Se sube al tren: Hernán Domínguez Nimo
Hoy se sube a nuestro tren el escritor Hernán Domínguez Nimo, quien nos comparte su texto "Ramada"
-¿Cuándo y por qué comenzaste a escribir?
- Empecé de muy chico. A los diez u once. Me sumergía en los mundos que leía y me di cuenta de que quería generar en otros lo que me pasaba a mí cuando leía a Poe o a Quiroga… Que después fueron Lovecraft y King… Y no mucho más tarde Bradbury y Orwell.
-¿De qué se nutre tu escritura?
- De lo que veo, de lo que leo, de lo que me pasa. No son tanto las cosas como la manera de verlas que tiene un escritor, de fagocitarlas y regurgitarlas para sus escritos, para lo que ande dando vueltas por su cabeza en esos momentos. Cuando uno está alerta, todo sirve, todo despierta algo.
-¿Tenés rituales a la hora de ponerte escribir?
-Más que nada ponerme música. Eso me aisla del exterior y me ayuda a entrar en clima. Por eso elijo la música que tenga que ver con lo que tengo entre manos.
-¿Hay algún tema que aún no te animaste a enfrentar con tu escritura?
-Seguro hay muchos y no me doy cuenta. En una época sí me daba cuenta que evitaba tocar temas autobiográficos. Escribir CF era una buena manera de lograrlo. Aunque de a poco fui filtrando cosas personales en mis personajes o las situaciones que viven.
- Te doy una bola de cristal para ver el futuro, ¿cómo te ves?
-Escribiendo jaja. Es de lo único que estoy seguro.
-Hoy ¿por qué escribís?
-Porque lo necesito y porque me gusta. Supongo que es algo que diría un drogadicto respecto a por qué hace lo que hace. Y supongo que no hay mucha diferencia.
-¿Cuál es la historia detrás del texto que publicamos?
-A veces me preguntan por qué no revisito los mundos que ya creé en algunos relatos. Esta es una de las pocas excepciones, porque de alguna manera sucede en el universo de La primera muerte es gratis, parte de mi último libro de cuentos editado. Este relato en particular se publicó en la revista Próxima y en la segunda antología de Pórtico.
"Ramada"
La señal me llevó hasta una casa vieja, perdida en un racimo de árboles secos, retorcidos, paisaje habitual —aún hoy— en la superficie de Ramada que no está completamente calcinada. A los costados de la casa, apilados contra las paredes, máquinas desarmadas sin uso posible, pedazos de hierro oxidado, rejillas, ruedas sin ejes, ejes sin ruedas, montones de chatarra acumulada por si acaso. La riqueza plena de un acumulador compulsivo: montañas de “por si acasos”. Un poco más lejos, una cabina de plástico torcida, vencida —baño químico devenido en retrete—, desafiaba la gravedad, que allí era de tres cuartos de G. Solo por eso seguía en pie.
Las ventanas, sin vidrios y tapiadas desde adentro con tablones y chapas, eran resabio de la guerra. No era difícil imaginar la punta de un fusil asomando entre las rendijas. Esperé un rato antes de acercarme. No es que una bala pudiese hacer alguna mella en mi armo funcionando al máximo, pero quería saber —es parte de mi trabajo— si los ocupantes eran amistosos. O no.
La puerta se abrió antes de que yo golpeara el marco de madera revirada. Una vieja, cara arrugada y mejillas chupadas. Una cicatriz que iba del mentón hasta el nacimiento del ojo derecho. El ojo aún estaba ahí, aunque el gris era apenas más claro que el del izquierdo. Secuela de la herida. O un injerto muy bien hecho.
—Hace mucho que no se veía un soldado en Ramada —dijo la vieja.
—Soy teniente —dije, haciendo un gesto a la insignia en mi hombro—, no soldado.
