El destinatario - Fernando Caporaletti
Una búsqueda desesperada tendrá el final menos esperado, en este texto del escritor Fernando CaporalettiComo cada mañana, Pedro Nóbile organizaba la correspondencia a entregar, tomando un café y armándose el recorrido, según las direcciones de los destinatarios. Como cada mañana, había boletas de impuestos y servicios, liquidaciones bancarias, pólizas de seguros, boletas de los partidos políticos.
Publicidad proselitista, pensó. Claro, falta poco para las elecciones.
Apiló sobres de papel madera con sellos de empresas, y con destinos a otras empresas o a particulares, también cartas aéreas que llegaban al pueblo. Y otros sobres, algunos escritos a mano o con etiquetas impresas por computadora. En uno de esos sobres escritos a mano, le pareció ver una letra de niño.
Sonrió con simpatía: la carta era de un chico y se la enviaba a Papá Noel.
La dejó separada en la bandeja de rechazadas, no porque no fuera a entregarla, sino porque ya conocía al chico y a su padre, y sabía que el padre iría por la tarde a la oficina a buscar la carta de su hijo, como en años anteriores.
Pedro Nóbile se colgó el morral al hombro y rumbeó para el galpón donde él y otros carteros guardaban las bicicletas. Antes de salir de la oficina, la secretaria del jefe lo detuvo.
—Disculpe, Pedro, me olvidé de esto. —Le mostró un sobre—. Imagino que ya tendrá usted su recorrida armada, pero esta carta había quedado en el buzón y con una nota de entrega inmediata.
Él, amable como siempre, le sonrió y le dijo que no había problema.
—La entregaré durante el día —completó—, aunque tenga que desviarme.
La mujer le agradeció, le dio la carta y regresó a su escritorio.
Pedro la revisó buscando el destinatario, pero en el sobre no había nada escrito. La dio vuelta para ver el remitente: si supiera quién la enviaba, podría intentar la entrega, eso si fuera alguien que él pudiera recordar. El remitente tampoco estaba. El sobre, blanco, pequeño y abultado, estaba abierto, y no había inscripción que indicara procedencia o destinatario.
Intrigado, Pedro pensó en preguntarle a la secretaria dónde debía entregarla, pero un mensaje en su celular lo distrajo. Su exesposa:
—Llamaron del colegio, que Thiago está descompuesto, ¿podés buscarlo? Yo estoy yendo al trabajo.
—Estoy cerca —dijo él—. Voy.
Más preocupado que apurado, guardó el sobre en el bolsillo del morral, montó la bicicleta y salió de la oficina postal directo para la escuela.
Llegó cinco minutos después. La directora le entregó a su hijo más chico. Le dijo que había vomitado y que, cuando le tomaron la temperatura, notaron que tenía unas líneas de fiebre. Pedro lo alzó en brazos, lo sentó en el caño de la bicicleta y se lo llevó a su casa.
No dejaría solo a Thiago, esperaría hasta el mediodía, para que llegara del colegio su hijo mayor. Y recién ahí, podía salir a hacer el reparto. Fue a la cocina, a preparar el mate y a enviarle el mensaje a su ex, para decirle que el niño ya estaba en la casa.
Recordó la carta en blanco, y volvió a revisarla. Con la duda de no saber qué hacer con ella, decidió buscarla. Cuando la agarró, notó de nuevo que estaba abierta.
Pedro era un hombre sumamente responsable, jamás había leído una correspondencia, ni cuando le tocó —muchas veces— repartir alguna sin pegamento. Pero aquella no tenía información.
Quizá, pensó, en su interior encuentre algún indicio. Y se dispuso a revisarla. Sacó las hojas y, al desplegarlas, notó que sólo había una y que estaba doblada varias veces. La carta, escrita a mano en letra redonda, clara y muy prolija, decía:
Querido PN, espero que te encuentres bien, no te veo desde hace mucho más tiempo del que me gustaría, por eso estoy sumamente preocupada. Necesito que me cuentes cómo estás, no quisiera pensar que esta carta no va a llegar a tus manos, porque si fuera así sabría que algo malo podría haberte ocurrido. Hace mucho tiempo que debías haberme escrito, entiendo que no puedas hacerlo, pero por favor, no te demores en responderme, tan solo una o dos líneas, sin explicarme demasiado, calmarían mi ansiedad por saber que estás bien. Tuya, CM.
