Risa de compromiso - Natalia Brandi
Una broma tras otra que más que gracia causan pavor, el marco de una relación donde la violencia psicológica es el rasgo predominante, en este cuento de Natalia Brandi"Risa de compromiso"
Valeria se pone a juntar la caca del perro, los tacos se le entierran en el parque, la lluvia otoñal no dio respiro a la tierra. Tiene atrasado el lavado de los swéteres a mano y el cepillado de las celosías. Ya está cambiada para ir al psicólogo.
—¿Qué hacés a esta hora? —Gerardo apareció en el parque sin que ella lo escuchara.
—Llovió todo el día, Ger —Valeria sostiene la pala cargada con las manos, entre la piernas.
—Hay que sacar las hojas de la pileta.
—Mañana. Llego tarde a terapia. —Vuelca la caca adentro de un tacho y la apoya contra la pared.
—¿No ves? —Gerardo la toma del codo, y la lleva al borde, le señala el movimiento de una hoja de álamo y sigue con el dedo la del roble que navega al lado de la rama de eucalipto—. No las ves a todas, mirá mirá. Mañana es tarde, se van al fondo. Y después ¿quién pasa el barrefondo? —Le clava las uñas en el antebrazo.—El boludo reniega el domingo con la bomba.
Ella se suelta y estira el brazo, alcanza el sacahojas mientras se sacude el barro del taco, él la abraza por detrás le besa el cuello y la empuja. Valeria se cae al agua helada.
— ¡Estás loco! ¡Pelotudo!
— Es un chiste, bobita.
Cancela el turno. Envuelta en una toalla que manoteó del lavadero sube la escalera. Piensa en los escalones de pinotea. Llega al dormitorio, se quita la ropa empapada y la deja encima de la toalla. Se mete en la bañera. Después del baño de inmersión se ducha. Se seca hundiendo la cara en el perfume de lavandas del toallón limpio. Se mira en el espejo: sonríe. Se pone crema y se seca el pelo con el secador. El dormitorio está en la planta alta, desde el ventanal mira a Gerardo sentado bajo la pérgola. Con el pie barre las últimas flores secas de la glicina mientras escribe en el celular.
Valeria conoce esa mueca, el modo de apretar los labios y de sonreirse estirando apenas las comisuras. Se come las uñas, lee y vuelve a escribir. Se acuerda del día que lo pescó con Coty. Fue en su último embarazo. Él le había dicho que estaba loca, que inventaba cosas. “Esa panza te caga la mente”. Valeria lo había visto un día de casualidad, cuando había llevado a las nenas a la plaza. Se subía a un auto desconocido; le pareció que manejaba una mujer. Se preparó para prestar atención cuando el auto pasara cerca suyo, pero en ese momento su hija sacaba la sortija. Al día siguiente llegó de sorpresa al estudio y reconoció a la mujer del auto. “Coty, una pasante nueva”.
Ahora Gerardo saca las hojas de la pileta. Ella se pasa la planchita y lo mira; se acaricia el pelo deteniéndose en las puntas; hace rato que no se lo corta. Cada vez que se peleaba con algún novio su mamá le cepillaba el pelo. La noche previa a su fiesta de quince había entrado llorando a la habitación, la habían cuerneado. La madre sacó el cepillo, la hizo sentar en la punta de la cama y la empezó a peinar. Hija querida, le decía, si vos sos preciosa qué te importan las chiruzas que revolotean. Pensá: ¿a quién lleva tu novio a la casa? A vos. ¿A quién le presentó a sus padres? A vos. Lo demás no importa. Mirá cómo te brilla el pelo. Sos hermosa.
—Voy a buscar a Vicky, recién me llamó.
Valeria se sobresalta creía que Gerardo seguía en el parque. Le llama la atención que Vicky no haya pedido a ella que la buscara. Los hijos eran su territorio, como los postigos, los swéteres y los soretes del perro.
Busca la crema para suavizar los talones. De los tobillos hacia abajo, como le enseñó su mamá. Los tobillos que le ataron al estribo y a pujar. Gerardo le sostenía los hombros en cada pujo mientras se la acercaba al oído: “te cagaste. No sabés el olor que hay”. Tiempo después en una reunión de amigos del club ella contó esta anécdota. “Era una broma, boba”. Esa noche apenas le había corrido la bombacha para metérsela, no la dejó llegar al dormitorio. Su pecho contra el borde del último escalón. El blazer prendido amortiguando la fricción. Los muslos, atorados en el pantalón a medio bajar, se le incrustaron contra el frente del otro escalón; la alfombra le quemó la piel. El vaivén se aceleraba. Resbaló un par de escalones pero Gerardo se apoyó con tanta fuerza que la pelvis se adhierió a los bucles de la alfombra beige. Después él se levantó y la ayudó a girarse boca arriba.
Valeria se frota los talones, chequea las uñas: mañana se retocará el esmalte. El ladrido del rotweiller la obliga a mirar por la ventana. El perro agacha las patas traseras y mueve la cola. Se abre el portón, Vicky espera que Gerardo entre el auto. Está tentada de risa, se lleva la mano al estómago. La boca abierta y la carcajada que desde acá no se oye. Gerardo baja del auto riéndose, la tentación lo desequilibra y trastabilla con el perro. Ella lo ayuda, se abrazan tentado de risa. El perro los sigue olfatando las piernas.
Ella no se ríe de las bromas de él, no las entiende; piensa que no es la única: sus amigas tampoco se ríen de las bromas de Gerardo. La última vez que la visitaron, él riéndose les dijo que estaban tomando mate en la mugre. “Esta es una mugrienta”, dijo mientras barría debajo de las sillas donde estaban sentadas las mujeres. Una de ellas dijo que no le importaban unas pocas migas. “Vos lo decís porque vivís sola”. Después se unió a la ronda del mate; les contó que todos los que trabajan con él eran unos imbéciles, que al único que soportaba era a su chofer que hacía rica mousse de chocolate. Valeria se rió, de compromiso; sus amigas no.
Por la ventana abierta de la habitación llega un leve olor a cigarrillo mezclado con el humo de algún vecino quemando las hojas. Escucha que Gerardo habla con el perro, los granitos del alimento chocar contra el recipiente de metal y los chasquidos babeantes. Abre el cajón de la ropa interior, busca el camisón nuevo. Encuentra el test de embarazo de esta mañana. Lo mira, sonríe y guarda el positivo en el cajón. La noche anterior, mientras cogían, Gerardo le dijo que esas tetas chatas no lo excitaban, mientras las gotas de transpiración le caían de la frente impactando en su pecho. Valeria gemía entre dientes con risa de muñeca. Cuando por fin terminó ella se dio vuelta y sintió un dedo recorriendo su columna. “Nena, ¿te enojaste? Era un broma.”
Piensa en todas las bromas de Gerardo. Cierra la ventana. Saca un camisón nuevo de la bolsa. Le queda precioso, ella era hermosa, lo sabía. Se mira al espejo por encima del hombro. Recorre la redondez de sus tetas que ya se empiezan a ver turgentes. Se acaricia la panza. Se mete en la cama. ¡Qué placer las sábanas limpias! Apaga la luz y se duerme antes de que Gerardo suba.
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