A primera vista - Germán Silva

Hay amores fugaces, eternos, simples, enrrollados. Hay amores que lo sacuden todo como la lluvia de verano. Y otros que matan
Germán Silva - Narrativa - Cuentos - Lecturas - Leer en cuarentena - Convocatoria trenINSOMNE



La falta de costumbre, de training. La vuelta al ruedo. Debía ser por esas cosas que le transpiraban las manos. Un exceso de adrenalina en el torrente sanguíneo le hacía temblequear también las piernas, y aunque era una exageración, sentía el aura del ridículo rodeándolo, calzándole socarrona una capa blanca sobre los hombros como a un imitador de Elvis. En eso no hay excepciones, recapacitó: todos los imitadores de Elvis son ridículos y deprimentes, esa es una batalla perdida de antemano. Convencido de esto, respiró hondo y se detuvo en el umbral del bar. Se hizo a un lado y dejó pasar a un niño que vendía rosas cortadas contra su voluntad envueltas en celofán. Evaluó si quizás debiera comprarle una. De hecho, estuvo a punto de hacerlo, pero sólo mantuvo la puerta abierta para que el chico pasara por debajo de su brazo. Tal vez lo detuvo la imagen patética de un Elvis de amplias solapas, zapatos con tacones y una rosa atravesada entre los dientes. Hizo lo posible por dejar los nervios afuera y entró detrás del niño.

Desde adentro del bar nadie había notado el titubeo de Elvis en la puerta, como tampoco habían notado el deambular del chico con las rosas de mesa en mesa. Algunos son invisibles a los ojos, y no por importantes sino por anodinos o incómodos.

Fue un alivio entrar al Celta y ver que nadie le dirigió la mirada, ni siquiera el mozo. A los artistas el anonimato les resulta exasperante, pero él era auditor contable y se sintió reconfortado. A fin de cuentas, sólo era uno más entre la constelación de ignotos clientes que venían pisando el bar desde tiempos inmemoriales. Quizás cualquiera de las mesas de pinotea tuviera más anécdotas de vida y hubiera oído cosas más interesantes que él mismo. Por eso había elegido ese lugar alejado de la oficina y tan cargado de decoración vintage que por momentos parecía una pulpería. En ese ambiente ancestral podía ahorrarse un inoportuno encuentro con alguno de la empresa, y también podría distraer la vista o foguear una conversación con tan solo comentar con lucidez sobre tal o cual objeto de los muchos que allí había: un sifón de vidrio con malla de acero, una máquina registradora negra sonriendo hileras de teclas nacaradas, cajones de madera antiguos, niquelados expendedores de cerveza y verdosas botellas de Hesperidina, al lado de boticarias Bols. Llegado el caso, podía sujetarse de cualquiera de esos objetos para tratar de iniciar una conversación divertida si acaso ella resultara de poco hablar y costara romper el hielo.

Miró el lugar como si fuera la primera vez que entraba, y notó con decepción que las mesas linderas a las ventanas estaban ocupadas. Obediente y permisivo para con las ocurrencias del destino, prefirió aceptar que quizás fuese ventajoso sentarse lejos del vitral, así también ella tendría que ingresar al local y dejarse ver forastera, mirando en redondo desde la puerta hasta que pudiera dar con él, solitario y aplomado, sentado en una de las mesas del fondo. En cambio, si su estampa fuera visible desde afuera, bien podría ella seguir de largo sin remordimientos, si es que no le resultara del todo interesante su talante vespertino. Eligió entre lo que pudo elegir y se apropicuó no muy lejos de la transparencia, pero sin esconderse tras una columna ni darle la espalda a la puerta de entrada. Sentado ahí, su cotiledónea esperanza verdeció gracias a la escueta fotosíntesis que podían brindarle las luces de los colectivos que venían por Sarmiento y doblaban en Rodríguez Peña.

