Monólogo de un mártir incomprendido - Pablo Martínez Burkett

Memorias y lamentos de un testigo de los últimos años de la humanidad, en este cuento del escritor Pablo Martínez Burkett
Monólogo de un martir incomprendido - Pablo Martínez Burkett   - Narrativa - Cuentos - Lecturas - Leer en cuarentena - Convocatoria trenINSOMNE 2020 -

Si me hubiera sido otorgado el comercio de la palabra hoy diría que me duele el Yemen. Con suerte algún recuadro menor en los diarios recuerda la mayor crisis humanitaria del orbe. ¿Recuadro? ¡Qué anticuado! Según tengo entendido ya casi no hay diarios impresos. Claro, para preservar el planeta. En menos de dos frases ya me nombré dos veces: orbe y planeta. Y los humanos me nombran tanto más. ¡Hipócritas! Se enjuagan la boca en mi nombre. Hay días en que los odio y añoro las épocas de un génesis bullicioso, pero sin personas. Contar los días por millones. ¿O eran años por millones? Mi memoria ya no es la misma. Quizás debería prestarle más atención a esta puntada dolorosa a la altura de la isla de basura del Pacífico, ese séptimo continente que ya tiene mayor superficie que España. Pero no hay caso. En el fondo soy un sentimental y me lacera más lo que le pasa a la humanidad que a mí mismo.

No sé para qué me hago todos estos problemas. Como si alguien me fuera a escuchar. No se escuchan entre ellos, me van a escuchar a mí. ¡Fariseos! Se hacen gárgaras con palabras como humanismo, ecosistema, revolución, igualdad. Nunca fueron más desiguales. Y ya se preparan para estragar otros cuerpos celestes como yo.

Bueno, como yo, lo que se dice como yo… Tengo que hacer una confesión. Yo también soy un hipócrita. Me creo igual, pero no. Y bien desigual que soy. Si no lo advirtieron, soy un simple globo terráqueo. Técnicamente no soy más que un modelo tridimensional a escala. Pero a mi me gusta presumir de que soy igualito a ya saben quién. Gea, esa. Si tengo todo. Soy tan especial que hasta incluyo relieve para mostrar las montañas y demás accidentes geográficos. Lo único que no tengo es la variación de clima. Es cierto, tampoco me muevo, salvo cuando algún desaprensivo empieza a hacerme girar como un trompo ¡Qué mareo! Alguna vez los oí burlarse de que si mi relieve fuera a escala real, las montañas llegarían hasta el cielo. Su habitual suficiencia, los detesto. Si ellos mienten todo el tiempo ¿por qué yo no? Además, un centímetro de mi superficie significa cuatrocientos kilómetros de planeta. ¿Quién tiene semejante poder de síntesis? Y si mi relieve no fuera exagerado serían incapaces de notarlo. Como no reparan en que se están extinguiendo.

Y lo sé porque medidos en años humanos hace mucho que ando por acá. No sé, quinientos tal vez. Parece nada, pero créanme que en mi rubro es muchísimo. Si tengo países que ya no existen, nombres que se han perdido, fronteras que ya no son. Una limpieza étnica por aquí, una anexión por allá, una secesión que nadie vio venir y ya te declaran obsoleto. O pieza de museo. Al principio me llenó de orgullo que me compararan con el Erdapfel, la manzana de la Tierra, esa creación de un alemán cuyo nombre nunca logro retener. El primer globo terráqueo que se conserva. En realidad, no quiero alardear, pero yo soy mejor. Claro que sí, soy uno de los primeros en representar al nuevo continente: América, la quimera que movía a la esperanza. ¿Cómo se hace para suspirar si no se tiene con qué? Siempre escuché más los gritos de dolor que los brindis.

De mi confección no podría precisar demasiado. Bueno, sí. No sé para qué me hago el interesante. Con todos esos aparatos y rayos que me auscultaron sentí una desnudez inaudita. Soy una esfera de madera sobre la que se pegaron gajos de papel que se estrechan hacia los polos. Un trabajo exquisito. Una delicadeza. Todo parejito. No conozco el nombre de mi hacedor. Pero le estoy agradecido por su esmero. Y la sutileza del trazo, todo a mano. Lo que más me gusta son los dibujos de los monstruos marinos: Jörmundgander, el Kraken, Leviatán. Ya sé que no existen. Pero yo igual sigo creyendo que son posibles. A veces juego a que les hablo. O lo que sea. Y sé que en su silencio me contestan. Qué distinto a los infames globos de termoplástico que vomita la modernidad. Y no quiero ni mencionar a esa herejía de los globos interactivos. Hablan. ¡Hablan! Unos títeres son. Eso son. Repiten como loros. ¡Nadie se da cuenta! ¿Hasta dónde va a llegar la impostura? Así que no me vengan con que hablan. Sabrán disculpar esta sulfuración, pero no me llevo muy bien con la modernidad.

