Se sube al tren: Renate Mörder

Renate Mörder

Se sube al tren la escritora, editora y abogada Renate Mörder y nos presenta su cuento inédito "Ema no juega".

- ¿Cuándo y por qué comenzaste a escribir?
- Siempre necesité inventarme historias, de chica las imaginaba con diálogos y todo, era como ver una película. Escribía canciones, poesías y hasta llevaba un diario, pero mi primer cuento lo hice recién a mis treinta, descubrir que podía plasmar una historia en un papel fue una gran alegría.
- ¿De qué se nutre tu escritura?
- De muchas cosas, de la vida, pero básicamente de lo que leo, de lo que escucho, de lo que veo, de lo que no veo y por supuesto de lo que me gustaría ver.
- ¿Tenés rituales a la hora de ponerte escribir?
- No. Huyo de rituales y rutinas, creo en la espontaneidad. Para mi cada momento de escritura es único y como las mejores cosas de la vida, no requiere de preparación alguna.
- ¿Hay algún tema que aún no te animaste a enfrentar con tu escritura?
- Nunca lo pensé, en general me animo a todo, pero me cuesta escribir ciencia ficción. Supongo que algún día me animaré.
- Te doy una bola de cristal para ver el futuro, ¿cómo te ves?
- Igual que ahora, buscando, encontrando, perdiendo, ganando y disfrutando durante el proceso.
- Hoy ¿por qué escribís?
- Porque me da la posibilidad de salirme de este mundo y colgarme en otros, de sacudirme el gris y sentirme de colores, de jugar a ser Dios. Escribo porque me gusta, porque lo necesito, porque me hace bien.

"Ema no juega"


El día del entierro, Ariadna dejó en la tumba de su hija Ema a su Barbie Rapunzel. Tardó dos semanas en tomar coraje para volver y al llegar comprobó que la muñeca ya no estaba. Dejó unas rosas en el florero situado a un costado de la fotografía de su hija y deambuló entre las pequeñas lápidas del sector infantil, buscándola. Observó con fastidio autitos y peluches, molinitos y cintas de colores que se movían con el viento. Todos los niños parecían tener sus juguetes, todos menos su hija. Recordó como Ema se desesperaba cuando alguna enfermera le quitaba la Barbie de su lado y sintió ganas de gritar. Deseó que llegara alguien para poder contarle, para poder preguntar si a sus hijos también les robaban los juguetes, pero era enero a la hora de la siesta y ella era la única viva.

Se dirigió a las oficinas, un ventilador que tiraba aire caliente la asaltó nomás abrir la puerta, en el mostrador la atendió una empleada con manchas de transpiración en el guardapolvo, Ariadna le explicó su problema. La empleada la miró con sorna y la mandó a ver al cuidador que tenía mal aliento y se acercaba demasiado al hablarle. El hombre desconocía el paradero de la muñeca, pero aprovechó la oportunidad para venderle sus servicios: vigilancia, limpieza de mármol, pulido de chapa y jardinería. Ariadna no contrató nada y maldiciendo al mundo regresó a su casa.

Volvió al día siguiente, con una muñeca nueva. Pasó frente a la casilla del cuidador que hoy no estaba solo. Miró de reojo al grupo de hombres que lo acompañaba y apuró el paso, se alejó con muchas miradas resbalando sobre su espalda y se sintió asqueada. Esa gente era capaz de cualquier cosa -pensó- hasta de robarle la muñeca a propósito para sacarle dinero.

Ariadna llegó a la morada de su hija, rezó una plegaria y amarró a la Barbie a uno de los dos floreros clavados en el mármol. La dejó sentada bajo unas margaritas, con su largo pelo atrapado entre unos hilos como si fuera una prisionera.

Para evitar al cuidador y a sus amigos salió por una puerta lateral. La acera estaba ocupada por cajas de cartón, colchones sucios y otras cosas de una gente que vivía ahí, contra el paredón del Cementerio.

Cruzó la calle y esperó el colectivo que la llevaba a su casa. Ariadna siguió con sus ojos puestos en los de la otra vereda, vio que llegaba una mujer y que unos niños la rodeaban. - Esa es la madre, seguro los manda a robar- dijo un anciano que también aguardaba el colectivo. Ariadna la envidió, era una injusticia que Ema estuviera adentro y los hijos de esa, afuera.

Desde que comentó el episodio de la muñeca, sus compañeras de trabajo intentaban convencerla de que no era bueno que fuera tan seguido a ver a Ema. Ella les decía a todo que sí para no confrontar, pero la verdad es que a veces sentía ganas de abofetearlas. ¡Qué sabían ellas de perder un hijo! Terminó la semana laboral y el sábado se encontró sola, sin nadie con quien enojarse. Salió de su casa, desayunó en un bar y después comenzó a caminar. Sin quererlo o queriéndolo, no sabía muy bien, se encontró de nuevo frente al cementerio.

Compró unos lirios, a Ema le gustaban mucho los violetas y los rosados, y se entretuvo un rato charlando con la florista sobre el clima. Entró por donde siempre y comprobó con alivio que estaba cerrada la casilla del cuidador. Al tomar el sendero que llevaba a la tumba de su hija vio a dos niños sentados encima. Tardó en entender la escena, la nena tironeaba de la Barbie y el varón con una navaja cortaba los hilos.

-¿Qué hacen ahí? -gritó- Dejen la muñeca.

Los niños primero se asustaron pero al verla sola, siguieron tironeando de la Barbie hasta arrancarla. La pequeña ladrona corrió con la muñeca y Ariadna se lanzó tras ella. La persiguió casi cien metros hasta que la niña se llevó por delante un cantero y cayó con un golpe seco. Le quitó la Barbie y se la guardó en la cartera.

- A las chicas malas les pasan cosas malas.

Se alejó, estaba molesta, enojada, apenada. Esperó en vano llantos infantiles, insultos, piedrazos, alguna cosa que justificara su propia actitud, finalmente se detuvo. Regresó, la niña permanecía en el suelo, la pierna raquítica raspada, la cara sucia húmeda de lágrimas.

Ariadna buscó en su billetera y le alcanzó unas monedas. La niña las tomó y se las guardó en un bolsillo. Después, con una sonrisa triste y un tono lastimero le dijo:

- Sea buena doña, deme la muñeca.

Sacó la Barbie de la cartera, la sostuvo un instante y después se la dio. Se marchó deprisa, total Ema ya no juega, pensó.


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