Fritz (Un cuento de hadas) - Daniel Frini
Recuerdos de una infancia mágica en los bosques de Calamuchita, donde los arroyos y los árboles esconden más vida que la imaginada, en este texto de Daniel Frini¿Conocen La Cumbrecita?
Está bien, ¿por qué iban a conocerla? Es una villa turística —y cito la página web; que, por cierto, muestra unas hermosas fotografías— ubicada en el Valle de Calamuchita, en la vertiente oriental de las Sierras Grandes y a unos mil quinientos metros sobre el nivel del mar. Está enclavada entre los cerros, en un pequeño valle con forma de anfiteatro que le confiere un clima especial. Está ubicada a unos cuarenta kilómetros de Villa General Belgrano (Sí, sí: la misma de la Oktoberfest). Es un pueblo en el que no se permite la circulación de vehículos, no hay bancos y se respira paz a pulmones llenos. Fue poblada por alemanes llegados después de la Guerra, que le dieron un sesgo centroeuropeo a todas las construcciones. Una villa de los Alpes austríacos en plenas sierras de Córdoba.
Allá por fines de los setenta y principios de los ochenta compitió seriamente en mi escala de valores por ser mi lugar en el mundo. Solía pensar que, después de mi muerte y de que me cremaran, me gustaría que el viento llevase mis cenizas para esa tierra que amaba. Hoy ya no. Ahora es demasiado «turística». No es que reniegue de eso que, al fin y al cabo, es una grata manera de ganarse la vida; pero a mí me gustaba aquella de hace más de treinta años, más ignota, más silvestre, más a mi medida.
Acostumbrábamos a pasar allí algunos días de los veranos, en carpa y en plan de mochileros, de este lado del Río del Medio, a metros del puente de madera, entre espinillos y piedras del tamaño de un camión, sin ningún servicio a la vista; pero inmensamente felices. Ahora, en ese lugar hay una oficina de informes y una gran playa de estacionamiento, donde dejar los autos antes de entrar caminando al poblado.
Siempre fue un placer andar por esos añejos bosques de pinos donde era muy probable que no entrase nadie, salvo animales, desde hacía una década. Solíamos ir a caballo hasta el Vallecito del Abedul o hasta el Peñón del Águila e, incluso, nos topamos con un campo nudista camino de las Casas Viejas; en plenos años de fuego, aún antes de la Guerra, cuando solo por decir «culo» en público podías dormir una o dos noches a la sombra.
Hay una excursión que yo disfrutaba especialmente: después de cruzar el puente, se sube a pie por la calle principal, pasando frente a Edelweiss y a la cabaña de Am Hang, hasta la Plaza del Ajedrez. En lugar de continuar por el camino (a izquierda o derecha) se sigue al frente, cruzando el bosque, pasando por el pie del pequeño cerro donde está la Capilla, hasta cerca de la Olla del arroyo Almbach. Desde allí, tomando a la izquierda, corriente arriba, por una vereda de unos cincuenta centímetros de ancho, la montaña a un lado y del otro un barranco de más de diez metros, con el arroyo cristalino al fondo, se llega al pie de la Cascada Grande, después de una hora y media de caminata.
La primera vez que hice ese recorrido fue en un día gris y muy fresco de mediados de otoño, con las nubes bajas, casi una niebla, y la humedad condensándose en las ramas de los pinos. Cerca del final del camino encontré una fina llovizna (a mitades iguales caída desde las nubes y proveniente del golpe del agua contra las piedras de la base de la cascada) que mojaba y resaltaba toda la vegetación del pequeño paisaje, incluso los grandes helechos que acariciaban mi cara al pasar. Las cumbres de las altas paredes de piedra se perdían en las nubes, lo que hacía que pareciesen infinitamente altas. Debo haberme quedado sentado en las piedras, con los pies en el agua fría, más de una hora, acunado por el sonido sordo del agua. Pero no fue esa vez cuando vi lo que quiero contarles.
Toda esta larga introducción es para situarlos en la geografía donde, unos tres o cuatro años más tarde, otro día también de otoño y bien temprano por la mañana (me habían dicho que era el mejor momento para ver las mismas paredes que enmarcan la Cascada, pero ahora doradas con ese primer sol algo lánguido que suele darse en abril), encontré a Fritz.
Debo decirles que este no era —o es, no lo sé— el nombre real; el que, por otra parte, nunca supe. Las cosas ocurrieron de la siguiente manera: a lo largo de la cornisa en que se convierten los últimos cien o doscientos metros de camino, hay innumerables manantiales que salen de la montaña, cruzan la vereda por la que se va caminando y resbalan hasta el cauce de agua, allá abajo. Los hay pequeños, casi gotas, y los hay más copiosos. Algunos son más constantes y otros aparecen y desaparecen según les venga en gana. Uno en particular, mediano, entorpece levemente el paso entre dos piedras, por lo que se debe andar con algo más de cuidado para no resbalar en el verdín que cubre el camino. Estaba cruzando esa vertiente y mirando al suelo para no errar la pisada, mientras me aferraba a alguna rama; cuando algo pasó, casi un fantasma, frente a mis ojos. Crucé y, más afirmado, giré para ver qué me había molestado. No vi nada. Avancé unos diez metros y algo me rozó la mejilla. Esta vez sí. Lo descubrí un poco más arriba de mis ojos, a no más de un metro de distancia, flotando sobre el precipicio.
