Se sube al tren: Marcelo Filzmoser

Marcelo Filzmoser

Se sube al tren el escritor Marcelo Filzmoser y nos presenta su cuento "La frontera".

- ¿Cuándo y por qué comenzaste a escribir?
- A los 16 o 17 años. Porque quería, como sigo queriendo, que me quieran. ¿Quién? Esa ya es una respuesta más compleja. Podríamos decir la mayor cantidad de gente posible, o la cantidad necesaria de gente como para convencerme a mí de que vale la pena quererme.
- ¿De qué se nutre tu escritura?
- De lo complejo y multifacético que es un ser humano. Las relaciones, los sentimientos, las distintas formas de transitar un mismo acontecer, las mil personas que es una sola persona.
- ¿Tenés rituales a la hora de ponerte escribir?
- Tuve muchos. Bebida, cigarrillos, comida, lugares, horarios. Hoy escribo acostado en mi cama, con una notebook sobre las piernas, los ratos que gano a las trompadas, peleándole a las obligaciones y al cansancio.
- ¿Hay algún tema que aún no te animaste a enfrentar con tu escritura?
- Sí, creo que queda uno. Cuando me anime te cuento. Hasta entonces mi analista seguro podría darte un adelanto.
- Te doy una bola de cristal para ver el futuro, ¿cómo te ves?
- Viejo pero vivo. Vale aclarar que no le llamo estar vivo a cumplir con las funciones biológicas tradicionales. Tampoco a seguir el reglamento socio económico que dicta el Big Brother. Tiene que ver con el amor, las pasiones, los miedos. Las ganas de levantarse.
- Hoy ¿por qué escribís?
- Para llegar vivo a viejo.

"La frontera"


Caminaba tranquilo por las calles de polvo que lo regresaban al rancho. Le gustaba ese momento del día donde nadie le daba órdenes. Avanzaba despreocupado, parando cada vez que le llamaba la atención algún pájaro o descubría un yuyo nuevo subiendo por la tierra partida.

El camino solía estar vacío de gente. Quince horas atrás, antes que despuntara el alba, había salido para los olivares de Chiclana donde siempre lo esperaba la cosecha. La vuelta, ya lo sabía, se le hacía corta.

Aunque lo soportaba con mansedumbre, sentía un profundo odio hacia su trabajo. Ese olor denso del que se sabía impregnado y la sensación hasta en sueños de la cesta aceitosa sobre el lomo. Quizás por eso, buscando una especie de revancha en la soledad del camino, enderezaba mucho la espalda bajo los últimos reflejos del sol.

Todos decían que Chiclana pagaba mejor que otros pero Ramón lo mismo pasaba hambre. Ni siquiera la caña y las putas, que aparecían siempre los días de pago, lograban aliviarlo como cuando era joven. La caña se le había hecho costumbre y con las mujeres le pasaba que prefería conocerlas. Invitarlas a pasear, reírse, tomar un mate. Con las putas terminaba más solo que antes de acostarse.

A lo largo de su vida había conocido varias mujeres y se había juntado con tres. A la primera se la llevó una enfermedad de esas que atacaban a los animales en el verano. Aquel año se había ensañado con la gente también. Muchos paisanos murieron. A veces, mientras llevaba la carga bajo el rayo del sol, se acordaba de la cara tensa de aquella mujer que temblando de fiebre le sonrió con los ojos. Dos caramelos brillantes que se secaron de golpe y él los tuvo que cerrar.

La segunda lo abandonó al cabo de poco más de dos años. Se fue con un mocito que estaba de paso. Había ido para comerciar, le dijeron que decía cuando se presentaba. Dejó de nombrarla y nadie volvió a hablar del tema. A los pocos meses conoció a la Zuli. La gente del lugar, los que los vieron juntos, dicen todavía que con ella fue feliz, que de haber tenido tiempo hubiesen llegado los hijos y la historia hubiese sido otra. No lo tuvieron. La historia que finalmente fue dice que la Zuli salió un día para el monte, como había salido tantas otras veces, y no se la volvió a ver. La buscaron por todos lados. Hasta la gente de Chiclana salió a caballo durante tres días llevando los sabuesos. Pasaron las primeras horas que se hicieron días y más tarde semanas. Al cabo del mes y medio se dejó de buscar. Los funcionarios asentaron la desaparición como tal en los libros del registro civil y con este cierre se le dio paso a un sentimiento frío que se instaló en los pobladores durante mucho tiempo. A Ramón la tristeza le quedó para siempre.