Sin apuro, dejó venir al mozo desde la otra punta del local sólo para indicarle que esperaba a alguien y no ordenaría nada por el momento. Habló con confianza, como para no dar la impresión de que ese alguien podría no llegar nunca. El mozo reculó y sumó con fastidio pasos inútiles a los miles que llevaba dados ese día, no sin antes hacerle notar con solapado disfrute y cordial rencor que tenía manchada la corbata.

Del otro lado del cristal la ciudad transcurría hacia la noche como siempre, como la habían visto transcurrir innumerables divorciados antes que él: antojadiza y displicente, desentendida y atroz, como una telaraña. Por esa misma telaraña ella vendría, equilibrista y grácil a encontrarse con él, pisando con cuidado –esta vez– los azarosos cordeles entrelazados de la oportunidad. Después de todo, ¿no había sido todo aquello como desenredar una madeja de hilo, para luego hacerlo seguir un zigzagueante recorrido donde la hebra visitaría un sendero prefijado por tachas numeradas –sin inocencia– en un tablero hecho de tiempo? ¿Qué figura habían estado formando con todo esto? A lo mejor el dibujo fuera sólo eso: una cita en el bar Celta (y él ya estaba ahí). Así las cosas, ¿qué sentido tenía ahora preguntarse cómo se había ido tejiendo ese encuentro entre dos personas que –estrictamente hablando– no eran nada entre sí? Quizás no tuviera ninguno, pero le pareció oportuno reflexionar sobre eso mientras esperaba, luego de advertir que había llegado temprano y tenía tiempo de sobra.

Después de todo, ella para él… ¿qué era ella para él? Era sólo la amiga soltera de una cuñada de un excompañero de trabajo al que se cruzó en el subte B por casualidad, una mañana en que él volvía de sacarse sangre. ¿Y él para ella? Apenas la descripción que le hicieron de un divorciado cincuentón que había esquivado la guadaña de la privatización de YPF en los noventa. Tal vez también le hubieran contado que había sabido mantener un cargo bien remunerado, a tono con un importante despacho en el edificio de Diagonal Norte. Quizás –pero esto sólo era especulativo– en todo el asunto hubiera sobrevolado la sospecha de que se había sabido mantenerse a salvo parapetado tras los cuerpos de los puestos estatales caídos en el traspaso.

Así de enredado –o esforzado– había sido el trayecto que los llevaría a encontrarse por primera vez en el bar. Lo que tenían el uno del otro eran sólo referencias de las referencias de las referencias. Todas dadas con buenas intenciones, de ida y de vuelta, por gente comedida que los sabía solos y quería solucionar su soledad con pragmatismo, como quien pone quitamanchas en una camisa.

De todos, el que había puesto más empeño en que la cita se concretara había sido precisamente su hijo menor, Marcos. Y eso que Marcos no sabía nada acerca de la mujer en cuestión, pero sí conocía bien a su padre y lo nervioso que lo había puesto la expectativa de una cita a ciegas. El muchacho, para darle tranquilidad e impulso, había ideado una estrategia de respaldo. En caso de que la reunión se tornara insostenible por tediosa, lasciva o banal, se dispararía el protocolo de emergencia. Marcos, que se había ofrecido para acompañarlo hasta el Celta pero sin entrar, se apostaría en las inmediaciones a prudente distancia de rescate. Ante una disimulada seña convenida –al volver del sanitario, el contador se bajaría y subiría el cierre relámpago de la bragueta dos veces consecutivas–, el joven cruzaría hasta el bar haciéndose pasar por un secretario desesperado ante la inminencia de una auditoría sorpresiva e insoslayable. Acto seguido, el contador se levantaría de la mesa dando un cordial pero definitivo cierre al encuentro, y partiría raudo al servicio del deber junto al supuesto asistente.

El plan pergeñado por su hijo era enternecedor, pero descabellado. A Marcos se le había ocurrido de un tirón una vez que coincidieron de milagro a la hora de la cena –y eso que vivían juntos–, cuando el contador le habló de la cita y de las dudas que tenía de poder afrontar el convite.

