Hiedras - Luis Mendoza

El amor filial convertido en odio y llevado hasta las últimas consecuencias, en este texto del escritor Luis Mendoza
Hiedras - Luis Mendoza   - Narrativa - Cuentos - Lecturas - Leer en cuarentena - Convocatoria trenINSOMNE 2020 -

Se me enredan las hiedras en los pies, suben por mis tobillos, por mis rodillas, por los muslos, se me meten adentro de la bombacha y suben hasta mi espalda. Primero tímidas, luego aceleradas. Tengo trece años y estoy viendo a mi mamá morirse.

Se derrumba sobre el café con leche que acaba de preparar, entierra la cara en la mesa y ahí tiembla, hace temblar toda la casa. Yo sé que se está muriendo, que la estoy matando, pero las hiedras no me dejan mover, me tienen agarrada para que no me arrepienta de lo que hice.

Sin embargo, le agarraría el pelo y le daría tantas cachetadas que le hinchen la cara al instante, pero con que se trague la lengua me basta. No hay vuelta atrás.

Me mira a mi y a mis hiedras y sus ojos hablan un lenguaje que ya no entiendo, que nunca entendí, pero ahora menos. Intenta hablar por primera vez, antes de golpear. Pide auxilio y dice mi nombre con la voz entrecortada, ahogada y temblorosa.

Siento que alguien corre la cortina y nos mira con dos, cuatro, ocho ojos. No hago nada. Nos miran mientras no hago nada y mamá se está muriendo desplomada sobre la mesa. Por suerte es solo el viento que corre las cortinas para dejar entrar el sol, me doy cuenta enseguida.

Nuestro gato maúlla de hambre y se refriega entre mis piernas. Lo espanto. Nunca quise a este gato. Por las piernas de mi mamá chorrea un líquido y forma un charco que luego desparrama con sus pies, bien amarillo. Se hizo pis y yo correría a limpiar si ella estuviese bien, entera, pero siento una libertad tal que podría dejar ese charco de pis ahí, debajo de la mesa, sin limpiarlo por semanas, hasta que se seque.

No me importa. Se ve que el gato, además de hambre también tiene sed porque traslada su cuerpo manchado hasta abajo, hasta la sombra de la mesa y con su lengua sorbe un poco de la orina de mi mamá.

Se me ocurre una idea. Acaricio las hojas de las hiedras, que ya me han llegado al cuello y les prometo que no la voy a salvar, para que me dejen mover. Una vez me lo permiten corro a su cuarto a revisar todo, mientras ella, ahora, escupe espuma sobre el mantel. Recuerdo que vi esa misma espuma encima de las ranas de la zanja, después me enteré que eran sus huevos, donde crece la manzanilla que alguna vez corte para regalarle y que ella rechazó. No me vengas con porquerías, dijo.

En su cuarto reviso la mesa de luz, aunque no hay demasiado. Monedas, billetes, pequeños frascos de cosas que no conozco, un paquete de cigarrillos. Saco uno y me lo llevo a la boca, simulo que lo enciendo y lo fumo. Me río y lo tiro por ahí. Hay también un libro (el mismo de siempre) y una agenda del año pasado. La luz entra a raudales por la ventana y me quema la espalda. Todos los chicos se apuran para no llegar tarde al colegio. Yo ni siquiera me acordé del colegio.

Pienso en lo que haré este día y los que le sigan, acá sola. Mis días de libertad.

Vuelvo a la cocina y la veo con el pelo revuelto, mal cortado y mal teñido sobre la cara, pegoteado de vómito. El charco se desparramó aún más y los trozos de desayuno que salieron de su boca se deslizan por el mantel engomado camino al suelo. Por el desnivel que tiene el piso surgieron venas compuestas por todos esos líquidos mezclados (imagino que habrá lágrimas también) que llegan hasta la heladera y el marco de la puerta. Las piso sin darme cuenta. El aire huele agrio y la cocina parece más chica que antes. Toda la casa en realidad.

Cuanto tarda en morirse, pienso. Es eterno todo esto. Las paredes de la casa y el techo de chapa son tan delgados y endebles que temo que el viento que se levantó se la lleve y me descubran.

Podría salir a la calle, sacarme antes las zapatillas, ponerme la remera al revés y mojarme el pelo, fingir el llanto, la turbación y gritar: mi mamá se está muriendo. La gente entraría de inmediato y el tiempo se aceleraría. Y yo no quiero que la salven, quiero que se muera.

El veneno que le di le atrofia el cuerpo. Yace sentada, con medio cuerpo sobre la mesa en una posición imposible, retorcida. Le veo el corpiño asomando por la blusa, debajo las tetas como montañas derretidas, las piernas llenas de moretones y marcas.

Las hojas y tallos enredados me han llegado al pelo y ahora me lo atan. Una colita bien alta sobre mi nuca y una corona sobre mis sienes. En el último suspiro que da, que es más parecido a un relincho, tengo la esperanza de escuchar mi nombre, pero creo que soy yo la que lo dice para adentro, para no olvidármelo.

El suyo no lo voy a repetir nunca más.



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