Puertos que no son destino - Facundo Moreno

La soledad de un pueblo habitado por pocas personas y muchos fantasmas, la esperanza y el miedo hacia el otro, a la llegada del diferente, hacen de este texto de Facundo Moreno una lectura opresiva, oscura y atrapante
Puertos que no son destino - Facundo Moreno - Narrativa - Cuentos - Lecturas -  - Convocatoria trenINSOMNE



Apenas el marido se asomó por la puerta, ella deslizó unas palabras débiles como el sol que se escapaba por el ángulo de la ventana.

— Vení, sentate – golpeó el colchón con los dedos.

La mujer se esforzó en doblar las piernas bajo la frazada para formar un asiento. El marido disimuló el fastidio y accedió. Respiraba entrecortado, como si quisiera evitar el olor a vejez.

— Contame de nuevo – las palabras eran una carga incómoda para el suspiro.

— ¿Otra vez? Ya te dije.

— Contame.

El marido le agarró la mano.

— ¿Tomaste las pastillas?

— Sabés que sí – la mujer juntó aire para seguir -. Dale, contame. Tengo miedo, soñé que había un barco en camino. Tenía tres chimeneas.

Él se puso serio. La miró en silencio.

— ¿Qué te pasa? – se asustó ella.

— ¿Muy lejos?

— ¿El barco? No sabría decirte. Estoy segura de que estaba lleno de gente.

— Tranquila. No va a venir nadie.

— ¿Qué hiciste?

— ¿Con qué?

— ¿Los mataste? – insistió la mujer.

— Sabés que no, Clara. ¿Qué decís?

— Vos podés hacer lo que quieras.

— Clara, soy policía. Cuido a la gente, no la mato – el hombre miró hacia el jardín, el pasto estaba seco. Quiso volver sobre el tema del barco, pero desistió.

La mujer tuvo un acceso de tos que se transformó en ahogo. El marido la ayudó a incorporarse. Sintió el aliento pútrido y, en sus manos, los huesos de un cuerpo frágil y gastado que temblaba ante cada espasmo.

— Me contás – no era un pedido, era más bien un deseo.

— Clara, es lo de siempre.

— Por favor.

El marido se acomodó con una pierna sobre la cama, suspiró y empezó a hablar.

— Confirmo que estás durmiendo. Después salgo y me encuentro con los Küne. Andreas y Odetta. Vamos a caminar. Se los ve tan unidos y vigorosos como de costumbre, con esa frialdad que parece conservarles la piel. En todo el pueblo se nota el abandono. Las casas vacías. Los caminos perdieron su orientación, pareciera que cada uno desemboca en la misma tarde silenciosa. Ya no puede confiarse en el muelle, igual que en todo lo que es olvidado. El agua y la soledad desgastan un puerto que hace años no es destino.

— Siempre creo que no estás hablando del puerto. ¿O sí?

La mirada del hombre se perdió en el polvo que acumulaba un zócalo desclavado. Un barco lleno de gente, eso retumbaba en su cabeza.

— Decidimos esquivar el cementerio de basura que dejó la tormenta del día anterior. Bajamos a la costa por un sendero improvisado por el viento. Puedo inflar el pecho con aire de Patagonia. El suelo late pedregoso en cada zancada, el agua que llega a la orilla nos moja el calzado y desaparece. Los Küne van unos metros adelante, Odetta abraza a su marido por la cintura y así avanzan. Alguna vez fuimos cuatro en el recorrido y eso, inevitablemente, me hace recordarte. Es una tarde hermosa, caminamos más de lo normal. Pienso en nuestros hijos, en los barcos que dejaron de llegar. Pateo unas piedras, vuelvo inconsciente a tantear el arma en la cintura, no la tengo encima. La dejé en casa. Hace años que no la necesito, soy igual de policía que padre. Llegamos a un punto que no desconozco, aunque transité pocas veces. Sin cruzar un gesto, decidimos que la tarde nos invita a ir más allá. A mi pesar, estamos cada vez más alejados. Mi espíritu explorador anochece cuando escucho a Andreas. Miren eso. ¡Qué increíble! Las palabras de los Küne siempre suenan torpes y tajantes. Ich glaube es nicht, dice Odetta. Tardo unos segundos en confirmar lo que veo. Encallado en la costa, un barco se despereza unos cincuenta metros hasta la superficie, como si se hubiera agotado antes de llegar al pueblo. La imagen es tan desencajada que me hace dudar. Es algo inmenso, tan macizo y opulento que asusta. Se lo ve entero, inclinado hacia un costado.

— Pero está vacío, no tiene gente. ¿Y ocupa toda la costa?

— Apenas si puedo enfocarlo de manera panorámica, estoy obligado a girar el cuello para construir su imagen completa.

— ¿Y los Küne qué dicen?

— Ya sabés. Los Küne se acercan y manosean todo el casco, les gusta seguir las uniones con los dedos, se frenan y acarician los inmensos remaches.