Claro que el plan de Marcos tenía su lógica, máxime la escasa información con la que contaban. Al fin y al cabo, todo era referencias de las referencias de las referencias y un inesperado cruce de fotos, que él no había solicitado pero que se vio impelido a corresponder cuando le enviaron por correo la fotografía de Ana. La esquela sucinta que acompañaba al retrato le había pasado inadvertida dentro del sobre por largo rato. Por fortuna, y luego de contemplar la imagen con detenimiento, se había percatado del discreto mensaje manuscrito que acompañaba a la femenina imagen de cuerpo entero: Para que me reconozcas a primera vista. La letra cursiva y uniforme, como de maestra –aunque ella era secretaria ejecutiva–, era redonda y amable. A él le resultó curioso que hubiera utilizado esa expresión. En definitiva, “reconocer” implicaba conocerse de nuevo y ellos no se habían conocido ni siquiera una primera vez. Hubiera sido más correcto usar el verbo “identificar”, aunque una esquela así sonaría fría, distante y policial.

De todas formas, lo importante no estaba en la esquela sino en la fotografía. ¿Quién le habría asesorado que utilizara ese artilugio como anzuelo (o como arpón)? Lo cierto era que el ardid había funcionado perfectamente con él. La imagen de aquella mujer aún joven, bien arreglada y sonriente, lo había movilizado. De hecho lo puso de pie, lo hizo atravesar su despacho hasta la ventana procurando luz natural, y le había acelerado sus hasta ese momento alicaídas pulsaciones de auditor contable.

En la espera, ante la inminencia del encuentro y bajo la luz artificial del Celta, ella se veía aún más atractiva que cuando él había abierto el sobre por primera vez. Era como si el contorno de su falda estrecha y larga hasta las rodillas se hubiera ajustado; como si su camisa coral abrochada casi hasta el mentón y su abrigo con hombreras estampado en cuadrillé beige y negro, hubieran resaltado todavía más su contundente figura. El porte esbelto y seguro con que había dispuesto su estampa frente al obturador del fotógrafo denotaba premeditación y confianza. Los pies juntos y de perfil, elevados por el calzado, la mantenían erguida a pesar de que su eje estaba rotado hacia la cámara. Las manos eran un detalle aparte: ocupadas en sostener una carterita de cuero negro estampada, parecían inermes y delicadas; sin embargo, no eran ociosas. En la muñeca izquierda, un reloj diminuto pero simpático seguramente daría alegre la hora cuando se vieran.

La fotografía que él envió a cambio era mucho más formal. Por algo había descartado aquellas en las que posaba de sport en el Hacoaj, o jugaba al tenis, o preparaba un asado en el Automóvil Club del Delta. En lugar de aquellas imágenes pretendidamente joviales, había optado por enviarle una foto recortada de una página de la Revista YPF, que lo mostraba asistiendo a un evento empresarial en Luján de Cuyo junto a otros ejecutivos de la firma. La revista corporativa los había fotografiado a todos trajeados y con adustas pero satisfechas expresiones en el rostro. Apenas una tenue sonrisa lo humanizaba en el papel. La foto y la revista databan de sus inicios en la empresa, allá por el setenta y uno. Por aquel momento y en aquella imagen, no había ninguna forzada pretensión de juventud de su parte: no hacía falta.

Recién al ver girar la espuma del cortado que acabó pidiendo para no ocupar una mesa sin consumir, lo abordó la idea de que quizás ella también había enviado una fotografía desactualizada. La sola suposición de ese ardid lo mortificó primero y lo entusiasmó después: lo espejado de la elección fotográfica pudiera adelantar rasgos en común.

