cejas, nariz, labios, parecen no guardar relación las unas con las otras, el hombre que esta mañana me envió un correo electrónico para invitarme a cenar a este moderno restorán de la costanera: “¿Todo bien? Mirá que ya nos dan mesa”. Guardo el celular en el bolsillo del abrigo. Del otro lado, ella, mi hija ilusoria, está soplándose fuerte la nariz. Un cimbronazo que me trae de vuelta.

—Vomitar supo ser un pasatiempo para mí. Pero ni la práctica evita que me largue a llorar —su voz suena débil y la hace parecer más joven que la joven mujer que es. —Para colmo se me corrió la media. ¿No tendrás acaso...? —Antes de que termine la frase, estoy apoyando un frasco de top coat en el piso, de su lado. El esmalte está un poco seco, pero creo que va a funcionar.

Me detengo un segundo en la monstruosa cicatriz en la palma de mi mano, en ese bulto rojo que parece producto de una quemadura, pero que fue por pura inconsciencia, por pura torpeza mía, cuando hace unos días me encontré hipnotizada frente a un agujero enorme tallado en el tronco de un árbol: una grieta que, a medida que me acercaba, parecía abrirse en múltiples dimensiones, en enroscadas capas internas, y que me produjo tal sensación de vértigo, tal efecto de fascinación y repulsión, que me vi cayendo dentro, dentro de aquel agujero, hacia otra dimensión. Entonces sentí el primer pinchazo, luego el segundo, el ardor del veneno extendiéndose bajo la piel, y oí el inconfundible zumbido de las avispas que salían a proteger su nido formando un escudo con sus diminutos cuerpos vibrantes, siguiendo una coreografía que no necesitaba de ejercicio previo.

—¿No te acabo de decir? Vos sí que estás siempre lista.

—Quedátelo. Para aliviar otros accidentes —le digo, y me obligo a ponerme de pie, porque alguien ha abierto la puerta del baño de damas, y finalmente voy a tener que abandonar el confort de esta madriguera de porcelana blanca, aséptica e inmaculada. Porque el cerebro empieza a transmitir el simple mensaje de hacer que un pie avance detrás del otro en dirección a la puerta.

—Eso sí que va a ser difícil, amiga.

Recibo esta última palabra como un impacto, como si de repente me hubiese golpeado el codo con un borde de metal. Es un dolor agudo, que tiene una extraña cuota de placer, de disfrute. Me pregunto si esta noche, después de la cena, me acostaré con el hombre que conocí hace una semana, y si sentiré un dolor similar a éste: un dolor eléctrico, novedoso. Comprendo que ella se me ha adelantado, porque ahora se incorpora, se acomoda la falda hacia abajo, y descorre el pestillo.

—Si al menos se dignara a dejar a su mujer…

De repente, una fuerza desconocida me vuelve a arrojar a la tapa del inodoro, mi recientemente adquirida dimensión, como si hubiese recibido un sopapo. Aprieto el bolso contra mi pecho, sin temor a ahorcarlo. “El matrimonio es un ensayo seguido de otro ensayo”, concluyó mi madre aquella vez.

—Ahí sí que la cosa sería distinta.

No estoy segura de si se habla a sí misma o si sigue hablándome, porque el sonido del agua, a través del grifo, me nubla la capacidad de razonamiento. Imagino que debe estar presionando el dispenser de crema de manos, de agradable aroma a verbena. O tal vez retocándose el lápiz labial. Veo, a través del bolsillo del abrigo, la pantalla de mi celular iluminarse. Cuando la acerco a mis ojos, encuentro dos mensajes de él, que me enceguecen como los faroles de un vehículo en la ruta a un frágil venado.

“¿Pasó algo?” “¿Te parece que vaya eligiendo el vino?”

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