Una curandera le dijo que esas desgracias las traía un daño. Una mujer despechada. Recordó a su prima Juana con quien se habían prometido de chicos. Al poco tiempo los padres de ella decidieron dejar el pueblo y se la llevaron. Nunca la volvió a ver. Ni siquiera tenía idea de dónde podía estar. Chupó el mate sentado en la cocina, mirando fijo hacia afuera por la puerta abierta. No, lo más probable era que ni siquiera se acordara de él. Sacó la pava de la garrafa y el azul de la hornalla se desparramó por el rancho. Ya había penado suficiente, se dijo.

Un tiempo después vino el cambio de gobierno. En el pueblo todo seguía igual salvo que los cobros ya no se recibían en fecha y empezaron a aparecer unos cupones que sólo servían en el almacén de Chiclana.

Al año siguiente la cosecha fue más grande pero la plata alcanzó menos. Fueron los más jóvenes los que empezaron a hablar de irse. Contaban historias difíciles de creer sobre como vivía la gente del otro lado. Se decía que pagaban hasta diez veces más que Chiclana por trabajos menores, como limpiar casas o atender restaurantes. Ramón los escuchaba sin opinar. Desconfiaba de los que alterados por la bebida se imaginaban viviendo en una ciudad extranjera, con piso de material en sus casas y ómnibus para ir hasta alguna estación de servicio a trabajar.

Sin embargo, hubo también una tarde en la que Ramón se desvió de su camino. Sentado sobre una piedra miró por un rato la arena que se perdía en el horizonte. Atrás caía el sol tiñendo de violeta las pocas nubes que andaban por el cielo. Mucho más cerca había dos árboles escuálidos que parecían ramas clavadas en el piso. Estaban inclinados por el viento y a pocos metros uno de otro. Hizo el gesto de enderezar la espalda que ya estaba erguida y trató de imaginar una vida sin olor a aceituna, sin el sol cayéndole a plomo, sin el canasto pringoso.

Silenciosa empezó la fuga de los más audaces. Cada temporada eran menos los que se habían quedado y Chiclana ordenó turnos más largos para poder cumplir con los contratos. Los que vivían más lejos prefirieron dormir en los galpones del patrón. Ramón siguió yendo y volviendo.

Con el aumento del trabajo la idea de cruzar el desierto se hizo más fuerte, sobre todo después de las cartas que llegaban con dinero extranjero para ayudar a los que se habían quedado. Los patrones calcularon que si las cosas seguían así les faltaría gente para las próximas cosechas y al poco tiempo aparecieron los militares caminando por la frontera.

Sólo después de la segunda fuga grande, cuando se fueron decenas de hombres, empezó a oírse aquí y allá alguna versión donde se hablaba de muertos y deportados. Aparecieron también historias de bandas de ladrones que saqueaban a los emigrantes en el medio del desierto.

Para cruzar era necesario pagar varios miles en moneda extranjera a un tal Madeira, una especie de administrador de aduanas que facilitaba las cosas una vez que se llegaba al límite fronterizo. Ramón escuchó la historia de boca de uno que se había tenido que volver. Le contó que él y otro compañero avanzaban a pie durante la noche cuando aparecieron tres hombres armados y a caballo. El que iba con él sacó una navaja. Los hombres se rieron, uno se acercó y sin desmontar le pateó la mano desarmándolo al instante. Un gordo que estaba más atrás disparó varias veces al aire mientras los otros les sacaban todo lo que tenían. Antes de que se fueran su compañero les pidió que lo maten pero los ladrones desaparecieron sin prestarle atención. Ramón vio la cara vacía de quien contaba la historia y le sirvió otro vaso de caña. Después de tragar siguió hablando. Parecía ser que el que había pedido que lo maten prefirió quedarse en el desierto. Con una mueca desencajada, tirado en la arena, buscaba desesperado la navaja. El otro se había vuelto solo y según dijo, sin saber si llegaría al pueblo o si pasaría derecho pa´linfierno. A Ramón, la imagen que se había hecho de aquellos hombres a la deriva, uno alejándose con paso lento y el otro tirado sobre la arena, iluminados apenas por los primeros reflejos del alba, le resultó conocida aunque no entendía por qué. Recién después de un par de días recordó los árboles que había visto cuando se alejó del camino.

