Se sube al tren: María Staudenmann
Se sube al tren la escritora María Staudenmann y nos presenta su cuento "La cicatriz".
- ¿Cuándo y por qué comenzaste a escribir?
- Comencé a escribir desde muy chica, diría que a los siete u ocho años. Es un tema que llevé al consultorio de mi analista más de una vez. Eran poemitas inocentes y floridos, como puede esperarse de una nena de esa edad. Pero no hace mucho me di cuenta de que había alguna intención escapista ahí, una necesidad de darle cuerpo, desde el papel, a una realidad alternativa, distinta a la que regía algunas circunstancias de mi infancia, que si bien no llegaban a ser dramáticas, sí me entristecían o atemorizaban o llenaban de ansiedad. En el papel podía vivir como me daba la gana.
- ¿De qué se nutre tu escritura?
- Reconozco, y creo que es falta de oficio, que se nutre de mi vida o de la gente que me rodea o del pulso social de la época en la que vivo. En una entrevista, Borges le dijo a Miguel Briante que creía que su mejor cuento era La intrusa, porque “casi no contiene ninguna confesión”. Si hago un escaneo rápido, a vuelo de pájaro, de lo que llevo escrito, creo que todo, o casi todo, se basa en confesiones, algunas inconfesables.
- ¿Tenés rituales a la hora de ponerte escribir?
- Sí, el atado de cigarrillos al lado. Fuera de eso, no tengo rituales. Prefiero escribir primero a mano, pero también lo hago directamente en la computadora o hasta en el celular. Puedo escribir de mañana, de tarde o de noche, cuando sea que vayan cayendo las palabras y se anuden solas; y eso siempre resulta milagroso. Eso sí, jamás escucho música cuando escribo, necesito no escuchar nada más que la historia y los personajes. Si se trata de poesía, el silencio se hace todavía más necesario, porque hay una música interna que escuchar.
- ¿Hay algún tema que aún no te animaste a enfrentar con tu escritura?
- Tuve que pensar bastante esta respuesta, y concluí en que sí, en que hay uno o dos temas que todavía no enfrenté por completo a la hora de escribir, pero sí esbocé o sembré. Cuando termine de hacerme cargo de ellos íntimamente, podré darles nombre, podré hacerlos palabra, podré escribirlos.
- Te doy una bola de cristal para ver el futuro, ¿cómo te ves?
- Cuando le leí esta pregunta a una amiga, incurrí en un acto fallido terrible: le dije: “si me dan una bola de cristal para verme dentro de veinte años… no voy a estar viva”… ¿Y en qué parte de la pregunta se habla de veinte años en el futuro? La verdad es que, cuando ella me subrayó el error, volví a pensar que en realidad (y esto no es ninguna novedad para mí) no me veo en este mundo mucho más de veinte años adelante. Así que sólo puedo responder de aquí a veinte años, y lo cierto es que mi bola de cristal vino con defectos de fábrica; no tengo ni idea de lo que me espera. Sólo sé lo que voy a seguir eligiendo, que es: el amor en todas sus formas, la risa descontrolada, la generosidad, el llanto que libera, el movimiento interno, la conciencia.
- Hoy ¿por qué escribís?
- Porque necesito poner afuera, porque quiero que alguien me lea, porque a lo escrito no se lo lleva el viento, porque escribo mejor de lo que hablo.
"La cicatriz"
(Del diario de Carlos E. Fernández.)
Viernes 17 de mayo de 2013
Anoche fui a leer a un bar en Caseros, bien en la loma del orto, hasta el GPS tenía ganas de putearme. Me había invitado Tocacceli (la de Letrínseca) hace como tres meses, y casi se me pasa. Estuve cerca de inventar una excusa para zafar, estos eventos de mierda me tienen las bolas llenas. Ya sé que lo dije mil veces. Repletos de imbéciles en el mejor de los casos, de hijos de puta en el peor, de los dos en el común. Pero hay que estar, como dicen todos, y es cierto. Ojalá no lo fuese. En un tiempo no lo era, en un tiempo que no viví y que ojalá hubiese vivido. La verdad es que no sé por qué me siguen invitando. Pero me invitan. Cada vez más me invitan. Será por eso de que somos hijos del rigor, siguiendo el clásico argumento facho.