Pasada la hora convenida, y prefiriendo no ocupar su mente en la probabilidad de un plantón olímpico, el contador se entretuvo observando lo que hacían los otros en el bar. De todos los presentes, fijó su atención en un sujeto que estaba en la mesa lindera leyendo muy concentrado. Quizás una solidaridad numérica lo hizo interesarse en el sujeto aquel, que fungía solitario sobre la mesa de pinotea. Quizás sólo fue que le resultaba incómodo ver cómo flirteaban las parejas de las otras mesas. Bien pudo haber empezado así su esposa, tomando cafecitos inocentes después de hora so pretexto de tratar algún tema “delicado”. Tan “delicado” que no podían hablarlo con su jefe en el banco. Tan “delicado” que había que tratarlo en un bar, fuera del lugar de trabajo, fuera del horario de trabajo. En un bar un día; en otro bar otro día; en un hotel alojamiento a la tercera. Tan “delicados” eran esos asuntos.

Miró con bronca desproporcionada a la pareja que estaba cerca de la ventana y a la que estaba de espaldas. Se halló absurdo y bajó la vista. ¿Qué le importaban a él de quién eran esas mujeres? Él ya no tenía ninguna –aunque quizás su suerte cambiaría esa noche y sólo se tratara de tener paciencia y esperar, como buen judío, un poco más–.

Volvió la mirada hacia el lector de anteojos Lennon. Los maníes y la Quilmes de litro lo iban poniendo sediento y saciado, salado y refrescado en forma alternativa. Parecía como si con una buena dotación de maníes y cerveza pudiera permanecer ahí hasta que lo llevaran a velar. Ese estequiométrico equilibrio de actividades lo ocupaba, aunque era evidente que lo que lo mantenía entretenido era lo que leía, a la vez que lo que bebía lo mantenía leyendo. Verlo en esa operación cíclica daba gusto. El brazo izquierdo pivotaba como una grúa y sólo con esa mano hacía todo: tomaba los maníes y se los llevaba a la boca; sin levantar los ojos de la lectura inclinaba la botella hasta llenar el vaso sin rebalsarlo; sujetaba el vaso cuando bebía y cada tanto engrasaba las páginas al voltearlas para seguir leyendo. La mano derecha la tenía de adorno.

El lector ensimismado rompió el espumante ciclo lectoalimenticio cuando percibió que, de la mesa vecina, lo estudiaban con detenimiento. El interés auténtico y la cara expectante que debió poner el contador cuando le hizo la consulta, le valieron una respuesta sincera en vez de un insulto.

Después de todo, no había sido mala idea matizar la espera observando al sujeto aquel. El libro que lo tenía cautivo trataba sobre un pretendido escritor que acepta un trabajo como encargado transitorio de un lujoso hotel apartado en las Rocallosas. Durante la época de cierre invernal, él, su mujer y su pequeño hijo son –y el otro había hecho comillas con los dedos izquierdos– los únicos habitantes en el complejo. En la soledad de ese paraje, el escritor espera romper con un bloqueo creativo que lo tiene cercado desde hace tiempo.

Atento a lo que el otro explicaba, en parte avergonzado y queriendo ser breve en la interrupción, no hizo ninguna repregunta y agradeció con la cabeza, dejando al hombre tranquilo. Al fin y al cabo, él no era un lector ávido. Ni siquiera lector a secas. Los monótonos tomos de derecho tributario que llevaba estudiados le habían secado por completo la imaginación. Fuera de documentación laboral, era incapaz de leer otras cosas, y mucho menos de imaginar escenarios ficticios. Cuando el otro había dicho “lujoso hotel apartado en las Rocallosas”, ni siquiera pudo imaginarse algo como el Llao-Llao. Lo que le vino a la mente fue el Dakota Building, donde habían pasado las últimas vacaciones con su ex antes del desastre. Él mismo tuvo que admitir que aquella asociación libre de lugares en apariencia no tenía ningún sentido con lo que le habían contado recién –pero por supuesto que la asociación era válida–.