El tono de la carta lo puso en alerta. Seguro de que no podía demorar la entrega, llamó a la secretaria del jefe para preguntarle dónde debía llevarla. La mujer le respondió que la nota, que encontró pegada con un post-it al sobre, sólo decía que fuera entregada con carácter de urgencia. Y que no había ninguna indicación más.
Media hora después, Thiago estaba mejor. Le envió un mensaje a su ex para tranquilizarla, diciéndole que al chico le había bajado la fiebre.
Aún preocupado por la carta, se preguntaba quién podría ser la mujer, intentaba imaginar el nombre a partir de las iniciales. Arrojó en su mente varias combinaciones, hasta que dio con las de su exesposa: Clara Miranda. Se rio irónicamente al pensar en ello y siguió arriesgando a la suerte varias combinaciones de nombres, hasta que recordó las iniciales del hombre al que ella le escribía: PN.
Pedro Nóbile volvió a leer la carta y se exaltó. La duda comenzó a enraizarse en su pecho: era cierto que Clara y él, desde que se separaron, no se veían personalmente; aunque nunca dejaron de tener contacto por mensajes, siempre en relación a alguno de los chicos, que en casos como el de esa mañana, él había tenido que llevar a su casa. A dónde más podía llevarlo, si las llaves de la casa de ellos antes de separarse, ya no le servían. Clara había cambiado la cerradura. Recordó lo que los había llevado a separarse: la distancia, debido al trabajo de ella y a la dedicación excesiva de él en hacer horas extra, porque el salario no les alcanzaba. Todo eso fue corroyendo lentamente la relación. Y en la separación, ella argumentó que él estaba tan distante que ya no lo recordaba. La metáfora de aquel entonces, si coincidía con esta carta sin nombre, dirigida a alguien no especificado, sabiendo que él era el cartero, podía ser un intento de un reencuentro y un llamado de atención de Clara para él.
Pedro la amaba y la extrañaba, siempre se lo decía, hasta que ella le pidió que dejara de hacerlo. “Me provocás más dolor˝, le dijo aquella tarde. Hacía ya bastante que él había desistido en sus intentos de reconquista. Ahora, pensando que podía ser ella la que le enviaba a él esa carta, sintió que su corazón le saltaba del pecho.
Pero volvió de sus pensamientos. Clara no era esa clase de mujer: si quería decirle algo, lo hubiera llamado o hubiera ido a su casa directamente y se lo hubiera dicho cara a cara. Clara no tenía ese estilo romántico de las mujeres que esperan un reencuentro lleno de rosas y jazmines en un parque, no era de generar un clima propicio para que el hombre la reconquistara. Además, ella lo conocía bien. Pedro sacudió la cabeza como si quisiera quitarse esa tonta idea. Tuvo la certeza de que su corazón lo engañaba de nuevo. Un supuesto reencuentro era más deseado por él de lo que era posible.
Suspiró y continuó pensando, entre la gente que él conocía, quién pudiera llamarse PN o CM, además de él y su esposa. La gente que vivía en el pueblo no era poca, pero Pedro, que llevaba quince años recorriendo las calles, conocía a casi todos. Recordó la carta del niño, que había encontrado esa mañana, y volvió a sonreír por la incoherencia de su imaginación, de suponer que la carta fuera escrita por una mujer adulta, ya que las iniciales coincidían con las de Papá Noel.
Le preocupaba el carácter urgente de la nota. Mientras la observaba, se preguntó por qué extraña razón, si era tan confidencial, la habrían arrojado en el buzón y con el sobre abierto. Volvió a leer y a releer la carta, lo único que consiguió fue que la incertidumbre creciera aún más.