Es que los detesto. Había un pelotudo que me costó un huevo acordarme el nombre, Madeiro, con ese apellido se quiere hacer el heredero de Amado. Desesperado por impresionar a Tocacceli, pobrecito, todavía no se enteró de que por mucha maquetación glamorosa y por mucha presentación en Recoleta, te terminan sacando más del 70% de lo que logran venderles a los pocos que siguen leyendo y no entiendo por qué ésos no se quedan con los ingleses y los rusos, así este negocio de mierda se depuraría, pero es como el famoso dragado del Riachuelo.
Había una mina también, una mina grande, cuarentona con pánico a los cincuenta. En cuanto me dijeron el nombre se me vino a la cabeza El ánfora y la luna, y sí, era ella. Habiendo escrito esa novela, no tendría que haber estado ahí, pero para el caso yo tampoco. Me di cuenta enseguida de que está tan harta como yo. Los dos estábamos ahí para lo mismo, nada más que para estar, no dejarse perder en el rebaño de escritores de mediocres un poquito para arriba, eso es lo que somos algunos hoy, los menos, claro, si casi nadie sabe dónde carajo van las haches. Parecía de lo mejorcito del bar la veterana, medio petisita, medio gastadita pero tetona y con un brillo gaucho en los ojos, que bajaba cada vez que la miraba. Y eso, que en otras minas me fastidia tanto, en ella me gustó, porque se nota que está de vuelta y que yo la haya abrumado no pudo más que halagarme la chota, sí, soy un idiota.
La mina leyó un cuentito subido de tono, provocador, honesto, pero se quedó un poco en el polvo de las emociones cuando tenía que ir más al estrato. Me gustó hasta ahí; pudo hacerlo mejor, seguro, lo hizo en la novela. Pero más allá de eso, de lo que escribe se desprende que tiene un complejo con lo sexual, y eso me intriga. Parece haberse pasado a medio mundo y sin embargo hay algo en el sexo que la sigue dejando perpleja. Estaba vestida toda recatada, como una escritora seria, y eso me la bajó; que quisiese hacerse la seria, que quisiese jugar el juego con tanto esmero, me la bajó. Pero por ahí la tipa es seria nomás. Por ahí no se quiere hacer nada. Me parece, pensándolo ahora, que plantó bandera blanca. Que en algún momento de su juventud (supongo) se le instaló la idea de que el sexo es y debe ser el cénit de la vida, que se pasó su juventud tratando de ratificarla, pero que no pudo: o le tocaron inútiles de esos que abundan (probable), o se los eligió ella (más probable todavía). Como sea, se nota que se la cogieron mal, y eso es lo que la tiene como asombrada; no puede creer que lo que le tocó es todo lo que hay. Se rindió, lo acepta, pero no puede creerlo. Sí, lo que la tiene perpleja es no poder creer en la mala calidad, lo que la tiene abandonada es empezar a aceptarlo.
Un buen punto de partida para un personaje. Voy a pensarlo bien.
En un momento nos cruzamos en la puerta del baño, ella salía y yo entraba. Me dijo algo haciéndose la pícara, pero estaba medio picada y no creo en la solidez de las intenciones borrachas. Igual, por una fracción de segundo pensé en írmele con todo, ahí, en el baño mismo, por curiosidad. Pero hubiera sido al pedo, no tenía tantas ganas y no me pareció que valiera la pena; no deja de ser una mina como todas, o peor, más vieja, más vueltera, más tetra-brik.
Después de eso no volvimos a hablar. Se habrá quedado una hora más y se fue. En ese tiempo estuvo lo más alejada de mí que pudo. Me puse a mirarla a propósito, tenía ganas de molestarla, de meterle en la cabeza algo que no la dejara dormir bien. En un momento ya no estaba. Quizás la subestimé.
No me quedé mucho más, me fui un poco antes de medianoche. No había nadie en la calle. La noche estaba linda y fui caminando para el auto despacio. Alguien venía atrás mío, un tipo grandote, de barba, que había salido del bar justo después. No le di importancia; a lo lejos aullaba una sirena de bomberos y me quedé agarrado de ese eco que siempre me da idea de dimensión, de distancia, y sobre todo, de cuántas vidas son vividas al mismo tiempo que la mía.