Con el correr de los minutos, la decepción de advertir que lo habían plantado se impuso de forma tan evidente como la lluvia que había comenzado a caer desde hacía un rato. La racionalización que ensayó para justificar aquel desencuentro se valió de todo lo que tenía a la vista y lo que no: la lluvia torrencial, algún imprevisto paro de transportes, la asistencia de urgencia a algún familiar enfermo, la resurrección de algún difunto. Todo lo iba encajando a la fuerza en el hueco de una ausencia contundente, tratando de convencerse de que no lo habían desestimado porque sí.

Harto de elucubraciones, pagó de mala gana por el tiempo perdido y esquivó la mirada socarrona del mozo que, ahora sí, mientras se iba, le dedicó una toma larga, de esas que los directores de cine les conceden a los perdedores -o a los moribundos-.

Aún parado en el umbral del Celta, oteó hacia la diagonal de enfrente a través de la lluvia. En el bar setentoso de aquella ochava se replicaban vidrieras mojadas y parejas acarameladas. Quedó de pie como una planta de papiro anegada tratando de observar si en aquel lugar algún otro enfilaba hacia la salida con cara de cita frustrada. Hubiera sido un simétrico consuelo no saberse el único desahuciado esa noche.

Ahora que lo pensaba bien, el bar de enfrente hubiera sido el lugar perfecto para que Marcos se parapetara a la espera de la señal secreta. Le dolió reconocer que no había habido ni la más remota necesidad de señales.

Subiéndose la solapa, salió a mojarse como todos los que hasta recién había visto por la ventana, y enfiló por Sarmiento hacia Callao.

Afuera era uno más. Acaso nadie notara lo apesadumbrado que estaba. Aunque llovía tupido, no apuró el paso y dejó que el saco del traje absorbiera lo que tuviera que absorber hasta que llegara a la estación del subte.

En secreto se congratuló de no haber quedado con Marcos en aquello de la maniobra de rescate. Hubiera sido triste que su hijo lo viera salir del bar con esa cara de Waterloo.

Sin querer trastabilló en este pensamiento: ¿Podía estar seguro de que Marcos no había estado todo el tiempo ahí enfrente? No sería la primera vez que el muchacho hubiera hecho lo que le venía en gana; además, los datos del lugar y el horario los tenía.

Ensimismado caminó mirando el piso, tratando de no inundar los zapatos con agua de lluvia. ¿Y si Marcos había estado ahí, observando cómo pasaba el tiempo hasta convencerse –antes que él– de que la mujer no acudiría a la cita?

Los paraguas de los que venían de frente le arrojaban aún más agua encima, a la vez que lo arrinconaban contra la pared mojada. Pensó que en el infierno las veredas de seguro eran así: angostas, poceadas, llenas de charcos y baldosas flojas. Era como si el Dante hubiera fundado Buenos Aires.

Pegó un salto a lo Gene Kelly sobre una tarima caída, pero sin canto ni gracia. ¿Marcos habría preferido cruzar y acompañarlo en el regreso a casa, o se habría retirado solo y de antemano, dándole tiempo y espacio para digerir el mal trago? Si hubiera sido esto último, quizás no habría hecho el mismo trayecto que él caminaba ahora, sino que hubiera salido por Rodríguez Peña para remontar Corrientes. Sea como fuera, ya se enteraría al volver a casa.

En lugar de aquello, prefirió pensar que Marcos se había apegado a lo convenido y no había estado por ahí, y él podría contar la historia del desencuentro a su manera. Seguramente mucho menos dramática de lo que le parecía en ese instante.

Tratando de convencerse de esto último, apuró el paso y continuó avanzando. Sólo le hizo levantar la mirada un grupo de personas agolpadas en la esquina de Callao y Corrientes. Al ver a la gente allí, pensó lo obvio: que el subte habría cerrado por inundación. Se preocupó de antemano y barruntó que no sería nada fácil conseguir un taxi que lo alcanzara hasta Almagro en medio de esa tormenta.

