El día de Adela - Marina Klein

El dolor que no cesa, la pérdida de la memoria como método de sanación, el amor inolvidable, se encuentran en este texto de Marina Klein
El día de Adela - Marina Klein - Narrativa - Cuentos - Lecturas - Leer en cuarentena - Convocatoria trenINSOMNE

El sujeto sale del subte. El sol le va alumbrando la pelada de forma lenta mientras la escalera mecánica se desliza en sentido ascendente.

Camina dos pasos hacia adelante por la inercia del movimiento, pero se da cuenta que está perdido. No desorientado como pasa habitualmente cuando uno llega a la superficie, sino perdido de verdad, en un lugar desconocido.

El sueño le había ganado la batalla en el vagón. Cuando despertó se abalanzó hacía la puerta y de ahí hacia el andén y de ahí hacia las escaleras mecánicas y de ahí hacia la calle y de ahí hacia el abismo de sí mismo.

Queda petrificado en la mitad de la vereda mientras la gente le pasa por los costados o se lo lleva puesto.

Se da cuenta que no sólo no sabe dónde está sino que tampoco recuerda muy bien dónde debería estar o para qué estaba en el subte o hacia dónde iba ni de dónde venía o a qué hora tenía que llegar a alguna parte.

Cierra los ojos y sigue sin moverse. Pone su cara hacia el cielo para que el sol lo revitalice. El sobretodo negro se despliega con el viento y se hace como alas de murciélago.

Pasa un rato inerte. Gira de a poco abriendo los ojos y sintiéndose nuevamente vivo. Desde la vidriera que le sirve de espejo, la de Farmacity, lo mira un pelado moreno igual a él en un montón de años.

Se da cuenta que ese montón de años ya pasaron y ése es él hoy, ahora, en este momento.

Se acerca a la vidriera y se mira más detenidamente conteniendo el asombro. Observa el sobretodo, la cara cruzada por algunas arrugas, los ojos medio achinados, el cuerpo un tanto encorvado, los pantalones grises, los zapatos atados.

Busca en su muñeca el reloj pero no lo encuentra.

Es llevado nuevamente al abismo de sí.

Trata de pensar qué hacer. Mira alrededor para pedir orientación. Busca alguna cara amable en la ciudad. Demora pero llega. Aparece una parejita de unos veinte años, chico y chica, les pregunta qué día es, más o menos qué hora y en dónde está.

Es 22 de junio del año 2018, le contestan sin reírse y sin encontrar absurdas las preguntas. Son las diez de la mañana y está en Villa Crespo.

Le preguntan si se siente bien, si necesita algo, si quiere que llamen a alguien.

Él no sabe muy bien qué contestar. Se siente bien pero no sabe si necesita algo o a quién podría llamar.

Asiente con la cabeza y agradece como para desligarlos de toda responsabilidad así pueden continuar con su marcha.

Camina hasta la esquina para salir de la avenida y dobla por Malabia. Media cuadra después vuelve a detenerse frente a la parada del 109.

En el escaloncito del umbral de una puerta de hierro negra con rejas, se sienta. Apoya sus manos huesudas en el mármol frío. Siente extenderse sus dedos y abarcar toda la superficie a la que pueden aspirar. El viento sigue y le da la sombra. Hace frío y se siente helado.

Su mente es una laguna blanda.

Las manos le tiemblan un poco cuando las separa del escalón.

Piensa en Adela, su chica de pollera blanca y piel morena.

Recuerda su pollera, el color de su piel y de su pelo, el aroma dulce que exhalaba su cuerpo en cada giro. Pero en su recuerdo él es un chico también, es el chico de Adela, y la vidriera, espejada por la luminosidad del día, le acaba de confirmar que de eso hace mucho. Lo que pasó en el medio se le escapa.

Le viene un flash.

Es de tarde en alguna parte del conurbano. Se da cuenta de eso porque las casas son bajas y al fondo de la calle hay un descampado donde el sol se pone y todo queda naranja en el horizonte y arriba el cielo es celeste casi transparente y algunas nubes mínimas andan por ahí como para confirmar la veracidad del recuerdo y del relato que en su mente relata el recuerdo.