Cuando se dijo que ya no tenía forma de entregarla, decidió llamar nuevamente a la secretaria. Pero lo detuvo un escalofrío: la secretaría se llamaba Carina Montes. Y su jefe, que estaba de viaje por trabajo desde dos meses atrás, se llamaba Patricio Normando. Entonces notó que no había visto jamás nada que Carina Montes hubiera escrito de puño y letra, ya que todo lo hacía en la computadora. Lo desanimó pensar que el nombre de la secretaria podría escribirse con C o con K.
Volvió a leer la carta. Patricio era un hombre misterioso y reservado. En la oficina, sus compañeros muchas veces hacían bromas acerca de la estrecha relación entre el jefe y la secretaria. Pedro desestimaba los rumores de pasillo, pero de ser ella la autora de la carta, comprometía todo. Además, si Carina Montes se la había dado en mano y abierta, creería que Pedro podría mantener el secreto y sabría dónde entregarla. Sin ninguna duda, él decidió llevarla a la casa de su jefe. Eso hizo cuando, al mediodía, su hijo mayor fue a su casa luego de la escuela.
Al llegar a lo de Patricio, se encontró con las persianas bajas por la mitad, la reja cerrada y el automóvil estacionado en el garaje. La casa, en una primera vista, parecía descuidada: el pasto estaba muy crecido y uno de los postigos de la puerta del costado, que daba al garaje, tenía un vidrio roto. El auto, además de estar sumamente sucio, tenía las dos cubiertas traseras en llanta. En el suelo, había varios limones que habían caído del limonero. Nadie los ha juntado, pensó.
Dejó la bicicleta contra la reja y tocó el timbre, que retumbó en la casa como una campana de iglesia. Nadie salió. Pedro esperó un instante y volvió a tocar el timbre. Otra vez el sonido rompió el silencio de la tarde que recién estaba comenzando, ya entrando en la hora de la siesta. Quizás duermen, pensó. Volvió a tocar timbre con la intensión de despertar a quien estuviera adentro.
Se alejó después de tocar el timbre cinco veces sin que nadie saliera. Pensó en dejar la carta en el buzón, pero como el contenido era tan especial y él sabía que Patricio vivía con su esposa, temió meterlo en problemas.
Continuó con la rutina de la entrega programada durante el resto de la tarde, pero su mente no dejó de elaborar cientos de hipótesis acerca de dicha correspondencia. Así llegó a la conclusión de que no la entregaría hasta asegurarse de que era para su jefe y que el remitente era su secretaria. También pensó de qué manera averiguarlo, y no se le ocurrió nada.
La mañana siguiente, preparó las correspondencias que se hallaban en su bandeja para repartir, como siempre. Ordenó las direcciones. Mientras lo hacía, encontró un sobre en blanco, abierto, que no tenía dirección de destino ni remitente. Sin hacer demasiadas demostraciones de curiosidad para que nadie en la oficina lo notara, lo metió en el bolsillo del morral. Terminó de ordenar el reparto y salió a hacer su recorrido. Cuando estuvo suficientemente lejos de la oficina, agarró la carta de iguales características que la del día anterior y la leyó.
Querido PN. Por favor, necesito saber de vos. Estoy comenzando a pensar que estás en problemas. Tan solo te pido que me envíes, aunque sea, un sobre en blanco, algo que me indique que mis cartas te llegan; solamente con eso me bastaría para saber que estás bien. Cada mañana, al despertarme, lo primero que hago es ir al buzón para revisar la correspondencia y con enorme decepción, veo que no hay ninguna tuya. Por favor, PN, te pido que me envíes aunque sea una estrella de papel en un sobre, una hoja en blanco, algo, cualquier cosa que me indique que recibís mis cartas. Creo que si continúo sin tener noticias tuyas voy a enloquecer. Tuya, CM
Pedro sintió que el corazón le latía rápido. Guardó la carta en un bolsillo y continuó. Durante el recorrido, pensó y pensó: se exprimió la mente. ¿Dónde debía entregar esas notas, y a quién? Aunque lo había pensado antes y también lo había descartado, creyó que no tenía muchas opciones, más que preguntarle directamente a la secretaria si era quien las escribía.