— ¿Remaches?

— La cabeza de esos bulones son casi del mismo tamaño que sus manos.

— ¿Y cómo llegó a la costa?

— Es difícil de saber. Pero no considero otra alternativa, tuvo que haber sido la tormenta de la noche anterior.

— Contame más de los Küne.

— Andreas se pone a gritar como un desquiciado.

— ¿No es Odetta la que grita? Siempre me dijiste que es Odetta.

— No, Clara. Es Andreas el que grita. ¿Seguro tomaste la pastilla?

— Sí, la tomé - La mujer se lamenta con un trago de saliva que esconde lágrimas -. Debo estar equivocada. Perdón.

— No pasa nada. Los dos sabemos cómo es esta enfermedad.

El hombre miró por la ventana. Pensó en ir a regar el pasto urgente. Un barco lleno de gente, se repitió hacia adentro.

— ¿Qué dicen los Küne?

— ¿Cómo? ¿Por qué preguntás por los Küne?

— Me estabas contando qué dicen los Küne del barco. ¿Te acordás? Me parece que te vendría bien tomar mis pastillas – la mujer soltó una risa ahogada, después apareció la tos.

— Los Küne aseguran que es un barco alemán de la segunda guerra. Pero no lo comprobamos ese mismo día. Se va la tarde, para convencerlos de regresar, prometo otra visita al día siguiente. La vuelta me fastidia. Caminamos los tres juntos, los Küne elaboran teorías conspirativas que unen a la Patagonia con refugiados alemanes. Hablan del impacto que puede tener ese barco en el futuro del pueblo, se ríen de la envidia que le va a producir al comisario de la otra orilla. Hablan de progreso, hablan de turistas, hablan de dinero. Pienso que ya es tarde, el puerto no es destino y eso no va a cambiar.

— Sigo soñando con ellos – dice la mujer -. Me piden ayuda desde el jardín, pero no puedo moverme de la cama.

— A veces yo también los sueño.

— ¿Dónde están?

— Si supiera te lo diría.

— ¿Volvieron al día siguiente?

— Sí. Al día siguiente volvemos a inspeccionar el barco. Apilamos rocas, improvisamos una escalera para alcanzar la cubierta. Andreas repara en el mástil, está rajado en la base, podría quebrarse o eso me parece a mí. Buscamos la escotilla, demoramos un buen rato en abrirla, hay partes que están oxidadas. Andreas desaparece bajo cubierta, Odetta lo sigue. Yo decido no bajar. Podríamos quedar todos encerrados ahí. La verdad, es que no me interesa lo que puedan encontrar abajo. Espero junto a la escotilla mientras ellos murmuran.

— ¿Y qué encuentran?

— Te lo dije muchas veces. Aseguran que es un navío alemán. Yo no estoy seguro. Creo que ellos encontraron su propia forma de estar en casa.

— ¿Y al regresar?

— Vuelvo solo, ellos deciden seguir hurgando. Se hace tarde y no quiero dejarte sola tanto tiempo.

— ¿No es arriesgado dejarlos solos ahí abajo?

— Yo les aviso antes de irme. Quedarse es una decisión de ellos.

— ¿Entonces?

— Es la última vez que los veo. Desde ese día no tengo noticias de ellos.

— ¿Desaparecen?

— No lo sé. Vuelvo al lugar el domingo siguiente, me cuesta alcanzar la cubierta. La escotilla está abierta pero adentro no hay nadie.

— ¿Bajaste?

— No.

— ¿Cómo podés asegurar que no hay nadie?

— Clara, siento que me estás cuestionando.

— No, sabés que no es así.

— Aviso al comisario de la otra orilla. Me agradece y, no sé cómo, en una semana se llevan el barco. Nunca menciona que haya gente ahí adentro.

— ¿Qué pudo haber pasado con los Küne?

Él se encogió de hombros.

— Es hora de que descanses un poco.

Salió de la habitación sin titubear. No quería dar a la mujer una mínima posibilidad de retenerlo. Regó los dos espacios secos del jardín donde aún se negaba a crecer el césped. Actuaba con soltura por si su mujer lo veía desde la cama. Decir que los Küne habían simplemente desaparecido no resultó un buen giro.

Cuando las estrellas encendieron la noche, se sentó en el sillón a leer una novela. Desconcentrado por la apnea de su esposa, entornó la puerta de la habitación. También era necesario escucharla.

En medio de la madrugada lo despertó un sonido. Se incorporó con fuerza, el libro cayó al suelo. El grito de la mujer confirmó lo que esperaba.

— ¡Llegan!

El hombre, aún descalzo, salió corriendo hacia el puerto. El pueblo estaba vacío. Se tanteó la cintura, sintió el arma.

Pensó en cuánto tiempo hacía que no la usaba, hasta que la bocina de un barco retumbó en medio de la noche.

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