Se sube al tren: Mariana Travacio
Hoy se sube a nuestro tren la escritora Mariana Travacio y nos presenta su cuento "Arena negra".
- ¿Cuándo y por qué comenzaste a escribir?
- Empecé a escribir en Brasil. Ahí vivíamos. La familia lejos, los amigos también. Así que supongo que empecé a escribir de la mano del cartero. Me acuerdo que lo esperaba, a la hora exacta, asomada a la ventana. Eran tiempos de sin internet. Y de sin teléfono. Lo veía venir y bajaba, rauda, a esperarlo, en la planta baja. Y él abría el morral y yo tenía la sensación de que se le vaciaba el morral, en esa escala. Nos dejaba tantas cartas. Y mamá nos había entrenado en eso de sentarnos al escritorio, todas las tardes, a abrir cada sobre, con el cortapapeles, y a leer cada texto, y a contestarlo. Supongo que esa fue mi primera narrativa: desde esas letras que iban y venían, llevando besos y abrazos, desde ese morral. Y es como todo: se instala el hábito: la lectoescritura. Después tomó la forma del ensayo, del escrito técnico, del artículo: eran tiempos de escritura académica: supongo que todavía no me animaba a la ficción. Eso llegó más tarde: cuando me atreví a darle nombre a lo que me interpelaba.
- ¿De qué se nutre tu escritura?
- De las lecturas. Sin dudas. En eso estoy con Barthes: creo que hay una relación nupcial, de procreación, entre lectura y escritura. No concibo la escritura sin lectura.
- ¿Tenés rituales a la hora de ponerte escribir?
- Depende. Cuando la pulsión de escritura sobreviene, puedo escribir en cualquier parte: sobre papelitos de estacionamiento, en los semáforos en rojo, en medio de un cumpleaños. Es la escritura intempestiva, que dicta, que pulsa por salir: esa escritura no sabe de rituales. Por fuera de esos momentos, tengo cierta rutina: escribo de noche, en mi estudio. Normalmente, con una copa de vino. A veces, con un café. Y me dejo estar, ahí, hasta tarde. Quizás, en ese ámbito, el único ritual sea el silencio. Sin voces y sin música. Aunque últimamente me encuentro murmurando, mientras escribo. Me estaré volviendo loca. Pero detecté eso, no hace mucho: que ando pronunciando lo que escribo. Es decir que ya no escribo en silencio. En fin. El horror mismo.
- ¿Hay algún tema que aún no te animaste a enfrentar con tu escritura?
- Supongo que miles. Bolaño recomendaba no escribir los cuentos de uno en uno porque “usted corre el riesgo de escribir el mismo cuento hasta el día de su muerte”. Y yo creo que es así, en efecto. Que escribimos la misma cosa, una y mil veces, -con distintas voces, en distintos formatos, tal vez-, pero no salimos de las cuatro paredes que nos conforman. Algo de esto también decía la querida Duras: lo que no se deja responder en un texto, habilita el siguiente.
- Te doy una bola de cristal para ver el futuro, ¿cómo te ves?
- Bajo tierra, con suerte.
- Hoy ¿por qué escribís?
- No tengo la menor idea. Desde enero no hago otra cosa que escribir fragmentos. Pensé que eran cuentos inconclusos: que no los podía terminar. Pero hace poco releí esa parva de fragmentos y me di cuenta de que eran autoconclusivos. No podía seguirlos porque no tenía nada más que decir. Es una escritura rara, en mí. Pero ahora que los leí en conjunto, parecen estar conectados. Ya veré adónde me llevan.
- ¿Cuál es la historia detrás del texto que publicamos?
- Llegué a casa, una noche; pasé por el escritorio que está a la entrada: había un televisor encendido. No miro televisión, ni cine, hace muchos años, pero algo me detuvo, esa noche, frente a la pantalla. Fue un instante. Alcancé a ver dos secuencias. Me pareció que era un documental, sobre pingüinos. Y algo me interpeló. Así que subí a mi estudio y escribí este texto.
"Arena negra"
Un desierto de arena negra, gruesa, oscura, una playa llena de pingüinos, o no tan llena, en realidad, quizás apenas llena de pingüinos, porque todavía no son tantos, la temporada apenas empieza y por ahora, estas costas, vistas un poco desde arriba, parecen un abandono de tierra. Vistas desde arriba, se ven tristes: una superficie irregular de arena negra con unos especímenes grises, como hombres adoloridos, hombres que caminan con dificultad, hombres viejos, gastados, trémulos, que caminan con los brazos acongojados, con los brazos anudados, mirando hacia el agua, como si se tratase de una puerta cerrada, un horizonte que es más de clausura que de estreno, un paisaje de despedida, o de ya sin regreso, unos ojos que se clavan en esa nada y miran añorantes, resignados, y a ratos se dan vuelta, y miran las rocas que los rodean, y se dan cuenta de que les toca eso, ese terruño, ese pedazo de arena negra, y que ahí se las van a tener que arreglar, porque es eso, y nada más. Entonces sus cuerpos deambulan un poco menos y daría la sensación de que sus brazos descansan un poco más y, en ese momento, vistos desde arriba, parecen una foto: una marea estática de manchas grises que ya no gimen, no reclaman, no añoran. Caminan menos, se dejan estar. Eso dura un rato, porque al cabo viene una ola de agua densa, salada, helada, que deposita una nueva ráfaga de especímenes sobre la arena. Más especímenes grises sobre la arena negra, y todo recomienza. Vistos desde arriba, son nuevos ojos que miran las rocas que los rodean, recorren el territorio con pasitos adoloridos, dificultosos, ignorantes, y agitan sus brazos cortos, mojados, anudados, y después se dan vuelta, y miran las aguas agitadas, ajenas, de otros. Ola tras ola la arena negra se va llenando. Se va llenando de pequeños hombres ateridos, que deambulan, silenciosos, expectantes, temblorosos, nostálgicos, rendidos. Vistos desde arriba, recuerdan un rostro ajado, repleto de arrugas, como de papel de calcar, tan delicado que da miedo acariciarlo, con ajaduras tan profundas y tan parejas que parecen un fondo de tierra en relieve que sólo admite la irregular orografía de unos ojos asustados, mustios, fundamentalmente incrédulos, unos ojos que miran el agua como pidiéndole que vuelva a buscarlos, que todavía tienen fuerzas, que no los dejen entre esas rocas, en un terruño tan estrecho. Ahora sí la arena negra está llena de pingüinos, atiborrada de especímenes grises, repleta de hombres temblorosos que exploran inocentes ese terruño, y que al rato deambulan un poco menos, y que al final descansan en paz.