Están sentados, él y Adela, en el escalón de alguna vereda. También tienen las piernas flexionadas como él ahora pero parece que hace calor porque están vestidos de verano y ella está con sus sandalias amarillas de tiritas finas y trenzadas.

Están hablando bajito y no puede alcanzar a oír su propio dialogo dentro del recuerdo y sólo se queda de turista en su propia mente.

Trata de recuperar su nombre de esa escena pero no puede, sólo el de Adela es patente. Él se desdibuja de sí mismo y toda densidad resulta volátil.

Puede sentir el olor de jazmín del país y sentirle la respiración cerca, puede bucear en cada frente de cada casa de esas veredas y hasta distingue los pastos altos del baldío del fondo pero no sabe quién es él o cuando fue eso o dónde estará Adela ahora.

Se queda inmóvil un rato más.

Revuelve en los bolsillos en busca de alguna pista pero están vacíos. Los del pantalón y los del sobretodo. Tiene una tarjeta SUBE pero no le aporta mayores datos.

Se restriega la cara, se frota los ojos. Cruza a la vereda del sol.

Vuelve a sentarse sobre un escalón frío.

Se deja estar.

Viene otro flash.

Es un flash sexual. Adela está desnuda arriba de él y hacen el amor. Es una habitación que recuerda pero no sabe de dónde. Le ve el pelo que le cae por los hombros y la cadera moviéndose lentamente. Ve las tetas que suben y bajan dulces y los ojos entrecerrados. Siente completamente el calor de ella rodeándolo.

Se avalancha sobre ese recuerdo y se mete en él como en un hueco. Quiere quedarse a vivir ahí, en ese cuarto, en esa cama debajo de Adela.

Y ahí permanece, en un espacio donde Cronos no reina, en la vereda del sol con los ojos cerrados, el cuerpo hecho un ovillo, en el vientre del recuerdo.

La gente pasa y ni lo ve.

La ciudad sigue su ritmo.

Los autos aceleran, algunos conductores tocan bocina, silban ambulancias a lo lejos, se escuchan las puteadas de alguno y él sigue ahí. Ajeno a todo tipo de banalidad o de transcurrir en ese tiempo que le es ajeno.

Al cabo de un rato impreciso se levanta y camina sin dirección. Da vueltas manzanas, pasa por bares, por plazas, por gente, cruza calles, mira los colores de los semáforos y nada le significa nada. Es un ser sin significantes en este plano del mundo.

Sigue en su mente con Adela, como si ella caminara a su lado.

Pasan horas, el sol ya está arriba de todo y casi no hay sombra en la plaza donde se sienta. Elije un banco de cemento ancho, al lado del caminito de piedras color ladrillo y se queda absorbiendo los rayos de forma mansa y alegre.

Sigue invisible a los demás.

Cierra los ojos con la cara volteada hacia el astro amarillo de invierno y siente una puñalada en el pecho. Algo le quema duro. Se mira. No hay sangre ni nada ni nadie alrededor que haga pensar que van a hacerle daño.

Es un reflejo corporal. Algo que es previo a la construcción del recuerdo. Algo que la memoria activa sola.

Segundos después sí viene el recuerdo completo con sus imágenes, sonidos, sensaciones, olores, gritos, palabras.

Es otra vez el mismo cuarto. Adela está durmiendo enroscada en su cuerpo. La sensación es placentera pero no calma. Trata de indagar por qué. Él piensa que si se duerme así con una mujer, después de hacer el amor como acaban de hacerlo, debe ser el nirvana. Pero no. Hay algo que no puede definir en el aire. Una tensión que se le escapa.

Pasan unos segundos más y un ruido venido desde ahí mismo le destroza el cerebro. Una puerta abierta a patadas, unos tipos armados, algunos vestidos con uniformes militares y otros de civiles, rodean la cama y se dan a la cacería fácil de dos aterrorizados.

Adela busca la ropa antes de tratar de defenderse y él, en lugar de eso, le salta arriba a uno de ellos tratando de sacarle el arma. El arma se dispara. Es el dolor que acaba de sentir en el pecho. La sangre le sale por todos lados y la conciencia se le apaga.

Cuando despierta, no sabe cuánto tiempo después, ya no hay nadie. Adela ya no está. Se la llevaron.

