Se sube al tren: Miguel Sardegna

Miguel Sardegna

Hoy se sube a nuestro tren el escritor, abogado y docente Miguel Sardegna y nos presenta su cuento "Viaje a Japón"

- ¿Cuando y por qué comenzaste escribir?

- Siempre me gustó leer. Desde muy chico. Supongo que ahí empezó todo. Leía y anhelaba escribir mis propias historias. Me acuerdo que llegaban las vacaciones y con mi hermano aprovechábamos cada día para leer. No, no cada día: cada noche, en realidad. Como todos los chicos, sabíamos de la magia de las noches. Bien tarde, cuando por fin mamá y papá apagaban la tele, cuando todos dormían en casa, cerrábamos la puerta de nuestro cuarto y prendíamos la luz. Poníamos una frazada bajo la puerta para que no nos delatara la claridad que se colaba hendijas afuera, y leíamos. Me acuerdo que nos escondíamos para ir a la cocina y tomar soda, procurando que nadie descubriera nuestras vigilias, ese capricho tan heroico de robarle horas a la noche. Eran veladas que terminaban demasiado tarde, o demasiado temprano: recién al amanecer deponíamos nuestra actitud. La mañana, siempre la mañana carga con la culpa. Tras cinco o seis horas, dejábamos de leer por pudor, nunca por hastío. A veces extraño esas noches.

- ¿De que se nutre tu escritura?

- De los libros y la vida. Creo que fue Bolaño el que dijo que su experiencia libresca forma parte de su autobiografía, como si los libros que leyó y las cosas que le pasaron fueran la misma cosa. Me gusta esa idea. Hojas que caen sobre otras hojas, que acaba de publicar Editorial Conejos, está formado por cuentos que tienen una ilación temática: todos tienen algún componente japonés. Y es lógico: estudio japonés, viajé dos veces a Japón, di clases de Literatura Japonesa en la Facultad de Sociales de la UBA hace algunos años. Era inevitable que el entusiasmo por Japón tiñera mi propia literatura. Me gusta pensar que mi libro se inscribe, de algún modo, en la tradición de Cuentos orientales, de Marguerite Yourcenar, aunque con una variante fundamental: si la Francia de Yourcenar está silenciada allá, acá Buenos Aires está deliberadamente presente. Lo que quiero decir es que es un libro de cuentos japoneses, pero Japón es una excusa para hablar de lo que nos pasa acá. Vida y literatura, como dije. Pérez-Reverte tiene una sentencia hermosa sobre esto, aportando un matiz nuevo a las palabras de Bolaño. Dice Pérez-Reverte que no hacemos otra cosa que reescribir los libros que amamos a la luz de la vida que nos toca vivir. Yo amé Una novela de ajedrez, de Stefan Zweig. Un libro que me recomendó papá. Es lógico que haya escrito, muchos años después, Una novela de go. En la novelita del ajedrez, el campeón del mundo de ajedrez viaja a bordo de un transatlántico que hace escala en Buenos Aires (¡en Buenos Aires, nada menos!). La novela narra el duelo de este campeón con un desconocido que también realiza ese viaje de placer. Más adelante nos enteramos que fue prisionero de los nazis, que lo mantuvieron encerrado entre cuatro paredes vacías, sin ocupación alguna con que distraer sus horas. Jugaban con su cabeza, buscaban quebrarlo. Pero un día este buen hombre descubre un libro de ajedrez, y sus horas cobran sentido. En mi novela de go, el campo de concentración de la S.S. devino en una oficina ministerial, y el carcelero en… bueno, creo que se entiende el enroque. Tuve la suerte de que papá llegó a leer ese cuento, aunque no lo vio publicado.

- ¿Tenés rituales a la hora de ponerte escribir?

- Estoy en busca de nuevos rituales. Fui padre hace poco, y eso vino a trastocar por completo mi vida. Me viene a la cabeza otro recuerdo de chico, que algo tiene que ver con esto de conquistar nuevos espacios. Veraneábamos en Mar del Plata, como casi todos los años, y esa era otra hermosa posibilidad para la lectura. Arena, sol y libros: en Mar del Plata empecé a leer novelas de grande. Y con un condimento: siempre había un plazo para terminarlas. Mi hermana Verónica leía a una velocidad increíble, que yo envidiaba. Recuerdo que en esos tiempos, en Buenos Aires, solía encerrarse en el cuarto de mis padres, en la cama grande, y no se levantaba hasta terminar de leer Mujercitas, Ocho primos o alguna otra novela de Luisa May Alcott. Debe de haber leído la colección completa de Robin Hood, la de las tapas amarillas. En casa teníamos una sospecha, que nunca le confió nadie, hasta ahora: Vero, no es posible leer tan rápido. ¡Confesá! ¿No es cierto que salteabas párrafos, páginas, capítulos enteros? El caso es que en Mar del Plata nos gustaba cambiar las novelas que terminábamos. Ibamos a la Galería Moreno y por unas monedas –literalmente por algunas monedas– cambiábamos la novela que acabábamos de leer los dos por otra de la misma colección. Yo no podía rezagarme en la lectura porque la dejaba a Verónica sin nada para leer. Así, tenía que descubrir nuevos momentos para leer, instantes en los que ella no lo hiciera –cuando ella miraba la tele, jugaba a algún juego de mesa, dormía, desayunaba–, de otro modo nunca podría alcanzarla. Por aquella época debemos de haber leído juntos todas las novelas de Agatha Christie editadas por El Molino, esa colección con el dibujito de un búho en la portada. Quizás eso debería intentar. No pensar que necesito horas enteras para escribir, sino que alcanza con robarle minutos al café con leche de la mañana o al almuerzo en la oficina, a ese ratito que viene después de la mamadera de las tres de la mañana, cuando Luciano ya duerme y a mí todavía me cuesta.