—Claro, claro… Ya olvidé como leer esos garabatos tan lindos de ustedes… —se movió apenas, sumergiéndose en las sombras del interior—. Pase teniente, pase. Mi casa está abierta para la milicia… siempre…
La risa rasposa de una broma incomprensible subrayó la última frase. Me pregunté —pregunta estúpida— si la soledad habría hecho estragos. Juro que me costó dar el primer paso para entrar. Mis ojos se acostumbraron a la penumbra así que aborté la preorden de infrarrojos permanente con un parpadeo. Adentro la casa estaba en peor estado que afuera. Un gran ambiente rectangular, una gran mesa en el centro, a la que le quedaban solo tres patas, una era distinta. El escaneo mostró que era solo eso, una pata distinta, maciza.
—Siéntese, teniente —dijo la vieja—, póngase cómodo…
Miríadas de puntos de actividad infrarroja —el equivalente ramadense de las pulgas— me hicieron desistir del sillón largo, apoyado contra una de las paredes. Acomodé una silla de madera rústica, junto a la mesa. Dos o tres orificios —aún calientes— revelaban algún tipo de parásito orgánico. Si la vieja no se ocupaba, la silla seguiría el camino de la pata ausente en la mesa. Mi vista recorrió el piso manchado y percudido, mal barrido, vacío. Llamaba la atención la ausencia de alguna mascota de compañía.
La cocina ocupaba el otro costado, la pared ennegrecida por el humo de leña —leña impregnada por la napalnita— y la grasa de las ollas, también ennegrecidas, todas deformes, que se apilaban en la mesada. Alguna que otra telaraña enlazaba cuadros y adornos diminutos de pared con la única lámpara que colgaba del techo y parpadeaba cada tanto, al ritmo de un generador eólico.
En la pared restante, opuesta a la entrada, otras dos puertas, ambas cerradas. La señal venía de la de la izquierda.
La vieja se sentó al otro lado de la mesa.
—¿Qué lo trae por acá, teniente? La guerra terminó hace ya casi dos años... —se agarró a la mesa, un gesto exagerado, como si la asustara una posibilidad—: ¿O acaso empezó otra? ¿Por la posesión del planeta con la vegetación más deforme y seca del universo?
La risa de la vieja chirriaba como una cigarra moribunda y en celo, dolía en los oídos. Hablé para callarla.
—No habrá otras guerras aquí, señora. No durante nuestras vidas al menos.
Eso no era una mentira. No había quedado en Ramada nada por lo que valiera la pena pelear. No había quedado ningún nativo que pudiera pelear. El planeta —de bosques tan exuberantes como para merecer tal nombre— estaba seco y carcomido, envenenado hasta sus entrañas. La vieja que tenía delante era una metáfora demasiado obvia de lo que había quedado.
—Lástima —dijo—. Me gustaba tenerlos a ustedes revoloteando por acá, ¿sabe teniente?
La sonrisa torcida, con varias teclas ausentes, intentaba ser seductora imagino…
—Estamos recorriendo sector por sector, donde hay colonos instalados, señora. Hacemos recuento. En la guerra se pierden cosas. Armas, bombas, minas sin detonar, todo eso termina siendo un peligro para ustedes, los civiles, cuando nosotros nos vamos. Nuestra tarea —mi tarea— es rastrillar y limpiar. Pura rutina.
No le dije que estaba más interesado en bajas no confirmadas, de los vivos y —sobre todo— de los otros. Los frankis.
—Pues acá no queda mucho para rastrillar, y demasiado para limpiar —la carcajada rebotó contra las paredes y volvió, una y otra vez, reverberaciones insoportables.
La vieja me ofreció licor, que rechacé con toda la gentileza que me fue posible. Ella se sirvió una ración generosa. No siempre tengo compañía con quien beber dijo. Aunque beba sola, la compañía ya es algo. Dos veces vació y volvió a llenarse el vaso. El escaneo me mostró un 97% de alcohol. El hígado no le iba a durar.
Podría haberme levantado para revisar las puertas sin pedir permiso —que obviamente no me iba a dar—, la autoridad militar todavía regía sobre Ramada. Pero me resultaba violento. Con el tiempo, uno aprende a sosegar el animal de guerra que se lleva adentro. A manejar el ritmo de los eventos cuando no lo marca el ruido de la metralla. Más allá de lo que ocultaba, esa mujer había sido víctima de la guerra. Uno de los colonos sobrevivientes. En algún momento tendría que ir al baño. La revisión interna de sus órganos revelaba cistitis aguda, y una vejiga con tejidos inflamados y —por eso mismo— poca capacidad.
