Dientes de león - María Silvia Biancardi

Una niña acompaña a su abuela en una serie de tareas que llevan a la anciana de regreso a su infancia desde un mundo que ya no reconoce
Dientes de león - María Silvia Biancardi  - Narrativa - Cuentos - Lecturas - Leer en cuarentena - Convocatoria trenINSOMNE 2020 -

La abuela se está poniendo el vestido arriba del camisón, seguro. Después va a arrastrar los pies hasta chocarse con las pantuflas que quedaron al lado de la cama. Yo abro un poquito nomás los ojos y respiro fuerte para que se crea que estoy dormida. Todos los días hacemos lo mismo. Debería contarle a mamá, pero va a querer meterla en un loquero. A mí me gusta que esté en casa.

Las pantuflas se arrastran y se alejan. Cuando escucho el golpe de la puerta del patio, me pongo la campera que dejé ayer en la silla. Es la de ir a la escuela, diría mamá si me ve, pero yo sé que no se va a levantar, todavía no entra luz por los agujeros de la persiana y el gallo recién cantó dos veces.

Me asomo afuera y me siento en el piso de la galería. La abuela está cruzando el jardincito y ya casi mete los pies en el fondo, ahí donde mamá quiere poner baldosas porque dice que es una mugre. Ahora ya no arrastra tanto las pantuflas, levanta un poquito los pies para avanzar. Seguro que no quiere que se le ensucien y que mamá la rete.

Siempre que llega al medio del terreno parece que va a hacer alguna pirueta. Se queda fija en un punto y hace un paso cortito para el costado. Después se arremanga la ropa, va doblando las rodillas bien despacio y apoya los dedos en la tierra. Lo hace tan lento que me dan ganas de empujarla, pero mamá dice que hay que tener cuidado porque las viejas se pueden quebrar la cadera. Cuando llega a agacharse, se queda un ratito quieta y se toca el pecho. Para mí que está tratando de hacer el saludo final como el que hacemos en la clase de gimnasia después de practicar la medialuna. Le voy a tener que explicar que es con las manos para arriba.

Enseguida empieza a sacar yuyos. Antes de arrancarlos los toca, se huele las manos, mueve la boca y recién ahí tironea. Ella me contó que hay que pedirles permiso, dice que está cerca el fin del mundo y la naturaleza se va a vengar. A mí no me da miedo, porque yo también le pido permiso a los yuyos antes de sacarlos.

Desde acá se ven unas flores amarillas, la abuela las acaricia y limpia todo alrededor. Yo sé que son dientes de león, crecen por todos lados y después se hace una pelusa. A mí me gusta soplarla y ver cómo salen los pedacitos.

Ahora la abuela va a intentar ir hacia el costado, donde está la pared que separa con el vecino. Siempre hace igual, arrastra las rodillas en el piso y manotea hasta tocar la pared. ¡Se ve tan graciosa! Cuando llega a agarrarse parece que la pusieran en cámara lenta. Se levanta despacio y se sacude la tierra. Ya sé de memoria lo que viene después. Va a la otra punta del fondo, a donde está el pedazo de tronco. Dicen que era un árbol y que alguien lo cortó, yo no me acuerdo, para mí siempre fue un banquito para subirme y espiar la casa de al lado. Arriba del tronco la abuela puso pastos secos y ahora, como todas las mañanas, los va a revolver. Primero se levanta el vestido y lo dobla para adelante a la altura de la cintura. Por suerte tiene el camisón abajo, si no se le vería la bombacha. Con una mano sostiene el vestido, en el medio le queda un hueco grande que parece una canasta. Con la otra revuelve los pastos y va sacando unas piedras del tamaño de pelotas de tenis. Pone las piedras en el hueco del vestido, una por una, con mucho cuidado. Seguro que ahora tiene que hacer más fuerza, porque con las piedras adentro el vestido debe estar pesado. Después las cuenta, las mira, las vuelve a poner en el pasto seco y las tapa.

Viene directo hacia donde estoy sentada, levanto la mano para saludarla pero no me mira. Tiene los ojos clavados en algo que está muy lejos. Yo creo que ve cosas que nosotros no, por eso sabe lo del fin del mundo y cuida los dientes de león.

Cuando llega a la puerta, sacude las pantuflas y se revisa las rodillas. Abre despacio y se mete. Yo espero que cierre y al rato entro también. Lo único que se escucha ahora son los pajaritos. Más tarde va a sonar la alarma del celu de mamá, a mí me da risa porque suena como un gallo, a ese sí lo escucha. La abuela ya está metida en la cama y el vestido doblado en la silla de la ropa. Hago lo mismo con mi campera. Cuando mamá se levante nos va a encontrar a las dos re dormidas.