De todas maneras el éxodo siguió. Inclusive empezó a llegar gente de otros lugares, que con la excusa de levantar la cosecha buscaban la manera de salir por el desierto. Esto duró poco. El pueblo se militarizó y las requisas nocturnas se hicieron cotidianas. Los guardias buscaban mapas, vestimenta, cualquier pista que delatara los preparativos para la huída. Pronto fueron tantos los detenidos que la cárcel del lugar estuvo llena. Chiclana con otros dueños de campos se ofrecieron a hospedar a los reclusos, siempre y cuando estuvieran dispuestos a levantar la cosecha. Así apareció la guardia armada que controlaba a los presos cada día mientras hacían su trabajo. Si bien Ramón nunca había infringido la ley, con el tiempo se vio obligado a trabajar bajo vigilancia junto a los presos.

Un día se presentó ante Chiclana con la queja de verse relegado a esas condiciones después de tantos años. La queja era justa, pensó el patrón, y lo acomodó con los empleados fieles, como él les decía, que se encargaban de contar los kilos y controlar las partidas. Sin que Ramón lo hubiera previsto, ya que él calculaba que todavía quedaban cosechadores libres junto a los que sería reacomodado, se le aumentó el sueldo y se le entregó la ropa que usaban los encargados. Por fin descansaría su espalda. Era probable que sin la cesta los dolores que lo atormentaban desde hacía meses empezaran a aliviarse.

Con los años se volvió uno de los hombres de confianza de Chiclana. Pasó a encargarse de repartir los sueldos, del mantenimiento de los vehículos y de los mandados personales que el patrón le confiaba. Por eso cuando el médico prescribió la operación de columna como única forma de terminar con los dolores, que en lugar de desaparecer habían aumentado, Chiclana estuvo de acuerdo en adelantarle la suma que fuera necesaria. Ramón dudó. El doctor cobraba en moneda extranjera y él no tenía idea de cuánto tiempo estaría para devolver ese dinero.

No te preocupés. Te dije que te lo voy a descontar de a poco y así va a ser. Chiclana es hombre de palabra… además vos sos de los buenos y tenés toda la vida para pagarme.

Ramón sonrió avergonzado.

A la semana el patrón le extendió un sobre de papel madera con la plata para la operación. Ramón empezó a dar vueltas, habló del riesgo de andar moviendo tanta plata de acá para allá, de su torpeza, de la habilidad de Chiclana y de por qué no le pagaba directamente él al doctor.

¡Pero no! ¿Qué carajo te agarró ahora? - mientras hablaba subía y bajaba el sobre que se doblaba a la altura de los dedos- Si no te tuviera confianza no te daría para repartir la plata de los peones todos los meses. ¿Mirá si me voy a preocupar por ésta que es tuya? Te la estoy adelantando, nada más. Dejáte de zonceras, firmá el vale y andá, que te necesito repuesto cuanto antes.

Resignado agarró rápido el sobre, lo metió en la bolsa donde llevaba todos los días la vianda y salió enfilando para el camino de tierra.

Cuando llegó al rancho todavía quedaba algo de luz en el cielo. Esta vez, aunque tampoco nada lo apuraba, tardó menos de lo habitual. A la noche cenó liviano y salió a la puerta a comer la fruta, como hacía siempre que corría aire y estaba despejado. Seguía ahí cuando apareció por la esquina la luz del farol y más atrás el silbido del guardia que venía a hacer la requisa del día:

- ¿Qué tal, Ramón? ¿Linda noche, eh?… ¿Cómo anda esa espalda?

Sin hablar de la operación se cambiaron pocas palabras hasta que el hombre pidió permiso para pasar al rancho y revisar. Ramón lo dejó hacer. Cuando terminó con la fruta el guardia estaba lejos. Él se quedó un rato más mirando el pueblo vacío. Después entró, fue hasta el fuentón para enjuagarse las manos y la boca. Una vez en la pieza puso la ropa en el respaldo de la silla antes de acostarse.

A la una de la mañana, en calzoncillos y sin encender el farol, destapó un pozo que había hecho tiempo atrás en el piso de tierra. Adentro estaba la mochila preparada envuelta en una bolsa de plástico. La abrió, agregó varias botellas con agua, la mitad del pan casero que había comprado esa mañana y más fruta. También puso el sobre de papel madera.


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