El sol sigue ahí, calentando las lágrimas que le llenan la cara.

Sabe que nunca más volvió a ver a Adela. Que su cuerpo hermoso fue hecho trizas y que nunca se supo dónde fue a parar.

Que nunca pudieron despedirse, que nunca pudo ver una tumba, que nunca un montón de cosas que la muerte traga.

Siente lo áspero del banco debajo de las palmas de sus manos.

El dolor en el pecho por la falta de Adela es más intenso que el de la bala que lo atravesó aquella vez, hace casi cuarenta años.

Abre los ojos y recuerda todo. Su nombre, su edad, Plaza Irlanda, Caballito, el día que es, de donde venía y hacia dónde iba.

Se levanta y todavía llorando enfila hacia su casa con paso pesado.

Cuando llega a Pompeya después de atravesar la ciudad, agarra la llave que dejó abajo de una piedra en la entrada. Encuentra en la mesa de la cocina sus documentos, el teléfono celular, la billetera, el reloj y el sobre con la nota que siempre guarda para sí mismo.

Lee la nota aunque ya es innecesario, ya sabe todo, recuerda todo y sólo espera la próxima vez en la que pueda perderse en la memoria, que los lazos con la temporalidad no lo amarren y pueda volver a Adela que se mantiene tan viva y linda como siempre en ese espacio-mundo que él reserva para ella en sí mismo.

“Si alguien me encuentra perdido por favor denme esta nota que yo sabré qué hacer”. Dice el sobre.

“Soy Pedro, carta a mí mismo (me hablo en tercera persona, no sé por qué pero no te preocupes):

Si estás leyendo esto es porque entraste en uno de tus lapsus y te perdiste. No te preocupes, en cualquier momento la realidad va a volver a ser la misma de siempre con toda su desagradable faz.

Si te sentís muy perdido volvé a la casa de los viejos en Pompeya que las llaves están en el mismo lugar de siempre. Ahora la casa es tuya.

Los documentos y todo lo demás están en el bolsillo derecho de atrás del pantalón (siempre, menos en los momentos que salís a perderte).

Sufrís (sufro) estos lapsus cada tanto así que te hago un breve recuento para que no te sientas tan perdido:

Naciste (nací) en 1954, tu nombre es Pedro Molina, mamá y papá murieron hace tiempo pero no te preocupes que fue de buena vejez. Si te asoma el recuerdo y la angustia de Adela es porque ella ya no está, se la llevaron en el 78 y solo sabemos que fue vista por última vez en el Pozo de Banfield. Sí, podés llorar todo lo que haga falta. Igual la realidad no va a dejar de ser lo que es.

Después del tiro que recibiste ese mismo día que la secuestraron y que creyeron que te ibas a morir desangrado, conseguiste llegar (no recuerdo muy bien tampoco cómo, aunque mientras escribo esto estoy en uno de los raptos de lucidez) a la casa de una compañera cerca del cuarto en el que vivían en Lomas –Denise ¿te acordás, la rubia?- que te ayudó con la recuperación. Unos días más tarde, en la clandestinidad, conseguiste llegar a Brasil y ahí viviste un tiempo. Seguiste un desordenado periplo por algunos países de Sudamérica y al final volviste en el 87. Desde ese momento hasta éste trabajás en la cerrajería que era de papá.

A veces decidís dejar todo lo que confirme quién sos sobre la mesa y salís a la ciudad a perderte en los recuerdos y a que la nebulosa de la mente te absorba, porque es en el único lugar donde podes volver a verla. Lo llamas “El día de Adela”. Disfrutás de ese encuentro, volvés a sentir su olor, su calidez y su cuerpo, y después todo se derrumba otra vez, irremediablemente.

De a poco las piezas del rompecabezas se vuelven a encajar y en un rato vas a tener conciencia de todo, semejante a cualquier mortal. Y todo lo que te (me) acabo de decir va a ser palpable”.

Pedro se mira al espejo y sonríe con una mueca por el juego triste que acaba de jugarse a sí mismo.

El mundo sigue siendo el mismo lugar sin sentido.

Besa los párpados de Adela en su imaginación consiente, se enrosca en su soledad en posición fetal y duerme.




Texto publicado originalmente en la Revista Extrañas Noches en Junio del 2019

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