El pañuelo turquesa - Sebastián González

Una salida, un desencuentro, la desesperación y la búsqueda, en este texto del escritor y diseñador Sebastián González
El pañuelo turquesa - Sebastián González - Narrativa - Cuentos - Lecturas - Leer en cuarentena - Convocatoria trenINSOMNE 2020

—A ver, intentemos de nuevo, papá: estabas con mamá en casa y entonces…

—Y entonces, ya te dije: salimos a comprar pero tuvimos ganas de ir al mercado más grande, ya te lo dije muchas veces. En el chino este no venden ese yogur que nos gusta.

—Ya entendí eso, pero necesito saber si podés recordar algo distinto, algún dato clave.

—¿De qué dato clave me hablás, Tito? Me hacés poner más nervioso, vos.

El padre no dejaba de frotarse las palmas mientras las soplaba, parecía estar buscando algo de calor. El ruido del ventilador al límite de sus posibilidades incomodaba al silencio y no era de gran ayuda para Tito, que no paraba de transpirar, entre otras cosas, por el calor.

—Bueno, bueno, perdoná. ¿Cuándo fue la última vez que viste a mamá y en dónde?

Observó a su padre respirar largo, desinflarse mientras la resignación le acomodaba los músculos a gusto. Pero algo lo activó, fue como si hubiera terminado de cargarse.

—Elegimos el yogur, ese que viene en vidrio y con frutas que es una delicia ¿viste?, estábamos de lo más contentos pensando en la panzada que nos íbamos a dar. Imaginate, después de correr el riesgo de caminar tanto por la avenida, no podíamos dejar de sonreír. Habíamos planificado todo a la perfección antes de pisar la vereda: después del yogur, ella iba a ir a buscar la manteca, que el médico casi que nos la prohibió ¿viste? Mientras, yo compraba esas galletas de salvado, que serán muy sanas pero pareciera que estás masticando un cartón finito, no jodamos, y buscaba alguna mermelada livianita de durazno que no estuviera muy cara.

Tito, que no quiso interrumpir antes a su padre, dada la convicción la que éste le contaba lo que iba recordando, ahora dibujaba círculos hacia adelante con la mano derecha, como si su intención fuera darle cuerda a su memoria. Pero por más que el padre se esforzaba, no podía pasar de esa última imagen; era como si su película se hubiera cortado mucho antes de terminar. Le temblaban los labios y los ojos se le cargaban de unas lágrimas gruesas que nunca dejaría caer, no importaba cuánto tuviera que luchar. Por pedido de su padre, Tito había apagado el ventilador, dejando ahora en primer plano, como único ruido, el del tubo que amagaba con dar por terminada su vida útil.

—Si supiera lo que pasó después, hijito. —Apretaba tan fuerte los puños que daba la impresión de que quería romper algo—. Solo puedo decirte que aparecí en casa. Ah, pero eso sí, tengo ese pañuelo turquesa.

—Pensemos juntos —propuso Tito. Al verlo tan caído, ya no quiso presionarlo más—. Es evidente que tuviste un evento; ahora, ¿te acordás en dónde encontraste el pañuelo?

Al no saber cuál era la verdadera historia, lo más lógico era seguir la que su padre había empezado a contar.

—Sí, sí, salí a caminar desde casa a ver si la encontraba, y a las dos cuadras lo vi tirado cerca del puesto de diarios. Yo creo que la secuestraron

—¡Ay, papá!

—Ay, papá, ¿qué? La pobre seguro que apenas pudo tirar su pañuelo turquesa de siempre. ¡Sinvergüenzas, aprovecharse de esa manera de una mujer mayor!

¡Sinvergüenzas, aprovecharse de esa manera de una mujer mayor! Tito entendió que no valía la pena discutir, lo entristecía la idea de que su padre ya no recordara que su esposa odiaba taparse el cuello y que un abrazo que apenas se prolongara en el tiempo la hacía sentir que comenzaba a asfixiarse. Y fue para no discutir que optó por desandar cada paso que su padre le había dicho de la forma que creyó más lógica: ir al supermercado en primer lugar, y retrasar todo lo que pudiera el momento de ir a la comisaría. Tenía una hipótesis de lo que podía haber sucedido: sabía que sus padres eran de ir siempre por el mismo camino hasta cualquier lado, entonces tenía la certeza de que al súper habían ido así: dos cuadras hasta la avenida y de ahí seis hasta llegar a destino.

Al haber ido temprano en la mañana, la vereda elegida había sido la del sol, ya que les gustaba mucho disfrutar de esa sensación de primavera sobre el cuerpo. La rutina era el hijo mayor de la pareja: la misma casa, las mismas comidas cada día de la semana, las mismas salidas y hasta el destino de vacaciones. Esa conducta, a la que detestaba haber sido sometido de chico, era de gran ayuda en este momento.

Si bien era este el primer episodio complicado con el que Tito tenía que enfrentarse desde que comenzó a notar interferencias en la memoria de sus padres, lo apesadumbraba tener muy en claro que no sería el último. Por suerte, y descartando que nunca iba a saber cómo fue que había sucedido, uno de sus padres estaba a salvo en su casa.