La forma más sencilla de hacerme entender, es decir que vi un hada. Algo del estilo de la Campanita de Peter Pan, pero de unos treinta centímetros de alto. Sus alas desplegadas medían más o menos tanto como su altura y estaban ajadas, amarillentas y rotas (lo vi más tarde) pero las agitaba vigorosamente para mantenerse en el aire.
No era un gnomo puesto que tenía alas. No era un ángel porque su tamaño era de más o menos un sexto del que imagino deben tener (la de una persona normal, si nos atenemos a las convenciones, y nos olvidamos que en la Bizancio del siglo XV discutían sobre su tamaño y cuántos entraban en la cabeza de un alfiler). No era, según he consultado en tantos libros desde entonces, ni un elfo, ni un troll, ni un duende, y tampoco un querubín.
Siempre supuse que las hadas eran de género femenino. Podían ser pequeñas o grandes, tener o no tener alas, ser buenas o malas; pero mujeres. Incluso lo son en las fotografías —trucadas o no— que tomara Sir Arthur Wright en Cottingley. Ahora bien, lo extraño es que éste hada era un hombre. ¿Cómo lo llamarían ustedes? ¿Hada macho? ¿Hado? A falta de mayores datos, e influenciado por el ambiente germánico que me rodeaba, lo llamé Fritz.
Su cabeza era grande, desproporcionada para su cuerpo y pelada, con sólo algunos mechones canosos y descuidados sobre las orejas sucias. No tenía ninguna prenda que cubriese su torso, era panzón y su pecho tenía manchas de pelo blanco que asemejaban islotes. Su única prenda era un pantalón de una lona que supongo marrón, muy vieja y muy sucia, con las rodillas rotas, las botamangas desflecadas y una más larga que la otra, sin botones en la bragueta, y sostenido en la cintura por una soga atada al frente por un nudo común. Sus brazos no hubieran podido rodear su talle y eran flácidos, sus manos eran grandes aunque de dedos cortos y gruesos, con uñas negras y partidas, que llevaban años sin ser cortadas. Tenía barba y bigote ralos (algo así como alguien que no se afeita desde hace una semana); labios gruesos y pálidos, con lunares oscuros; nariz chata y roja, cejas muy pobladas y ojos grises y apagados que lo hacían muy viejo.
Después me llegó su olor: una mezcla repulsiva de alcohol, transpiración y suciedad de un siglo sin un baño.
En la mano izquierda tenía una lata abollada de cerveza Löwenbräu, celeste y con su leoncito rampante, blanco sobre fondo azul, vacía.
Emitía unos chillidos apagados y continuos que se parecían más a un silbido inconexo que a un lenguaje; y me apuntaba, insistentemente, con la lata de cerveza, extendiendo y contrayendo su brazo en un movimiento que primero me pareció provocador, pero luego entendí:
—¿Querés otra? —le dije, y me respondió con lo único que en esa y todas las veces que nos vimos después se pareció a un fonema con significado, emitido por él de manera consciente, y que yo entendí como un «si»: Un estruendoso, grave y prolongado eructo.
Dándose por comprendido, desapareció entre los árboles en un segundo. En un instante estaba allí, al siguiente no estaba más; y sólo se agitaron dos o tres hojas de un helecho detrás del cual se fue volando.
Desanduve el camino hasta la proveeduría del Rancho Grande, donde compré dos latas de Heineken, la última Löwenbräu que quedaba y un porrón de Budweiser. Volví a la cascada, pero no lo encontré. Dejé las cervezas ocultas debajo de una mata de frutillas silvestres, en la suposición de que estaba observándome, y para evitar que las viese algún transeúnte durante el día. Volví a nuestra carpa, y no dije nada.
A la mañana siguiente, emprendí, de nuevo, el camino a la Cascada, llevando otra provisión, por las dudas. En la mata de frutillas encontré las latas vacías, pero la botella intacta. Bajé los últimos metros hasta la olla que formaba la cascada; y allí lo vi, acostado boca arriba sobre una piedra seca, las alas extendidas y las manos cruzadas sobre el estómago. Me acerqué despacio y escuché, otra vez, su chillido apagado, que esta vez era su ronquido. Quizá algún ruido o tal vez algún sexto sentido lo despertó y se incorporó asustado. Primero me reconoció, y luego vio las latas que llevaba. Se acostó nuevamente y otra vez cerró sus ojos. Parecía estar en paz.
