Se sube al tren: Valentina Vidal
Hoy se sube a nuestro tren la escritora y música Valentina Vidal y nos presenta su cuento "Laura y el sol".
- ¿Cuando y por qué comenzaste escribir?
- Es un poco raro situar el momento exacto, porque de alguna manera siempre escribía algo, párrafos, cartas, diarios. Me acuerdo que cuando decidí formarme hace unos diez años, mi viejo me trajo un poema que había guardado desde mis quince. Algunos años después, una amiga me pidió un favor: tenía que escribir una historia para un trabajo práctico en la facultad y me encontré escribiendo un cuento. Sacó un nueve y a partir de ahí empecé a hacer talleres.
- ¿De que se nutre tu escritura?
- De observar y de leer mucho, muchísimo.
- ¿Tenés rituales a la hora de ponerte escribir?
- Hacerme un café, poner música y lograr que las emociones del momento se canalicen, que entren en una especie de sintonía que sirvan de materia prima para lo que quiero lograr escribir.
- ¿Hay algún tema que aún no te animaste a enfrentar con tu escritura?
- No, no tengo temor acerca de ningún tema, hay algunos que no los toco porque creo que hay otros que lo pueden hacer mucho mejor que yo.
- Te doy una bola de cristal para ver el futuro, ¿cómo te ves?
- Hace tiempo que dejé de querer tener esa maldita bola, más que nada porque el futuro, salvo imponderables, lo construye uno mismo.
- Hoy ¿por qué escribís?
- Porque no tengo otra manera mejor de sentirme viva y porque me gusta contar historias.
"Laura y el sol"
Tenés olor a sol, dice él, mientras con el dedo índice le acomoda un bretel del vestido. Ella lo agarra del cuello y se estremece. Cree que el cuello es el único lugar que guarda cierta ingenuidad, cierta ausencia de máscaras y eso le hace correr un torrente eléctrico por el cuerpo. Laura le revuelve el pelo de la nuca, lo suelta y se va hacia la cocina. Me gustan tus marcas, dice él. ¿Cuáles? pregunta Laura. Las de la malla, responde. Laura sonríe y abre la heladera. Vuelve con una cerveza fría y dos vasos empañados. Lo mira un poco, no mucho. Beben un trago largo y encienden un cigarrillo cada uno. Me gusta como fumas, dice Laura. El humo sale con formas blancas y ondulantes, pero se quedan sostenidas. Es como si estuviéramos en el espacio exterior y vos y yo saliéramos a fumar sin escafandras. Él las disipa con la mano y se mueve lento, como cuando los chicos juegan a flotar. Laura se ríe y él la mira y con su mirada bucea hasta la corteza cerebral de Laura y puede ver que en el péndulo de sus dudas, en el remolino de las preguntas y en la confusa certeza de la verdad, lleva su nombre clavado como una estaca en el paréntesis de dos nadas. A Laura se le desliza el vaso después de otro trago de cerveza. Lo atrapa antes de que se caiga. Los dedos le quedan mojados y le dibuja una cruz en la frente. Eso es con vino, dice él. ¿La suerte?, pregunta Laura. No, lo que me querés decir, te va a salir mejor con vino. Laura apaga el cigarrillo. La colilla quema otra colilla y se produce un olor insufrible. Te quiero desvestir, el resto es superponer información, dice Laura. Él recorre los huecos de su clavícula. Observa detenidamente el lunar que asoma desde el borde del escote. Se pregunta si todos los demás habrán reparado en ese lunar. Laura se sienta arriba de él. Lo besa, lo envuelve con sus piernas y él recuerda aquella vez en que casi se deja llevar por la marea arriba de un velero destartalado después de la siesta y el calor. Laura se mete por su boca, lo desarma, lo recupera y lo vuelve a desarmar. Él le agarra la cara con las manos y la acerca hasta su respiración. Ella se vuelve dócil, como si el calor le aflojara los músculos y la voluntad. Él le dice algo al oído, los dos se ríen y se caen de la silla. El impacto es suave y los deja de espaldas contra el suelo. Laura mira el cielo raso y dice que los techos de unos son los pisos de otros. ¿Y las terrazas?, pregunta él. Laura se ríe y le dice que las terrazas son la cosa más triste que pueda existir, porque todo se vuelve intocable, chiquito y lejano. Él le agarra la mano y acomoda cada uno de sus dedos por entre los de Laura, mientras miran los cables encintados en el hueco de luz de los inquilinos anteriores.