Ahora sí entra mucha luz por la persiana y mamá está haciendo ruido en la cocina. En un rato va a decir que cómo podemos estar todavía en la cama con un día tan hermoso. Me levanto rapidísimo y me pongo la ropa que está abajo de la campera. Saludo a la abuela pero otra vez está con la mirada perdida. Cuando me ve empieza a llamar a mamá a los gritos. ¿Por qué se puso nerviosa?, pregunta mamá. Yo no le hice nada, le aclaro. ¿Qué pasa, mami? Mamá le dice mami a mi abuela. A mí no me gusta que le diga así, prefiero que le diga abuela, o Élida, como hacen los demás. La abuela le dice que yo vine a buscar el cordero que le encargué, que cómo no lo tenemos preparado. Me da risa, yo no le pedí ningún cordero. No pasa nada, me dice mamá. Menos mal que a mí me cree. A la abuela no. Le dice que no está en el campo, que hace rato ya lo vendieron, que yo soy su nieta. La abuela vuelve a mirar eso que está lejos. Mamá me dice que vaya a desayunar.

En el cole me da un poco de sueño, los chicos se ríen porque dicen que me quedé dormida y parecía una marmota. A mí no me importa, igual mañana voy a levantarme a acompañar a la abuela como todos los días. Es nuestro secreto, aunque las dos nos hacemos la que no nos vemos. Yo sé que algo hay en esas plantas y esas piedras que nos va a salvar del fin del mundo.

A la vuelta mamá me espera con la leche preparada. La abuela tiene una servilleta puesta en el cuello, parece un babero. Siempre que come se enchastra toda. Mamá dijo que estaba harta de limpiar tanta ropa, así que ahora le cuelga eso y listo, que haga lo que quiera, dice. La abuela agarra la cuchara con gelatina y la absorbe con los dientes cerrados. Me gusta el ruido que hace, la imito con mi chocolatada pero mamá se enoja, ¿por qué a ella no le decís nada? La abuela me mira y me saca la lengua. Me da bronca, pero se me pasa enseguida cuando mamá dice que sale a hacer un mandado. Le pregunta a la abuela si sabe quién soy y dónde está. ¿Para qué le preguntás? Para ver si está conectada, me responde. Prefiero no insistir, aunque mucho no sé qué quiso decir con eso.

Me entusiasma tanto la idea de que mamá nos deje solas que ya no me importan sus burlas ni el cordero que me pidió a la mañana. Me voy a regar la huerta, me dice. ¿Te puedo acompañar? Con la cabeza me hace señas para que la siga. Salimos al patio y la abuela va directo al fondo. En un momento se frena y me agarra fuerte del hombro para agacharse, pero tarda un montón. Cuando veo que está estirando el brazo para agarrar una rama larga que hay en el piso me apuro y se la alcanzo. ¿Viste, abuela, qué rápido que la agarré? ¿Para qué la querés? Para regar, me dice. Llegamos a los dientes de león y la abuela les pasa la rama por encima. ¿Esta era la huerta? ¿Me estás cargando, abuela? Otra vez la mirada se le pierde y ve lo que yo no veo. Andá a ver si hay huevos, Nora, me grita. Estoy al lado tuyo, abuela, no me grites, le digo. Yo no me llamo Nora, pienso, pero eso no me animo a decírselo, debe ser que la abuela se desconectó. Allá están los huevos, dice y me señala el pasto seco que revisa todas las mañanas. Aprovechá ahora que después las gallinas no te van a dejar.

Me quedo un rato quieta, no sé si ir a revisar los huevos, avisarle que son piedras, llevarla adentro de la casa o ir a esperar a mamá para contarle lo que hacemos todas las mañanas. No llego a decidir nada y la abuela ya se puso la rama manguera al hombro. Despacito da la vuelta y empieza a arrastrar los pies hacia la casa. Elijo quedarme callada y estar atenta. La sigo de cerquita y cada tanto la llamo o le pregunto alguna cosa, pero sigue con la mirada puesta quién sabe dónde.

A la hora de cenar la abuela se enchastra toda con el puré de calabaza que le hizo mamá. Parece que no se diera cuenta dónde tiene la boca. Yo agarro un poco de puré y lo tiro al piso a propósito, pero mamá ni se da cuenta. La abuela sí, y sonríe. Nos miramos en silencio y miramos a mamá. Ahora es ella la que parece que estuviera mirando lo que nosotras no vemos.

Mamá le ayuda a la abuela a ponerse el camisón. ¿Viste que yo me cambio sola?, le digo. ¡Qué bien, qué grande estás!, me dice mamá, pero me parece que no me escuchó, está desconectada. Le pregunto si está bien y me contesta que sí, que está muy cansada nomás.

Cuando me despierto ya entra un montón de sol por los agujeros de la persiana. El vestido de la abuela sigue doblado en la silla. Me acerco a ella pero no se mueve. Afuera del cuarto hay silencio, el gallo de mamá todavía no cantó. Le doy golpecitos en el hombro a la abuela. Soy Nora, le digo, van a venir a buscar el cordero. Me siento en la cama a esperarla pero no reacciona. Afuera se escuchan los pajaritos. Agarro la campera de ir al cole y me la pongo. Salgo a sacar yuyos y revisar los huevos, no sea cosa que justo hoy llegue el fin del mundo.



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