No, pensó, no me dirá que fue ella quien las escribió. No lo hizo cuando me dio la primera en la mano, por qué se daría a conocer ahora.
Llegó del trabajo. Su hijo de doce años hacía la tarea en la cocina. Thiago se sentía mucho mejor, hasta había almorzado, y ahora comía un alfajor que le había regalado su hermano.
Luego de cenar, los arropó a los dos y los llevó a la casa de su ex. Los chicos entraron, y Pedro se quedó en la puerta, esperando ver a Clara en persona, después de mucho tiempo. Si bien no quería hacerse ilusiones, la duda lo mantuvo expectante y ansioso. Tras un instante, el mayor de los hijos salió a la puerta.
—Mamá no llegó de trabajar.
—Está bien, hijo, entrá y acostá a tu hermano, que no tome frío.
Pedro le dio un beso en la frente, y se fue a su casa con el corazón herido y la cabeza girando del mareo.
A la mañana siguiente, encontró otro sobre igual. Se aproxima Navidad, pensó, por eso la mujer desea tener novedades de su amado con mayor impaciencia. Había otros tantos sobres con propaganda política, boletas del partido principal y de la oposición. Coincidente con la semana de la Nochebuena, en el pueblo se llevarían a cabo las elecciones para intendente, tres días antes de Navidad. Los candidatos contrarios al oficialismo eran dos hombres de carácter fuerte, que levantaban el estandarte de la oposición y a viva voz, en todos los medios de prensa locales, acusaban al intendente actual de mafioso y corrupto. El intendente en funciones había tenido que defenderse muchas veces; decía yo soy un hombre de trabajo y el pueblo puede dar fe de mis obras. Pedro, al igual que mucha gente, sabía que el intendente hablaba en serio y que los corruptos eran los opositores, de quienes se tenía noticias de causas legales que los incriminaban por enriquecimiento ilícito. Al pensar en eso, recordó que uno de los opositores, que comenzó la campaña electoral hacía un mes y que actualmente no salía por los medios, se llamaba Pastor Nogales.
Ordenó como pudo la correspondencia y salió enseguida al reparto.
Ya lejos de la oficina, abrió la carta y la leyó.
Querido PN. Ya no sé qué pensar. No sé si no te llegan mis cartas, si te llegan y no querés contestarlas, o no podes, o las interceptan antes de que lleguen a tus manos. Estoy sumida en la mayor de las incertidumbres; hace muchas noches que no duermo más que un par de horas, prestando atención a los ruidos de la casa, que por la noche son muchos, al punto de que no sé si son mi sugestión o si son reales. Desde que no tengo noticias tuyas, mi vida es un caos absoluto. Ya no sé qué decirle a nuestro hijo; con la ilusión de verte, cada noche me pregunta si vas a volver, y yo trato de consolarlo diciendo que regresarás en nochebuena. Me duele más no saber nada de vos que mentirle a nuestro hijo, porque al menos no lo expongo a él a la tristeza de tu ausencia. PN, amor mío, por favor, dime algo, ya no soporto más tu silencio. Tuya, CM
Pedro leía la carta y temblaba. Se detuvo en el quiosco de diarios y compró el periódico. Las noticias indicaban que el opositor Pastor Nogales se había bajado de las elecciones, sin razones aparentes. Nadie lograba una entrevista con el líder político que había cedido la candidatura a su compañero de fórmula. Pedro se puso a conversar con el canillita. Con la falsa excusa de que tenía que entregarle una nota, trató de saber si conocía el nombre de la esposa de Pastor Nogales. El diariero le dijo que si mal no recordaba, la mujer se llamaba Carmen Moldavia. El cuerpo de Pedro experimentó un escalofrío desde los talones hasta la nuca. Se despidió del diariero y se dirigió directamente a la casa de Pastor Nogales; la conocía muy bien, por haberle entregado un sinnúmero de correspondencia.
