Se sube al tren: María Laura Pérez Gras

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Se sube al tren la escritora, Doctora en Letras e Investigadora del CONICET María Laura Pérez Gras y nos presenta su cuento "Laberintos"

- ¿Cuándo y por qué comenzaste a escribir?

- Empecé a los ocho años jugando a ser escritora con una novelita que se titulaba Tres amigas. En la adolescencia se volvió algo más serio. Y entró en mi vida la poesía. Creo que simplemente sucedió, era una necesidad. Desde esa edad supe que escribiría.

- ¿De qué se nutre tu escritura?

- Se nutre de mis miedos y preocupaciones, de las experiencias que me rodean y las propias, de mis lecturas y de lo que la gente me cuenta. Tengo una especie de atracción por la confidencia ajena. Voy a terminar como el personaje de Woody Allen en Los secretos de Harry. De hecho, mi novela El único refugio (Corregidor/2019) se inspira en una experiencia real, vivida por mi hermano en los EE.UU., pero también en la historia de vida de Antonio Gramsci. La novela contiene muchas historias de vidas reales y otras de la fantasía, y en este cruce está la magia de la ficción.

- ¿Tenés rituales a la hora de ponerte escribir?

- De día, todo lo que necesito es un mate eterno y mis hijos jugando alrededor. De noche, a veces la noche entera, saber que todos duermen calentitos. Escribo al compás de las respiraciones de mis dos hijos, mi marido y el perro.

- ¿Hay algún tema que aún no te animaste a enfrentar con tu escritura?

- No es que no me haya animado… recién cumplí 42 años y creo que tengo mucha escritura por delante. O eso espero. La escritura es mi espacio de libertad absoluta. Es justamente donde me animaría a todo.

- Te doy una bola de cristal para ver el futuro, ¿cómo te ves?

- Escribiendo mucho más que ahora. En estos años reparto mi tiempo entre la investigación, la docencia y la maternidad, además de la escritura creativa. Pero intuyo que en algún punto del futuro todo eso irá mutando naturalmente en algo que requiera menos de mí y podré dedicar más tiempo a la ficción.

- Hoy ¿por qué escribís?

- Porque siempre fue parte de mí, de mi identidad, de mi manera de sentirme viva.

- ¿Cuál es la historia detrás del texto que publicamos?

Es un texto inédito de una etapa de experimentación, un juego de la fantasía y un pastiche. Forma parte de lo que propongo en mis talleres de lectura y escritura: el ejercicio de descubrir la propia imaginación a partir de la imaginación de los otros.


"Laberintos"

They are alive and well somewhere
the smallest sprout shows there is really no death, […]
All goes onward and outward, nothing collapses,
and to die is different from what any one supposed,
and luckier.
Walt Whitman: "Song of Myself"

La candente mañana de 1938 en que mi padre murió, después de una imperiosa ceguera, me encontraba traduciendo un relato de Franz Kafka en la biblioteca municipal Miguel Cané.

El edificio parece un museo: grande, de tres pisos, sin techo visible, con un corredor al frente y otro más chico detrás, con una torre cilíndrica. Tiene un hall con bibliotecas inagotables y deficientes, cuyas paredes son de mármol rosa y sostienen cuatro cálices de alabastro. Los libros mejoran un poco esta decoración. Una puerta da al corredor; otra al salón redondo; otra ínfima, tapada por un biombo, a la escalera caracol.

El piso del salón redondo es un acuario. Con el fondo iluminado y las columnas de laca negra que lo rodean, en ese cuarto uno se imagina caminando mágicamente sobre un estanque, en medio de un bosque. Por dos aberturas da al hall y a una sala chicha, verde, con un piano, un fonógrafo y un biombo de espejos, que tiene veinte hojas o más. Sobre el piso del salón redondo, en el centro del acuario, hay un escudo de madera con caracteres griegos en el que aún se distinguen el nombre y el vetusto rostro de Heráclito, que tanto me recuerda a mi padre.

La mañana de su muerte, descendí al subsuelo de la biblioteca en busca de un diccionario alemán. Bajé con rapidez. El sótano, apenas más ancho que la escalera, tenía mucho de pozo. Cerré los ojos, los abrí. Entonces descubrí una puerta secreta, una escalera, un segundo sótano. Entré en una cámara poliédrica. Di un paso: por arcadas de piedra, en ocho direcciones, vi repetirse como en espejos, ocho veces, la misma cámara. Sentí pasos en un eco indefinido: alguien que me estaba siguiendo; o quizás alguien había llegado allí antes que yo; o se trataba, simplemente, de los lectores que recorrían el piso superior de la biblioteca.

Pasé de una cámara a otra. Súbitamente comprendí mi peligro: quizás no lograría salir nunca de aquel laberinto de muros y espejos. Oí el jadeo de una respiración exaltada y lo seguí. De pronto noté, ciego por un terror ancestral, que los espejos devolvían la imagen de mi cuerpo, pero sin rostro.

Y entonces lo vi, de espalda, apoyado sobre la palanca de unos motores verdes que proyectaban imágenes en el espacio. No se volvió para mirarme pero, inexplicablemente, supe que tenía mi rostro. Su ropa estaba mojada y deshecha, como si la naturaleza lo hubiese estado acechando durante semanas. No hablamos. No había nada que pudiéramos decirnos con palabras. Los escritores conocemos el insondable límite del lenguaje humano.

Me acerqué para ver qué era aquello que absorbía la mirada de mi amigo. Y allí, en un único punto, vi el infinito. La eternidad en un diminuto espacio, simultáneo e inefable.

Vimos a Shakespeare y a Cervantes en el mismo lecho de muerte. Mi amigo se vio envuelto en un sueño de héroes y yo me vi perdido entre seres grises e inmortales. Vimos a Homero y a Virgilio incendiando Troya. También distinguí a mi amigo, en los bajos de una isla inundada; y me vi a mí mismo, en el sótano de la casa de Beatriz Viterbo.

Vimos, además, a Chaucer y a Boccaccio, entre peregrinos y enfermos que cuentan historias del pueblo. También, vimos a Poe y a Hoffmann, encerrados en criptas enmohecidas, fumando opio. Escuchamos, entonces, a muchas bocas desconocidas, recitando maravillosos versos inéditos. Y vimos a Walt Whitman, quien, a su vez, se miraba en un espejo que reflejaba miles de rostros entre hojas de hierba.

Vimos a Oscar Wilde y a Sócrates en bucólicos jardines rodeados de aprendices jóvenes y hermosos. Vimos a Eduarda Mansilla y Sara Gallardo en elegantes mansiones francesas extrañando la inhóspita pampa argentina. Vimos a Marechal y a Joyce caminado por las veredas enfrentadas de una calle, en una ciudad que no sé bien si era Dublín o Buenos Aires.

Y, entonces, nos vimos a nosotros mismos, en la casa de mi amigo. Y vimos a Silvina, que entraba en la habitación con una bandeja humeante de café.

Nos encontramos, súbitamente, transportados a ese espacio de Buenos Aires, en el que mi amigo y yo nos entreteníamos, después de la cena, entrelazando su novela más leída y mi cuento más nombrado; a los veinte años de la muerte de mi padre, cuya ceguera ya había venido a buscarme de la muerte y me confinaba a estos laberintos de fantasía.


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