Se sube al tren: Macarena Moraña

Macarena Moraña

Hoy conocemos un poco más a la escritora Macarena Moraña, quien nos cuenta un poquito de su vida y su escritura y nos presenta su cuento "Nuestro cielo"

- ¿Cuando y por qué comenzaste escribir?

- No sé identificar un momento en particular. Escribir me parece algo muy natural. Lo hago y siempre lo hice sin pensar en lo que hacía y también sabiendo que no podía no hacerlo.

- ¿De que se nutre tu escritura?

- De casi cualquier cosa. De hechos simples y triviales o de situaciones políticas o sociales. Muchas veces parto de una imagen que veo o imagino, o de una conversación. De la oralidad saco mucho material para escribir. De escuchar a la gente o de las conversaciones con amigos.

- ¿Tenés rituales a la hora de ponerte escribir?

- Sí y no. Puedo escribir en cualquier lado, en cualquier situación, con gente alrededor, de noche, sobre cualquier papel. Pero por supuesto tengo una situación ideal de escritura que rara vez me resulta posible. El mejor momento para mí es la mañana, me gusta tomar mate, estar en mi taller y que no haya nadie en la casa. Me gusta, incluso en los días de frío, tener la ventana abierta y que el viento me de en la cara. También necesito de mis recreos, caminar por el jardín, renovar el mate, comer algo.

- ¿Hay algún tema que aún no te animaste a enfrentar con tu escritura?

- Creo que no. Lo que más me cuesta es lo demasiado personal, o más bien lo que yo sé que es demasiado personal. Cuando intento pasar a voz escrita lo muy propio tengo que vencer prejuicios y pudores. En la escritura hay que ser libre, en el arte en general creo que la libertad es una de las condiciones fundamentales, pero hay que conquistarla, animarse. Ahora estoy escribiendo una historia de amor entre hermanos, avanzo lento, machete en mano.

- Te doy una bola de cristal para ver el futuro, ¿cómo te ves?

- Salvo por la proliferación de canas me veo igual que ahora: escribiendo con mis hijas y mis gatos alrededor, y leyendo.

- Hoy ¿por qué escribís?

- A medida que me fui poniendo grande fui confirmando que no son muchas las cosas que me hacen realmente feliz. Mi jardín, mis hijas, comer rico, amar, leer y escribir. Por eso escribo.


"Nuestro cielo"

Con un novio gordito me fui a vivir a una casa redonda, con urbanas pretensiones de iglú. Con poca originalidad y muy mal gusto la pintamos de celeste y blanco y la bautizamos “nuestro cielo”. El cartel era de hierro y su letra cursiva. Él escribió en una pared “El amor es un estrago indisimulable”. Por poco no le entra la última palabra. A la casa le combinaban hermosos los objetos redondos como las bolitas de cristal que se sacuden y se dan vuelta para que caiga esa falsa nieve diminuta. Pelotas de tenis, cucharas, anillos, monedad de oro heredadas de abuelos sobrevivientes de las guerras más verdaderas. En la casa también se sabía empardar la belleza de su cara hinchada y la forma de mi boca exhalando un gemido o el tarareo de una de las canciones que él componía para mí y para todas las mujeres del planeta en una sola vuelta de sol. Jugábamos a girar uno alrededor del otro, a marearnos, a circular. Pero por mucho que nos diéramos vuelta el uno al otro la falsa nieve no terminaba de caer y eran pocos los líquidos que realmente nos mojaban. La tarde que nos cayó encima el primer ladrillo rectangular él minimizó el derrumbe diciendo que con un solo ladrillo nada podía destruirse. Empezamos a desayunar y hablar mucho de nada. Al principio nos pareció divertido mirarnos girar como hámsters en la ruedita perversa de los gastos y la adultez, pero después se puso espeso: nos crecieron dientes de ratón y nos empezamos a lastimar con esas nuevas garras que no siempre sabíamos usar para el bien. Yo pedía reparar, estaba nerviosa, pensaba en la palabra especialista, necesitaba el amparo que me daba la redondez, la circularidad, las burbujas graciosas de las trasnoches, los ojos asombrados de tantos besos, el chiste de convertirnos en las pupilas del otro para después jugar a la bolita, engordarnos con pastas y medallones de chocolate. Pero él repitió que no - que no - que no - muchas veces. Como diez. Creo que se entusiasmó con lo linda que se veía su boca perfectamente desplegada en la O poderosa, la que empieza y termina en un mismo punto, la que adentro no podía guardar a una mujer caprichosa, una casa compartida y un rincón tan pequeño que al final nos obligó a elegir entre su cuerpo o el mío. La O en el medio, los cuerpos y los ladrillos hermanados, perforados por el granizo violento siempre inesperado. “Nuestro cielo” se fue derritiendo y nosotros, ya convertidos en peces globo, nadábamos siempre inflados, inflados las pelotas, creyendo que por lo menos así evitaríamos que el depredador nos devorase. No pudimos / supimos / conseguimos pasar de la sangre fría y los bronquios movedizos a la forma terrestre, a la respiración pulmonar, al deseo de poblar con huevos ese iglú anfibio que alguna vez creímos podía parecerse a un hogar. Él se fue una noche de domingo, el día más redondo, estaban pronosticadas tormentas pero al final apenas si cayeron una gotas saladas, que entre tanto océano, se volvieron tristemente imperceptibles, como nosotros.