Buscando en qué creer - José A. Garcia

En un mundo donde las supersticiones han aplastado a la filosofía, un hombre busca algo en que creer en este texto de José A. Garcia
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Había tomado la costumbre de llevar consigo, en todo momento, en todo lugar, un improvisado mazo de cartas Zener. Las había fabricado él mismo con cartón y hojas de colores en las que dibujara el triángulo, el cuadrado, el más, el círculo, la estrella y las tres líneas onduladas. Tenía la esperanza de encontrar alguien que pasara las pruebas y pudiera decirle el tipo de carta que miraba leyendo su mente. Ansiaba que eso pasara. Tras la caída de los grandes paradigmas filosóficos a finales del siglo pasado, diferentes supersticiones y pseudo-conocimientos habían recuperado el espacio perdido en la prensa virtual, en los servicios de streaming y en las cadenas de correo electrónico. Los nuevos profetas ocupaban la mayor parte del ancho de banda, pero estaban también los que proponían el regreso a los horóscopos (sin aclarar a cuál de ellos se referían) y hablaban mezclando palabras y conceptos de diferentes culturas que probablemente no lograban comprender. Estaban también quienes se decían contactadores de muertos que, como lo aclara su nombre, podían contactar a los muertos; aunque a estos se los desacreditaba muy rápidamente.

Otros que tenían sus espacios eran los que leían la borra del café, o las líneas de las manos, cuando no las plantas de los pies, o las huellas dejadas sobre el barro. Competían cabeza a cabeza con quienes leía prodigios en el aire, el agua, el magma de los volcanes que seguían activos, en los pulmones de los animales muertos, en la placenta de las parturientas, en el hígado de los niños sacrificados para tal efecto.

La lista continuaba y era casi tan extensa como la credulidad de las personas.

Aunque pueda resultar extraño, en toda esa vorágine de posibilidades, él era el único que había optado por las mismas viejas cartas.

Y yo, que aún conservaba algunos recuerdos, así como algunos libros, de los grandes problemas filosóficos que antaño supo enfrentar la humanidad, lo fastidiaba cada vez que tenía la oportunidad.

—¿Sigues con esas cartas? —le preguntaba—. Sabes que el propio Zener reconoció su fracaso

—Yo no soy Zener —respondía casi siempre.

Lo fastidiaba incluso cuando lo veía más apesadumbrado, tal vez porque era el único que estaba cerca, el único con quien todavía se podía mantener una conversación medianamente coherente sin caer en las nimiedades tópicas de las redes asociales.

Llevaba tanto tiempo haciéndolo que si tuviera que decir cuándo había comenzado todo no podría decirlo, tal vez en los años de nuestra formación académica. O tal vez comenzara poco después cuando, con nuestros títulos bajo el brazo, comenzamos a buscar trabajo. O quizá comenzó cuando nos reencontramos, igual de subempleados que el resto de los académicos, haciendo trabajos para los que estábamos sobrecapacitados pero que eran los únicos que se conseguían. Sea como sea, comenzó y ya no pude detenerme, ni percatarme la forma en la que comenzaba a fastidiarse cada vez que lo pinchaba con lo mismo.

—Aunque te lo explicara en tus propios términos —respondió un día, un tanto más enojado que lo habitual—, no lo entenderías. Porque tú no quieres creer.

—Haz el intento —le dije más divertido que sorprendido por su respuesta—. ¿Tú sí quieres creer?

—Claro que quiero hacerlo.

—Pero… Pero… Tú… No tiene sentido —dije sin poder articular una frase completa.

—Quiero creer que todavía es posible encontrar algo real en toda esta miseria, en todas las falsedades que tanto te gusta enumerar.

—¿Para qué? —logré preguntar—. ¿Para qué serviría encontrarlo?

—Es algo que para mí está por demás claro.

—¡Déjate de rodeos y dime para qué!

—Para destruirlo —dijo cerrando el puño y apretándolo con fuerza frente a mi rostro—. Así, todos esos crédulos que aún pululan por ahí sabrán lo que se siente perder aquello en lo que creen, aquello que les da fuerza, aquello que les permite continuar adelante cada día como si nada.

Lentamente bajó su mano y buscó en uno de sus bolsillos el mazo de cartas.

—¿Quieres intentarlo? —preguntó.

Por la expresión de su rostro, una mezcla entre odio, desesperación, ansiedad y tal vez alguna otra cosa, entendí que debía buscar cualquier otro tema con el cual molestarlo. Aunque más no fuera tan sólo por las dudas.

—Nah —dije luego de tragar saliva varias veces—. No hace falta, así estoy bien.

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