- ¿Hay algún tema que aún no te animaste a enfrentar con tu escritura?

- No, de ningún modo. La escritura es un espacio de libertad por antonomasia. Claro que hay temas que no me interesa abordar, como les sucede a todos.

- Te doy una bola de cristal para ver el futuro, ¿cómo te ves?

- No me imagino muy diferente. Me imagino escribiendo. Escribiendo y leyendo. Hay un cuento de un tal Max Beerbohm que me produjo un impacto enorme cuando lo leí por primera vez. Se titula “Enoch Soames”, está en la Antología de Literatura Fantástica de Silvina, Bioy y Borges. En ese cuento, Enoch Soames, que es escritor, vende su alma a cambio de saber si va a seguir siendo leído en el futuro. Una bola de cristal un tanto cara, o quizás no, no sé. No les cuento el final. Si no lo leyeron, vayan a buscarlo.

- Hoy ¿por qué escribís?

- La respuesta automática es una respuesta romántica: escribo porque no puedo no hacerlo. Creo que está bien esa idea, aun si fuese falsa. Necesitamos un poco de romanticismo en la vida. Escribo para conjurar la nadería de la oficina. Escribo para no morir antes de tiempo. Escribo porque creo que escribir es una de las formas de la felicidad.


"Viaje a Japón"

—¿Razones para ir a Japón? —me preguntó Mariana apenas entré en casa.

Ni siquiera levantó la vista, seguía sentada sobre sus propios talones, con el piyama, aunque no había llegado a acostarse por culpa de los papelitos. Lo recuerdo bien, parecía una nena con un juguete nuevo. ¿Cuánto tiempo llevaba en esa posición incómoda, plegando papelitos de colores?

Papel glacé metalizado, papel afiche, papel de regalo con diseños kitsch: el piso de parqué era un collage multicolor.

Hizo un bollo con el papel que tenía en las manos y comenzó a rasgarlo en tiras.

—¿Ves? —me dijo—. En Japón no pasa esto. Allá nunca se satura el papel—. Seguía desgarrándolo, con movimientos enérgicos—. Ellos tienen un papel especial, con fibras elásticas. Es mucho más resistente que el nuestro, permite infinidad de pliegues, infinitos detalles.

Dejó a un costado esas tiras inútiles que ya nunca alcanzarían su forma oriental, pensó en una nueva presa: desparramó algunos papeles con el brazo. Debajo de grullas imperfectas, figuras amorfas y rollos de papel arrugados, encontró el lápiz negro y la regla.

—Además —continuó—, allá el papel ya viene del tamaño que corresponde.

Sentí que consideraba inadecuado realizar mediciones y cortar el papel, como si hubiese algo de profanación en sus actos, como si hiciera trampa.

—¿Razones para ir a Japón? —repitió, y después, la sentencia—. Comprar papel de origami.

—Desde luego —dije, aún sin comprender la seriedad del asunto—. Claro, Japón.

—Ainokura —me dijo—. En Ainokura hay una fábrica de papel del año 1300. Conservan la técnica del primer maestro, sin ninguna variación.

También esa noche me fui a dormir solo, mientras ella insistía con los papelitos. Desparramado sobre la cama grande, soñé, soñé con Ainokura y su fábrica legendaria. Soñé agua por todas partes, el alimento primordial del papel, arrastré los pies por el laberinto de charcos y encontré un rincón de cascadas saturando una rejilla pequeña. El vapor lo cubría todo con una bruma difusa, y me mareaba, me embotaba los sentidos. Monstruos de pulpa de celulosa entrando por esa rejilla mínima y asomando por la bacha de mi cocina, debajo de esa canilla vieja que gotea desde el día que nos mudamos.

A la mañana siguiente le prometí a Mariana que le conseguiría su papel, pensando que pronto se olvidaría y dejaría de trasnochar. Con suerte quizás también volvieran las mañanas compartidas, con tostadas y café, la camisa con olor a lavanda, las tardes de feliz rutina.

Me creyó, pero en vez de distraerla excité su interés: me habló de la exquisita fragilidad del papel de seda, de cómo se suele usar asociado, en dos o tres capas; del papel vegetal, que realza bordes y siluetas; del papel metalizado; de la cartulina de dos caras.

El envío llegó en unas semanas —en una caja color madera—, derechito desde la tierra del sol naciente, gentileza de e-bay y de Internet.

—¿Qué hacés ahora? —le pregunté.

—Un dragón.

—¿Un dragón?

—Sí, un dragón.

Apoyó la figura sobre la mesita ratona.

—Eso no es un dragón —me burlé. O intenté burlarme, en realidad. Esta vez no se trataba de alas sin simetría o patitas desaparejas, como me había acostumbrado a ver en las últimas semanas. Me acerqué para apreciarlo mejor y descubrí escamas palpitantes, una cola larga y filosa, fauces. ¡Hasta zarpas! La figura tenía unas horribles zarpas.

—¿Que no? —me dijo—. ¿Que no es un dragón?

Y su dragón de papel se consumió en una bocanada de fuego.

Aún guardo la corbata chamuscada. Es un recordatorio que dice: “Miguel, no vuelvas a burlarte de Ainokura”. Yo sé que el papel japonés es peligroso, el Japón entero es peligroso.

En cambio, a Mariana parece no importarle la última amenaza del dragón y perfecciona su origami, pliegue tras pliegue, minuciosa, indiferente.

Aunque ella siga insistiendo con viajar, yo sé que tenemos buenas razones para no ir a Japón.


"Viaje a Japón" pertenece al libro "Hojas que caen sobre otras hojas" (Editorial Conejos/2017)