No muerden - Fernando E. Müller
La noche, los amigos de siempre y nuevos encuentros que descubren mundos diferentes en este cuento de Fernando E. Müller
Compré una radio a transistores durante mi estadía en México. Me sentía solo. Paraba en casa de mi amigo Manfred, pero él trabajaba afuera todo el día. La radio me hizo compañía hasta que la di por perdida. Fue aquella mañana en que estaba escuchándola con la ventana abierta mirando el movimiento de la calle, sobre todo de gatos, perros y alguna gallina. Fui un minuto a la cocina, volví a la ventana y la radio no estaba, había desaparecido. Al vecino, que estaba remendando zapatos en la ventana de al lado, lo insulté en silencio. Le pregunté. Sin levantar la vista de sus suelas me dijo que no la vio. Se la describí, una cuadradita, negra, así chiquita… Me miró mal y resopló. Volví a la cocina y me puse a llorar, parecía un chico de 5 años. Lloraba sin parar sorprendido de mí mismo.
Enseguida llegó Manfred con una banda de amigos. Se acercó con su novia, Ludmila, una flaca alta de cabellos oscuros, y me preguntó qué me pasaba. Apenas le balbucee lo de la radio. Con su estilo canchero me pegó unas palmadas en la espalda y me dijo que fuera con ellos, al jardín del fondo, donde realizarían un juego tradicional. No tenía ganas. Había que ponerse ropa vieja o quedarse en ropa interior, y colorearse el cuerpo volcándose tarros de pintura que recién habían comprado.
Se pintaron riendo mientras los miraba a través del ventanal, sentado en un sillón. Cuando se iban chorreando pintura hacia el fondo del jardín, Ludmila, que tampoco participó, se me acercó con la radio. Había quedado sobre la mesada de la cocina, me dijo. Se sentó a mi lado y nos quedamos en silencio. No podía explicarme cómo no la encontré cuando la buscaba.
Al rato se los volvió a ver, más exultantes que cuando se fueron. Algo despintados, reían, bailaban y gritaban mientras recorrían el camino de vuelta. Venían con otra gente que no estaba pintada, pero tenían algo. Enseguida con la manguera comenzaron a sacarse los restos de pintura. Algunos entraron a la casa, para ir al baño, chorreando color todavía. Entre ellos el dueño de casa que me volvió a palmear el hombro dejándome la remera marcada. No me importó porque estaba atento mirando a uno de los que estaba en el jardín. Vestía una bermuda azul y zapatillas de lona, tenía cuernos, hocico y piel de cabra hasta el torso. Me miraba por momentos y bajaba la vista. A su lado había una chica, con un short rosado y sandalias al tono, tapándose los pechos con los brazos cruzados, tenía cabeza de oveja y pestañas largas. Se notaba que era tímida. El más inquieto era el que estaba más alejado, de pantalón corto negro, medias caídas y botines de fútbol, tenía cabeza de perro. Su pelaje era blanco con manchas negras.
Ludmila me codeó y dijo que no los mirara fijo, que les hacía sentirse mal. Que si me animaba a ir a saludarlos ni se me ocurriera acercarles la mejilla, que con un apretón de manos estaba bien.
¡Basta!, dijo Ludmila levantándose del sillón y enseguida corrió el cortinado para que no pueda verlos. ¡Así los vas a espantar! ¡Andá, salí, y presentate! ¡No muerden!
Me armé de coraje y salí al jardín para saludarlos. Me vieron avanzar hacia ellos y enseguida me dieron la espalda como si fuese un hecho casual, señalando algo al fondo del jardín. Hola, me llamo Fernando, les dije sin poder disimular mi temor. Hernán, me dijo el cabeza de cabra y enseguida me tendió la mano derecha. Me la estrechó con fuerza. Tenía olor a granja. Ella es Magda, y él Gonzalo. Les di la mano apenas mirándolos a los ojos. Magda tenía una mirada hermosa y un corazón tatuado en el brazo derecho. ¿A qué les gusta jugar?, largué sin pensarlo. Cómo, respondió uno. Al Scrabell respondió una voz femenina. Al fútbol, largó cabeza de perro que enseguida volvió a darme la espalda. A vos qué te gustar hacer, me dijo Hernán. Miré por un segundo a los costados, ya todos habían entrado a la casa a cambiarse. Creo que llorar, respondí. Se quedaron en silencio. Lloré recién como un boludo porque creía haber perdido mi radio, que es de una gran compañía para mí. Sí, claro, dijo Magda acercándose un par de pasos. Tenía una musculosa color piel puesta, sin nada debajo, que dejaba traslucir sus pechos. ¿Les gusta escuchar música?, tiré. Escuchamos música, comemos, cagamos y tenemos deseos también; largó Gonzalo algo molesto. Miramos tele, leemos, cocinamos y trabajamos también, trató de suavizar Magda. Y nos encanta el fútbol, agregó Hernán encendiéndose un cigarrillo. Me quedé como un tarado mirándolo fumar. ¿De qué trabajan? Me sentí un idiota hablando, largaba lo primero que me venía a la cabeza. En un call center, vendemos lo que venga, fue amable Magda.
Bueno chicos, un gusto, nos vemos… ¡¡¡Manfred!!!, largó Gonzalo cortando mi saludo. ¡¿Vamos a jugar o no?, ya somos once, viejo, dale! Le sentí un aliento agrió y caliente. ¿Me mostrás la radio?, me dijo Magda tocándome un hombro. Sí, claro, quedó adentro, ya vengo. Entré al living y no había nadie. El resto de la casa permanecía en silencio. Me apuré en tomar la radio que había quedado sobre el sillón y salí. Ahora afuera había montones de ellos. Y de todo tipo de animales humanos. Me quedé duro sintiéndome rodeado por miradas poco amigables y respiraciones profundas.
Vení conmigo, me sorprendió Magda tomándome de un brazo, no te preocupes, no les hagas caso.
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