Mirándolo así, quizás no haya sido tan mal negocio terminar aquí, en una vitrina de este pomposo museo. Pero me engaño otra vez. No es bueno. Todos me admiran, pero nadie me consulta. Me va a salir una jorobita de mantener este ángulo de inclinación de 23,5° con respecto al plano horizontal. Eso sí que sería divertido. Una joroba acá y para sorpresa de todos ¡bang! un volcán ignoto brota en medio del océano Pacífico, allá. Ya me lo estoy imaginando. Mientras los adoradores de Cthulhu se persignan invocando a sus dioses malditos, blasfematorios, abominables y sacrílegos, los científicos multiplicarían las hipótesis y las encendidas refutaciones con sus nego autem nequaquam. ¡Perfidos! Ningún apocalipsis de geometría no euclidiana. Fui yo. Producto de su olvido.

Ahora que salí para el lado del latín. Una vez vino a verme una persona principal. Una eminencia por lo que decían. Trajo una lupa gigante. Parecía satisfecho. Cada tanto repetía, levantando el dedo índice: Signun est enin res, praeter speciem quam ingerit sensibus, aliud aliquid ex se faciens in cogitationen venire. Los genuflexos que estaban a su alrededor ponían cara de “qué interesante” pero no entendían nada. Cuando me dieron vida, la gente culta, la gente, hablaba en latín. Entiendo bastante. Les hubiera gritado: “Obtusos, el profesor está recitando a San Agustín. Está diciendo que un signo es algo que, además de la impresión que hace en los sentidos, suscita en la mente alguna otra cosa”. No saben nada. Estaba hablando de mí. Yo soy un signo, yo soy lo que impresiona en los sentidos, la vera representación de lo que no está. Hasta el advenimiento de la astronáutica nadie había visto a mi arquetipo. Hasta entonces era sólo cosa de ángeles. O de mis congéneres y yo.

No debería decirlo por mi obligado ecumenismo, pero en tren de imaginar, me gusta conjeturar que hay ángeles y que le rinden culto agradable a Dios cantándole en latín. Claro, el Dios de los cristianos. Será porque me crearon de este lado del mundo. Qué buen chiste. En rigor de verdad, no sé si existe algún dios. Pero de tener que elegir, me quedo con la idea de que el latín es el lenguaje con el que Dios dialoga con sus criaturas.

Las criaturas. ¡Qué capítulo ese! No tuve hijos. Sería largo de explicar. Pero incurrí en algo parecido. Le había tomado mucho afecto. Y lamenté su pérdida. En una época, los humanos eran muy aficionados a fumar. Un muy feo hábito. Pero tan rico. El caso es por años estuve en la biblioteca de una mansión cerca de Londres. ¡En ese tiempo cómo me consultaban! Fue mi período de mayor esplendor. Siempre había un invitado, recién llegado de geografías extrañas, que se valía de mí para sufragar sus hazañas. Todo era de maravillar. Fue por entonces que alguien, no sé quién, le regaló al joven amo un globo terráqueo de metal que se abría por el medio y se convertía en cenicero. La más de las veces estaba en una mesita a mi vera. Me encariñé con la tontería. Traté de transmitirle la hidalguía, la serena apostura de los de nuestro linaje. Para ellos era poco menos que una mascota utilitaria. Pero para mí era como un hijo. Estuvimos juntos más de ciento cincuenta años. Poco antes de que me donaran al museo, un sirviente de manos temblorosas dejó caer a mi pupilo y el Polo Sur se rajó de lado a lado. Supuestamente lo llevaron para repararlo, pero nunca más lo volví a ver. Todavía me duele su ausencia.

Ya me puse triste. Miro para afuera. Están por abrir. Atolondrados vaya a saber por qué urgencia, van a pasar delante de mí como si no existiera. O con la nariz en sus teléfonos. El vidrio me devuelve el reflejo de paralelos y meridianos. Es una convención de los humanos, pero son de esas cosas que uno sabe que siempre estuvieron ahí, desde antes de mi confección. Antes de que seleccionaran las tiras de papel. Antes de que trazaran su gloriosa circunferencia. Tanto antes, aún, de que alguien las imaginara en su tablero de diseño. Siempre han estado ahí con su simétrica composición de ajedrez celestial.

Con renovado placer me detengo a recorrer una por una estas rayas que me dan catadura de tigre unigénito. Primero los paralelos, más tarde, los meridianos. Me pierdo en la multiplicación, el orden, en ese armonioso ritmo. Me dejo atrapar por los matices, una vacilación en el trazo, la incisiva singularidad de cada circunvalación. Descubro que nos gusta ignorar todos estos pormenores. Preferimos negar la individualidad misma. Alguna vez ya tuve este vértigo. Y alguna vez alguien escribió sobre eso. Uno que sí disfruta del comercio de la palabra. Igual no me quejo. Da lo mismo la rumia silente que el barroquismo marchito. Es más fácil representarse todo como un caldo que se espesa en lentos borbotones. Un todo indistinguible. Inseparable.

Que es como sospecho nos percibe la divinidad desde sus aburridos eones.



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