La obra - Javier Santos

La búsqueda, la fantasía, lo sobrenatural arremolinado en un atelier, en este texto de Javier Santos
La obra - Javier Santos  - Narrativa - Cuentos - Lecturas - Leer en cuarentena - Convocatoria trenINSOMNE 2020 -

Cristina Bauer había nacido para ser artista plástica. De su infancia poco ha de saberse; o mejor dicho, pocos conocemos en realidad. Pero para esta historia bastará que el lector sepa algo acera de sus últimos años, de su lucha por la libertad y, por sobre todas las cosas, de su esfuerzo por reivindicar el arte como trasformador del mundo y de la vida.

En sus comienzos había trabajado mucho sobre el cuerpo; era retratista, una exquisita pintora de la expresión humana. Los paisajes naturales los sentía tan arbitrarios, aún más caprichosos que lo que en un lienzo podría plasmar. Por eso, ella había dedicado gran parte de su vida a los rostros y a los cuerpos, de los que sí podía intuir un componente de orden, de mesura, de paz. Incluso cuando las expresiones fueran terribles, sentía una lógica interior netamente admisible a la vida de los hombres.

Todo hombre, toda mujer, busca. Ella también era una buscadora. Sentía que el tiempo y el lugar estaban para ofrecerle un sentido. Cuando entendió lo que quería realmente, ya estaba entrando en su madurez, como artista y como persona.

Propuso para sí lograr dar al mundo un arte perfecto, revolucionario. Si un paisaje no le decía lo que ella sentía que debería decirle, pues entonces hacer que en su lienzo se expresara el sentido del paisaje.

Con el transcurso de los años, Cristina Bauer fue haciendo eclosión y percibiendo su tarea, su finalidad. Ya sabía para qué estaba y qué era lo que había que hacer.

Tenía como obsesión principal “hacer cuadros reales” o “que el arte reemplazara por completo lo cotidiano; que la belleza de la creación artística acentuara y embebiera al mundo en un símil capaz de elevársele o trocarlo definitivamente”. Ese sería su sueño, su osadía, su pulsión, su vida entera.

Jamás estaba del todo conforme con su trabajo, las obras siempre eran corregidas y retocadas, tanto así que para ella no había una sola pintura sólida y concluida. Sus cuadros debían ser no solo fieles, no solo reales, sino más bien metafísicos, que fueran hasta la esencia de las cosas para transformarlas y conducirlas, a través de su mano, a un vínculo muy estrecho donde la vida fuera arte y el arte, la vida. ¿No es esta la razón más noble de todo arte?

Ella no era un genio; nunca se consideraba de ese modo. Sabía que todo trabajo era un trabajo, que las musas que inspiraban a los poetas y a los artistas traían consigo el yugo del sacrificio, de encontrarse rendida al fin del día, con las manos sucias y la espada dolorida

Esos cuadros reales serían, no simplemente un calco del mundo, sino que deberían ser el mundo mismo, ser la vida, Ser, simplemente ser. Para eso no hacía falta mirar por la ventana un paisaje, o tomar una manzana y retratarla; había que recurrir sin premura a la propia imaginación, al propio cuerpo del artista y a esa espiritual forma de concebir y parir la obra.

El trazo empezó una noche en plena madrugada. Desde su hombro, desde tal vez más allá de su mente, quizá –¿cómo decirlo ahora? – desde atrás de su propia alma.

Las cosas no vienen de arriba ni desde el centro; son quizá tan conscientes e inconscientes al mismo instante, son tal vez venidas desde un pequeño dios que gobierna en nosotros. Sí. Somos nosotros, pero también algo más.

Así es como la pintura fue haciéndose camino en la tela, con un primer trazo de color, con toda una intencionalidad que ella no podía describir con palabras. Pero… ¿para qué palabras? La obra sería la expresión por excelencia, la búsqueda con la mano de esa cosa incapaz de hablarse ni pensarse, quizá tampoco sentirse.

No retrataba nada concreto. Tampoco podía decirse que iba siendo una abstracción ni alegoría de alguna idea. Se nos ocurre decir que emanaba en cada color el sentido profundo que la vida o el amor dispensan sin pensamiento, palabras, actos u omisiones.

Era la primera vez que sí consideraba su obra como un ir caminando hacia el horizonte buscado, hacia ese norte pleno donde de a poco conseguiría paz.

Toda la noche estuvo en vela, absorbida por los trazos de distintos colores y grises.

Cuando el alba penetró por la ventana del taller, un golpe de luz fue acaso a picar su pintura con el rasgo de la perfección. Se pintó ella misma en el cuadro para consolidar lo que de otra manera no podría ser fiel a su voluntad,

Ella estaba allí. Ese era su mundo. Ya no de carne y hueso, aunque sí hubiera huesos. Ya no delante del arte, sino con el arte mismo, como protagonista de un mundo nuevo. Sí, el yugo del sacrificio, la inmolación a causa del arte. Ella era su obra y la obra era ella. La unión hipostática había sido dada. Ya no importaba el precio porque el valor lo era todo.

Cuando los hombres buscaron el cuerpo no lo hallaron más que en la pintura.



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