Se sube al tren: Laura Ponce
Hoy se sube a nuestro tren la escritora y editora Laura Ponce y nos trae su cuento "Principiantes absolutos", texto que forma parte de la antología "WhiteStar" en homenaje a David Bowie.
- ¿Cuándo y por qué comenzaste a escribir?
- Creo que escribo desde siempre. Siempre me gustó contar historias. Al principio de la adolescencia dejé de necesitar la excusa de un trabajo para la escuela. Empecé a escribir porque sí, para mí, historias que se parecían a las que me gustaba ver: aventuras de ciencia ficción.
- ¿De qué se nutre tu escritura?
Se nutre de todo lo leído y de todo lo vivido, y también de mi curiosidad. El disparado puede ser una imagen, una canción, o algo que me enoje, como una noticia. Ese es el punto a partir del que pienso la historia; después que tengo la estructura más o menos armada suele venir el trabajo de investigación, que incluso puede transformar el argumento. Escribo ciencia ficción y me gusta que tenga asidero, un punto de apoyo en la realidad; no tengo formación científica ni tecnológica y para comprender los pormenores de alguno de los temas sobre los que quiero escribir, tengo que investigar; eso le suma un desafío más a la escritura para mí.
- ¿Tenés rituales a la hora de ponerte escribir?
- No tengo rituales cotidianos para escribir, pero sí (cuando trabajo en un proyecto grande) me armo mi tablero con imágenes relacionadas, palabras, frases, elementos que me sirven para meterme en el universo del que quiero hablar.
- ¿Hay algún tema que aún no te animaste a enfrentar con tu escritura?
- ¿Temas vetados? No se me ocurre ninguno.
- Te doy una bola de cristal para ver el futuro, ¿cómo te ves?
-¿Qué tan adelante en el futuro? De viejita me imagino todavía haciendo lo que hago ahora: aprendiendo, editando, viajando, armando eventos y encuentros literarios, quizás con más tiempo para escribir, más dedicada a eso, que ahora lo tengo un tanto relegado. Soy feliz, me gusta mi vida; me gustaría seguir haciendo lo que me apasiona.
- Hoy ¿por qué escribís?
- Porque siento que quiero contar, porque me gusta pensar las narraciones como artefacto y sigue pareciéndome una aventura maravillosa armar esas construcciones de palabras, que tienen alma y también propósito.
- ¿Cuál es la historia detrás del texto que publicamos?
- Este cuento fue escrito para WhiteStar, Antología de homenaje a David Bowie. Está inspirado en el video del tema “Absolute Beginners”, que es casi un cortometraje, en el que actúa Bowie. Es uno de mis temas favoritos de él, es una canción gloriosa, llena de fuerza. La letra siempre me pareció una declaración de principios, una forma maravillosa de entender el amor como la propuesta de emprender una gran aventura, y en la voz de Bowie se vuelve una invitación imposible de rehusar. El video me hizo pensar en una ciudad costera y en la idea de una búsqueda, y en esa sensación de que hay cosas en las que siempre somos absolutos principiantes, Y lo combiné con algunas imágenes y pensamientos que traje en la cabeza cuando volví de Cuba, sobre todo que parece un lugar en el que conviven épocas muy diferentes y la continuidad del tiempo se ha roto.