—¿Estás bien? —le pregunté. Un breve eructo, conciso, fue su «si». Luego se quedó en silencio.
—Día fresco ¿no? —insistí, tratando de iniciar algún tipo de charla. Nuevo eructo de su parte. En las horas siguientes, le pregunté su nombre, de dónde era, cómo había llegado hasta allí y un sinfín de interrogantes. Nunca pude enterarme de nada; y no es porque no me respondiese, sino porque nunca pude entenderle. Incluso, traté de hacer las preguntas de manera tal que pudiese responderme con su «si», pero no avanzamos mucho. Doy un ejemplo: le preguntaba «¿naciste en un bosque?», con la idea de que se quedase callado (un «no») o eructase (un «si»), pero parece que cuestiones de ese tipo removían algún viejo recuerdo, y comenzaba a chillar y volar, alborotado, de izquierda a derecha y de arriba abajo. Al cabo de los días, dejé de interesarme por tales cuestiones, le llevaba su cerveza y nos quedábamos sentados quietos, cada uno sumido en sus pensamientos durante una hora o dos. Algunas veces por un excursionista que llegaba, o bien por considerar que el tiempo «de visita» estaba cumplido, levantaba vuelo y se esfumaba tras aquel fresno, la rosa mosqueta o las piedras del costado del camino.
La bebida quedaba siempre bajo la mata de frutillas, y entendí que no le gustaba beber de botellas. Creí, falsamente, que no podría abrirlas por lo cual alguna vez las destapé yo, y las cerré suavemente para que no escapase el gas, pero ni así.
¿Quién era? Nunca lo supe. ¿Por qué hombre? Tampoco. Supongo que las hadas, aun siendo personajes de fábulas y cuentos que viven muchos años, deben reproducirse de alguna manera y no me parece extraño que lo hagan de la manera tradicional. ¿Por qué su aspecto y su afición a la cerveza? Con los años elaboré una teoría:
Creo que es posible que Fritz fuera una víctima más de la Segunda Guerra; que fuese separado de su familia, que ellos estén ahora muertos y que su bosque haya desaparecido. Creo probable que en los últimos días, a punto de caer Alemania, los aliados o los rusos bombardearan sus árboles y él haya logrado escapar hasta llegar a la ciudad, esconderse, muerto de miedo con tanto ruido a muerte, en las cajas o maletas de algún soldado nazi que preparó más escrupulosamente su huida hacia estas tierras. Entonces, Fritz resultaría un polizón involuntario que, una vez arribado a las sierras de Córdoba (que, se sabe, nunca fueron invadidas por hadas), se habría encontrado solo, incapaz de entender dónde estaba y de hablar, ni siquiera, un poquito de alemán o español, condenado a vivir en un bosque extraño; que fue primero de molles, sauces y espinillos; y luego se fue poblando de abetos, pinos, robles, nogales y castaños; escapando de cuises y zorrinos, protegiéndose de la nieve en alguna vizcachera, y salvándose con su vuelo del ataque de los pumas.
Lo imaginé lleno de melancolía por un hogar y una familia desaparecidos bajo el horror de las bombas. Traté de entender la soledad y el miedo, que luego se transformó en tedio y más tarde en hastío. Las noches largas de frio del invierno deben haber completado el proceso, llevándolo a la bebida.
De manera inocente, lo consideré mi secreto y no lo comenté con nadie. Pero cierta vez, el viejo Hans, desde su eterna mesa del Bar Suizo, me vio pasar camino a la Cascada con mi cargamento de cervezas. Se sonrió y me guiño un ojo. No sé si todos estaban complotados o solo algunos conocían a Fritz. Nunca, en tantos años, nadie en el pueblo me dio otra señal; y a veces pienso que el viejo Hans se dirigió a alguien que en ese momento puede haber pasado detrás de mí.
Ese verano nos vimos con Fritz todos los días. Al siguiente, lo vi cuando faltaban cuatro días para irme. Creo que recién entonces me reconoció y permitió que me le acercase. El siguiente año lo vi a diario, pero apareció una señal nueva y alarmante: un carraspeo esporádico que una o dos veces se transformó en tos. Me fui sin despedirme de él, cuando papá vino a buscarme porque la abuela estaba enferma. Nunca más lo vi.
Las vacaciones próximas ya no lo encontré. Le llevé cerveza durante tres o cuatro días, pero las latas aparecieron intactas. Busqué señales en las rocas o en los troncos, pero no vi nada. Nunca me animé a preguntar por él a nadie del pueblo, temeroso de romper algún hechizo. Sin embargo, estoy escribiendo esto para acallar algún viejo fantasma de culpa por imaginarlo solo en los bosques que rodean la cascada, pero tengo la secreta certeza de que ahora voy a romper este papel y quemarlo, antes de que lleguen mis hijos de la escuela.
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