Apenas salió, tropezando con su silla, me levanté. La puerta de la derecha escondía un armario lleno de porquerías apenas menos oxidadas e inservibles que las que rodeaban la casa. La otra estaba cerrada con llave. Abrí de una servopatada. La señal provenía de la única cama. Un bulto tapado con una sábana. Movimiento leve. Lo destapé.
Como esperaba, era un vanguardia. Las piernas habían desaparecido, una a la altura de la rodilla, otra más arriba. Los rebordes de la piel revelaban una herida de mina terrestre. Los dos brazos, uno apenas un muñón que acababa después del codo, atados con cadenas a los parantes de la cama. El torso también estaba sujeto, tres cinturones todos distintos y una soga reseca que rodeaban el cuerpo, el colchón y la cama. El ojo que sobrevivía en el rostro del franki —marcado de metralla y cicatrices de las cirugías revividoras— me miró y giró enloquecido. Por un momento pensé que se le iba a zafar de la cuenca.
—Me lo arregló Rofus, un viejo de esos que saben de todo, yo creo que fue cirujano o algo así antes de venir acá… —dijo la vieja a mi espalda. Aunque el sensor perimetral me había avisado, no había escuchado sus pasos—. Lo encontré tirado después de la última batalla, la de la colina verde —se rió, quizá por el nombre y la imagen que evocaba, tan distinta de la actual.
Asentí. Recordaba —claro que sí— la batalla. Yo había estado ahí. Ese vanguardia quizá había sido parte de mi batallón.
—Me dejaron sola, ¿sabe teniente? Después de diez años… —el tono era de explicación… No, de justificación—: Y ya estoy vieja para andar de acá para allá… Pero después de hacerle los retoques, ¡ya tenía todo lo que una mujer puede necesitar!
La carcajada desagradable me forzó a mirar eso que estaba evitando. Los frankis no necesitan miembro viril al revivirlos. Algunos dicen que, en el bombardeo artificial de drogas corporales para mantenerlos operativos y centrados en el campo de batalla, esa ausencia genera más de una incongruencia, que definitivamente no colabora en su equilibrio mental. Si es que eso existe alguna vez. Otros dicen lo contrario, que los cercenan a propósito, que así reducen la posibilidad de impulsos sexuales desatados por ese mismo bombardeo… Se dicen muchas cosas, lo único seguro es que cada cirugía se traduce en plata, ¿y quién va a invertir millones de créditos —si multiplicamos por los cientos de miles de vanguardias que reviven por mes—en ponerles algo que no van a usar?
El franki que yo veía sí tenía un miembro ahí abajo, pero era el equivocado. En el lugar en el que —en vida— había estado su pene, asomaba la mitad del antebrazo, que terminaba en una mano a la que solo le quedaban tres dedos. Alguien —ese tal Rofus— había removido el pulgar y el meñique.
—Fue idea mía, ¿sabe? Aunque a veces me arrepiento de haberle pedido que sacara el meñique.
La risa cascada despertó la mano, que se alzó y se movió, de un lado a otro, como un títere sin hilos, un truco de mago barato. Imaginé a la vieja cabalgando esa mano, fist y fuckin, todo en uno, y odié mi imaginación perversa.
—Y… una se aburre, vio… Espero que no les moleste que haya tomado prestado uno de sus muertitos para…
El disparo la silenció.
—Por atentar contra el ejército en tiempo de guerra, la sentencio a muerte y ejecuto.
Lo dije después. Nadie se iba a enterar.
Me volví al vanguardia y volví a disparar. Fue un alivio —más grande que dejar de escuchar a la vieja— cuando la mano quedó quieta. Fue lógico que me haya afectado tanto. Cuando están muertos, la perversión es la peor de las burlas para un soldado. Radié mi ubicación y me senté a esperar el transporte. Usualmente los llevaba activos, pero ya se iban a encargar de traerlo otra vez, para mandarlo al frente. Donde fuera.
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