De golpe sentí un dedo pesado en el hombro. Era el tipo. No alcancé a girar que me dijo eh, pibe. Me di vuelta sobresaltado y me encontré con unos ojos buenos en medio de una cara contraída; tuve la sensación inmediata de que estaba haciendo un esfuerzo por endurecerse, algo que no se le daba de manera natural. Fue al grano enseguida. ¿De dónde conocés a Lucía?, me preguntó, y no supe de quién me hablaba, todavía estaba sorprendido, tratando de caer en situación y de calibrar al tipo. ¿Quién?, le dije. Lucía, Lucía Campos, la escritora con la que estuviste hablando hoy temprano, me dijo. Ahí me di cuenta. La veterana. Un ex novio, un ex marido, un ex amante. No lo había visto adentro, ni solo ni con ella. Pobre tipo, se había mimetizado con las paredes. Pero en ese momento lo tenía enfrente, y hacerse el desentendido, estirarla con frases como con quién tengo el gusto, hubiese sido peligroso. El tipo estaba entre caliente y triste, más lo segundo que lo primero, y la tristeza es la que suele dar el primer golpe. Así que no daba faltarle el respeto. Le contesté ah, sí, pero no la conozco, un colega nos presentó hoy. Lo dije con calma, pero con el cuerpo tenso y la mirada atornillada a la del tipo, para que no pensase que lo estaba despreciando.
Se me quedó mirando unos segundos, calculo que estaba decidiendo si creía que le había dicho la verdad o no. Esperé. Estábamos justo abajo del toldo abierto de un negocio. En eso el tipo movió una mano hacia mí. Fue un movimiento resorte, casi como un espasmo. En un acto reflejo (porque esa mano, creí, estaba a punto de convertirse en puño) me tiré para el costado y me di la cara contra el filo del caño que colgaba del toldo, justo arriba del ojo, en la ceja. El medio segundo que el dolor tarda en llegar a la conciencia me alcanzó para darme cuenta de que el tipo no quería pegarme. Me miraba con los ojos buenos muy abiertos y la mano extendida.
Entonces las cosas se aceleraron. Trastabillé un poco, la nuca se me aflojó; me llevé una mano a la ceja y vi las baldosas y los mocasines del tipo a través de un velo rojo finito. Me pasé la mano por el ojo para despejar la vista y me miré la mano llena de sangre. Flor de corte. El tipo me estaba agarrando de los hombros, sus ojos buenos ahora trataban de mantener a raya la preocupación y el miedo. Se había olvidado de su intención de presentarse. Mientras me ayudaba a sentarme en el escaloncito del local me preguntó si estaba bien dos veces seguidas. Fue un golpazo de comedia taquillera, de esos que noquean, pero la presencia del tipo me obligaba a no ceder al mareo. Me dio un Kleenex y me lo apreté contra el corte; en seguida me tuvo que dar otro, y después un pañuelo, por suerte limpio. Mientras tanto decía cosas: recuerdo corte feo, manejar, aviso a alguien, guardia, la gotita (sí, la gotita). Le dije a todo que sí y que no según el caso, y cuando me sentí medianamente bien me paré, le dije gracias, le di la mano y seguí para el auto. El tipo me siguió unos metros, me preguntó si quería que me acompañase al auto y me pidió disculpas. Lo dejé atrás. No se me ocurrió devolverle el pañuelo.
Me costó bastante llegar a casa, manejé prácticamente todo el camino con una sola mano. Cuando llegué me lavé y me puse una gasa con cinta, ninguna guardia ni gotita ni esas mariconadas. Me miré al espejo: la ceja hinchada abajo de la gasa, el ojo inyectado en sangre, la palidez verdosa del mareo. Una cicatriz de por vida. No suelo recordar mujeres, pero en ese momento supe que de ahí en adelante, cada vez que me mire al espejo, me voy a acordar de Campos, la malcogida.
(*) Nota de la autora: “La cicatriz” forma parte de una serie de cuentos que funcionan como precuela de "Lo que me hizo Fernández", novela en proceso.
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