"Principiantes absolutos"
La verdad |
una vez despierta |
no vuelve a dormirse |
José Martí |
Primero estuvo casi sobre la costa, en un departamento del tercer piso -que en realidad era como un quinto por escalera-; desde ahí, la vista del mar, con la fortaleza y el morro al final, era una pintura perfecta. Pero muy cerca de allí había otro departamento vacío, en un edificio a unos cincuenta metros tierra adentro. Debido a ese apenas cruzar la calle y poco más, la vista cambiaba por completo. El cuadro se agrandaba y era menos postal, menos foto recortada, menos impostura para turistas. Desde esta otra ventana por supuesto se veían el mar y el cielo inmenso pero también el paisaje desparejo del Malecón, su sucesión de anacronismos, las casas del barrio. Patios y aleros descuidados, una mata florecida, una bicicleta vieja, una silla de paja, un gato en su alféizar, dos mujeres que venían de comprar en el agro. Para ella, La Habana se le mostraba sin remilgos por esa ventana y salió otra vez a su encuentro. A veces se imaginaba como un hombre de gabardina y sombrero, un Bogart postmoderno, alto y elegante, aristocrático, que recorría la costa de noche, persiguiendo a un ser fantástico en una película en blanco y negro. La primera vez que caminó por el Malecón supo que aquella ciudad había estado en guerra con el tiempo, y que el tiempo había ganado. Ahora, a la luz de los hechos, ese pensamiento cobraba mayor significado. Tomó un auto, un Chevrolet del ´50 de estoica persistencia; le pidió al conductor que la llevara hacia la Calzada de Luyanó y se internó por las callecitas ascendentes y descendentes de la periferia. Parecía que nada había cambiado, que todo era distinto y a la vez lo mismo, pero incluso allí (quizás allí más que en ninguna otra parte) tres años podían ser toda una vida. En un territorio que llevaba más de medio siglo bajo ataque, que los había sufrido de la más diversa índole, parecía que finalmente la continuidad del espacio y el tiempo se había fracturado. Al principio había diferenciado sectores del país o de cada ciudad; tardaron en darse cuenta, con tanta gente de distintas partes del mundo yendo y viniendo; pero el fenómeno se agudizó y ya en una misma casa podían convivir los tiempos de la Revolución, del Período Especial y del Post-bloqueo, el dolor en el corazón por todo lo que había podido ser y no había sido. Ahora había algo más en el aire, la sensación de asistir al fin de una era. El auto se transformó en un Moscovich rojo y tomó la autovía hacia el este. El viento que entraba por la ventanilla le trajo la frescura de la sal, había música en la radio y él iba sentado a su lado; cantaba: “If au lab song / Coul flai over monteins / Coul laud at de ouyen / yast laic a films”. Otra fluctuación y contemplaba el cielo claro y enorme espejándose sobre el turquesa, la sombra desflecada sobre la arena clara, la espuma que le lamía los pies como invitándola a meterse en la rompiente, como jurándole que allí podría soltar todo lo que le dolía. Tuvo miedo otra vez. Apretó los ojos tanto como antes se había esforzado por mantenerlos abiertos. Respiró profundo. Pero no fue suficiente. Levantó la vista y él entraba al bar atestado; la buscaba entre la gente. Sus ojos se encontraron e, imperceptiblemente, sonrió; un íntimo terremoto. De pronto no supo si eso ocurría en el pasado o en el futuro. Se sentía en medio de una película clase B. El resto de las personas eran como extras, parte de un decorado barato e inmenso; nadie era real más que ellos dos. Habían hecho contacto y la realidad se arqueaba a su alrededor, la moldeaban a su gusto. La primera vez que le había quitado la remera, había descubierto el símbolo tatuado sobre su pecho. Lo había acariciado con la punta de los dedos, deleitándose con el relieve y el estremecimiento. Le había dicho: “acá voy a guardar mis besos”. El símbolo significaba cambio y permanencia, el fluir de la existencia. Esa primera vez, se habían mirado a los ojos todo el tiempo, como principiantes absolutos. Así lo miraba todo entonces, esforzándose deliberadamente para que cada detalle se le grabara en la memoria. El color del agua, la textura de la guayaba, el sabor del ron, una escalera de mármol y paredes revestidas en mayólica, una noche de lluvia, el rugido en la rompiente, las raíces de los árboles agrietando un muro desde arriba, como si quisieran bajar a la calle. La cadencia de su voz. La forma en que él la miraba. Había tardado en rendirse frente a la evidencia. Le había llevado tres años. Pero al fin se había decidido. Escuchó que con ruido de muchas llaves se abría la puerta del departamento y esperó, aún apoyada en la ventana. Lo vio entrar en la habitación y quedarse parado con las manos en la cintura, mirándola; al final él dijo: “Me dejaste con la miel en los labios”, y le sonrió. Ella supo que en esa ciudad bombardeada, en esa agitación de lugares y tiempos, en ese balcón del fin del mundo, ahí era el presente, y no había ningún otro lugar en el que deseara estar más que allí.