Llegó a la puerta, dejó caer la bicicleta sin reparar en que quedara apoyada. Se aventuró a la reja y tocó con insistencia el timbre. La casa, una mansión de dos plantas con techo a dos aguas y entrada de garaje para varios autos, se hallaba separada de la calle por una reja que, en la parte superior, tenía alambrado electrificado. Pastor Nogales, según él imaginó, vivía sumido en el miedo de la persecución. Pensó para sí mismo que le sobraban las razones, si era cierto todo lo que se decía de él, era uno de los estafadores más grandes del pueblo.
Insistió con el timbre. Enseguida se abrió la enorme puerta de madera, y se asomó una mujer con delantal doméstico. Desde ahí le preguntó qué necesita al cartero.
—Traigo correspondencia para la señora Carmen Moldavia, que debo entregar en mano.
La mujer dudó, le dijo que aguardara y cerró la puerta. Pedro esperó impaciente. Salió otra mujer, vestida con ropa fina y porte elegante, con peinado de peluquería y gesto de curiosidad —acaso recelo—, y se acercó caminando a la reja. Pedro le preguntó si era Carmen Moldavia, y ella afirmó con cautela, lejos de la reja. El cartero sacó las tres cartas del bolsillo y se las mostró. Le dijo que las había recibido pero que no tenían destinatario, que no sabía dónde entregarlas, que si eran para su marido, que por favor le diera un dato. La mujer se quedó mirándolo, para luego fruncir el ceño. A la mejor manera de una dama que sale de sus casillas, le dijo, luego le gritó, que no sabía de qué estaba hablando, y le preguntó si lo había enviado el oficialismo, que ella no tenía razón alguna para mandarle una carta a su marido quien vivía con ella, y al que veía todos los días de su vida.
—Así que retírese de inmediato de mi casa, porque de lo contrario voy a llamar a la Policía.
Mientras se alejaba, Pedro volvió a sumirse en la misma duda que, a esta altura, lo erosionaba como a CM. Se sentía tan caótico como ella, sin saber cómo hacerle llegar a PN noticias que dormían en el bolsillo de su pantalón. Sintió que iba a enloquecer igual que ella. Sin embargo, no tenía forma de darle las notas a PN ni de hacerle saber a CM que no podía entregárselas. Sus nervios habían crecido en los últimos tres días y la falta de apetito lo iba debilitando; con la mente recorría cada casa que recordaba, intentando traer a la cabeza los nombres, pero nadie coincidía con las iniciales de los dos; como mucho, lograba coincidir una de las dos iniciales, cosa que dejaba a dichos destinatarios afuera de la búsqueda.
A la mañana siguiente, se sentó en un banco de la plaza, sacó la cuarta carta y la leyó.
PN, mi amor, he llegado al límite de mi paciencia. No sé nada de vos, insisto cada día con cartas inútiles, de las cuales no tengo respuesta y a ésta altura, creo que ya no las voy a tener. Es posible que nunca regreses. Estoy inclinada a creer que ya no volverás. Me duele el corazón al pensar en ello, pero debo ser sincera conmigo misma ante lo inevitable. Ojalá al menos recibas ésta última carta a modo de despedida. Voy a dejar a nuestro hijo en casa de mamá y me voy a ir. Me voy, mi amor, me voy a hacer un viaje del cual no voy a volver nunca más. Me despido con ésta carta y quiero que sepas que te amo y te extraño con demencia. Me voy a hacer ese viaje del que nadie regresa, porque ya no soporto más la vida sin vos. Te amo. CM
La mujer iba a suicidarse, y en sus manos pesaba la evidencia. Él lo sabía y no podía hacer absolutamente nada. Entró en pánico, la desesperación se apoderó de él con despotismo; toda su cabeza fue un manojo de sensaciones y sentimientos encontrados.