Tener una foto de ellos en el teléfono ayudó para saber si alguien los había visto pasar, y vaya si lo habían hecho: cada comerciante al que le había preguntado, lo afirmaba; claro que al haberles consultado solo a aquellos que los conocían, la estadística le daba más favorable. Además, caminaban tan despacio que hasta era posible que pudieran haberlos cruzado dos o tres veces antes de que ellos llegaran a su destino. Más allá de las limitaciones físicas que les imponía su edad, disfrutaban de pasear juntos. Y tenían un disfrute particular que hacía que todo fuera más lento: solían detenerse a mirar direcciones cuyas placas tuvieran algo fuera de lo ordinario, como un dibujo, alguna forma poco habitual o número romanos.

Empezó a preocuparlo una observación en la que todos coincidían: los habían visto cuando se dirigían hacia el súper, pero no volver. Ni siquiera el diariero que había mencionado su papá haciendo referencia al lugar en el que había encontrado el pañuelo, recordaba haberlos vuelto a ver. Ni juntos, ni separados.

Iban hablando y riéndose fue la frase que más escuchó. Ya habría tiempo para recordar esto con algo de ternura o mucho de envidia por la excelente salud del vínculo, pero ahora lo ocupaba otra cosa.

Ya en el súper su estrategia fue la misma, preguntarles a los empleados si reconocían a las personas de la imagen en su teléfono. El local tenía varias cámaras de seguridad que adornaban el lugar. En otro momento hubiera disfrutado de enterarse que la aventura fue completa, que hasta se regalaron el permitido de comer juntos un pancho, pero que, tal vez por culpa, lo acompañaron con agua. La vendedora los recordaba, le había resultado simpático verlos compartir el menú como si estuvieran cometiendo un delito grave. Por un rato tuvieron el paraíso entre dos panes, pero a la historia le seguía faltando una parte…

Tito tenía en claro su rotunda negación a alarmarse, y tal vez por eso fue que decidió esperar un tiempo más antes de ir a hacer la denuncia. Con la intensión de serenarse, volvió a ver cómo estaba su padre. La casa estaba a oscuras y el último rayo de sol que se filtraba por la ventana hacía foco sobre la mano derecha de su padre, que parecía manejar su rodilla como si fuera una marioneta; igual supo que estaba bien porque el ruido de fondo era la radio mal sintonizada y ese ruido siempre lo tranquilizaba.

—¿Alguna novedad, hijo?

—Alguna. ¿Así que se comieron un panchito?

—¿Teníamos el yogur?

—Tenían el yogur.

—¿El de vainilla con trocitos de durazno?

—El de vainilla con trocitos de durazno. ¿Qué hiciste vos después de que se fueron del súper?

—Me fui a dormir la, la…

—Siesta, ¿y después?

—Me levanté y tu mamá no estaba, pero no me preocupé, me puse a escuchar la radio como hago siempre. Después viniste vos y empezaron las preguntas. No prendas tantas luces, ese tubo me hace mal.

—¿Y en dónde encontraste el pañuelo?

—Yo nunca en mi vida vi ese pañuelo ¿estás loco, vos? Como si no supieras que tu mamá odia cubrirse el cuello. Me permite un abrazo breve por semana, mirá si va a usar pañuelo. Sos loco, vos.

La historia cambiaba, otra vez, de piel.

El cuerpo de Tito era ahora mismo escenario de una guerra entre impaciencia y compasión.

—Yo sé que vos podés, dale, algo que te acuerdes que te haya dicho mamá al salir del súper.

—Emilita, decile, no seas malo, estamos grandes para vivir enojados, ¿no te parece? ¿En dónde está? Ya deberíamos estar comiendo el yogur, mirá la hora que se hizo.

—Algo, por favor —dijo tranquilo, aunque quisiera haber gritado.

Su padre sacudía la cabeza hacia adelante con fuerza y la devolvía con cautela a su posición inicial, como si intentara que los recuerdos golpearan contra su frente. Tito le dio unas palmadas en la espalda. Agarró las llaves y el teléfono. Solo quedaba una cosa por hacer.

—Algo de un…

Por cómo agarraba y movía el aire con sus manos, Tito supo que hacía referencia a un volante. Después fue hasta la heladera en busca de agua, tenía la boca árida. Había tres botellas para el agua y dos estaban vacías, un sifón, dos yogures de vainilla con trocitos de durazno, manteca y mermelada de damasco de marcas que describían a la perfección la situación del país. Le dio un yogur a su padre y salió para la comisaría mientras intentaba hacer encajar un auto en alguna de las versiones. Alcanzó a escuchar a su padre decir Espero para comerlo a que venga Emilita antes de cerrar la puerta. Seguro lo que le seguía era algo así como que Es brava y si no la espero, pufff.

Antes de entrar a la comisaría, Tito ya escuchaba gritos. Un alguien alterado le pedía a un tal Irusta que le sacará a una vieja de su vista. Irusta, nervioso, respondía que la vieja ya había dicho mil veces que se iba a ir en cuanto encontraran a su esposo. Tito apuró el paso, y ya que todos gritaban, también gritó uno de los mamá que más había disfrutado en su vida. Ella lo miró como se mira a las cosas que no importan y siguió reclamando.



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