Al irse acercando y notar la presencia de personal policial, cambió un pensamiento obvio por otro y estimó que algún facineroso había robado la disquería de la esquina. Se tranquilizó doblemente: por no haber estado dentro de la disquería en el momento del atraco, y por no verse obligado a buscar un taxi.

Fue recién cuando se aproximó a la esquina que pudo vislumbrar la ambulancia que destellaba en silencio, estacionada a la vuelta, sobre Corrientes. La sirena apagada le produjo un indecible malestar. Era como si los paramédicos ya no tuvieran apuro, como si ya se hubieran dado por vencidos y dejaran que las intermitencias de las luces alumbraran el asfalto mojado apenas para mostrar que habían ido hasta ahí –pero tarde–, y no habían podido hacer nada por la víctima.

Aunque hubiera querido desentenderse de todo, continuar su camino y bajar por la escalera del subte rumbo a la rutina de su departamento, una mórbida ansiedad se aceleró en él, fogoneada por los comentarios especulativos de los que estaban ahí. No supo si correr hacia la esquina o detenerse. Sus piernas eligieron ralentizar el paso hasta que finalmente se agolpó con los demás como una bola de pool, y se quedó observando la tarea de los paramédicos, que con vana delicadeza se esmeraban en cargar una persona a la ambulancia.

En aquel rebaño de curiosos cada uno tenía su teoría de lo que había ocurrido, de cuándo, de cómo y de por qué. Para él, que había llegado tarde, todo era un edredón de retazos, una mezcolanza de versiones, de hechos y deshechos: la señora con tacos altos; el cruce tardío y a toda carrera; el semáforo abrió para los que venían por Callao; esas polleras tubo que no te dejan correr; la lluvia; con el aguacero se hizo de noche en un segundo; cuándo será el día que el 50 doble despacio esta curva; un chico de milagro la otra tarde, volviendo del colegio; la policía llegó enseguida pero la ambulancia tardó veinte minutos; perdió un zapato; le cubrieron la cabeza con una manta que tenían en el patrullero; la calle se irá lavando sola, con la lluvia.

No había mucho más que ver allí. Los que tenían algo para hacer lo hicieron y los demás se dispersaron en silencio cuando se marchó la ambulancia. Él viajó ensimismado hasta su departamento en la calle Salguero. Durante el trayecto fue como si se hubiera quedado solo en el mundo, aunque sabía bien que debía escoger –y pronto– entre hacer un llamado funesto a la persona que tenían en común o escabullirse en un pretendido desapego sobreactuado, dejando que el llamado lo hicieran los de la Federal desde la morgue.

Cuando cruzó el umbral su ánimo se derrumbó. En el silencio del departamento, casi a oscuras, sólo se oía la lluvia de la ducha. Era como si la lluvia de afuera lo hubiera perseguido hasta adentro. Cada tanto y desde atrás de la cortina plástica, Marcos, inadvertido, canturreaba algo inentendible pero alegre.

Ya en el sillón, quiso saber cuánto tardaría en reponerse, aunque no atinó a calcular nada. Tendría que contarle a Marcos o mentirle a Marcos, según lo que decidiera respecto al llamado funesto. Sea lo que fuera, aún no estaba en condiciones de decidir nada. Toda su mente funcionaba como un carrete de diapositivas atascado, repiqueteando en vano el trinquete mecánico que debería mostrar la siguiente toma. Le era imposible saber cuánto tardaría en quitarse de la cabeza esa imagen última. Primera y última. El brazo colgando a un costado de la camilla, sobresaliendo por debajo de la sábana blanca. La manga del saco cuadrillé beige y negro y la camisa coral abrochada en el puño, chorreando. Tan pálida la mano inerte y delgada que se bamboleaba en el aire y por sobre ella, apenas visible, la tenaz correa y el brillo acuoso de un reloj diminuto pero simpático.

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