No podía quedarse sentado ahí, sin hacer nada, sabiendo que CM estaba a punto de suicidarse porque él no le había entregado las cartas a PN, el hombre que ella amaba.
Caminó como loco alrededor del banco donde se había sentado. Por la frente le caía la transpiración y las manos le temblaban; se sentía culpable por adelantado de la muerte de esa mujer. Pensó que si CM dejaba en su casa alguna nota, la Policía descubriría que ella había mandado cartas, entonces irían a la oficina postal, ahí lo buscarían a él y llegarían a la conclusión de que nunca las entregó. Dudaba en poder convencer a la alguien que no había tenido manera de entregarlas. El solo hecho de pensar que iban a hacerlo responsable y culparlo del suicido de CM lo terminó de enloquecer. Pero lo que más le dolía era que el hijo de CM iba a quedarse sin madre, y además, al parecer, ya se había también quedado sin padre. Los pensamientos lo atosigaban sin descanso, bombardeándolo con acusaciones de las cuales no podía ni podría defenderse.
En medio de tanta duda y tanta vorágine, recordó la carta del chico a Papá Noel, y creyó que, si lograba encontrar a CM, podía hallar una solución para el paradero antes de que se suicidara.
Regresó a la oficina postal y entró como un bólido sin control, ante la sorpresa de todos. Revolvió los cajones con correspondencia, pero no halló la carta del chico. Fue directamente al mostrador, increpó a los despachantes, hostigándolos con preguntas a los gritos, para que le dieran datos del padre de ese chico que escribía a Papá Noel. Uno, mirándolo sin comprender la intempestiva, le dijo el nombre y le dio la dirección. Se llamaba Palmiro Nuncio.
La casa de PN quedaba a tres cuadras. El cartero salió corriendo de la oficina. Corrió hasta llegar a la puerta. Golpeó con violencia. Golpeó de nuevo y volvió a golpear, entre jadeos de cansancio y agotamiento, pero más por la desesperación. Un hombre abrió la puerta. Y al ver su imagen, la de un hombre vestido con uniforme del correo convertido en una miseria humana, lo miró de arriba abajo. Pedro le dijo que tenía que entregarle las cartas de su esposa, que no había comprendido a tiempo y que quizá fuera tarde, que debía detenerla antes de que se suicidara, que debía apurarse. El hombre lo atajó en sus brazos, cuando Pedro se cayó sin fuerzas.
Cuando recobró el conocimiento, Palmiro se hallaba delante de él, y a su lado, Candela Martino, su esposa. Pedro la miró dudando, le preguntó el nombre; y ella se lo dijo. Él, seguro de que había logrado salvarla, comenzó a reír. Rio, rio, y estalló en carcajadas. Con temor, Candela miró a Palmiro. El hombre supo que había tomado la decisión correcta.
Cuando los médicos se llevaron a Pedro con un chaleco de fuerza, les pidieron a Palmiro y a Candela que por favor avisaran de lo ocurrido a la oficina postal. Esa misma mañana, mientras Pedro estaba siendo internado, la pareja contó lo sucedido. La mujer que los recibió, Karina Montes, los escuchó con atención. Después, cuando la pareja se fue, Karina hizo una llamada por un teléfono confidencial, que usaba para comunicarse sólo con una persona. Y contó lo ocurrido. Patricio Normando, que se hallaba supuestamente de viaje, mientras escuchaba lo que su amante le contaba, se sintió estremecer. Se levantó de la cama de la casa de ella, se vistió como pudo y corrió a su casa.
Cuando llegó, la encontró en el estado de abandono que la había visto Pedro tres días antes. Vio una imagen reflejaba en el vidrio del ventanal del comedor; eso, un instante antes del disparo. Patricio cayó al suelo con una bala en su espalda. Cristina Mendía, su esposa, se acercó, lo dio vuelta con el pie, lo miró con odio y le disparó dos veces más, ahora en el pecho.
Mamá por favor cuidá de Patricito
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