Se sube al tren: Juanci Laborda
Se sube al tren el escritor, docente y productor Juanci Laborda y nos presenta su cuento "Reflexión y Gravedad", escrito especialmente para trenINSOMNE
- ¿Cuándo y por qué comenzaste a escribir?
- ¡Uf! Supongo que fue un proceso que sucedió casi sin que me diera cuenta. Tuve un tío abuelo, Dardo Neftalí Torres, que fue un escritor muy reconocido en mi provincia. De él es un título clásico de mis pagos "Mateo y el último michilingüe". Apenas aprendí a escribir hice un cuento titulado "Juanci y el último comechingón", donde como un dúo de superhéroes atravesábamos a flechazos a medio San Luis, y con especial saña a los pibes del colegio que me caían mal. El secundario fue vital. Tuve una adolescencia súper hormonal, y a través de poemas re dark que jamás mostré a nadie encontraba la forma de acomodar las emociones. Una vez en la hora de Lengua la profe nos dio un respiro con el análisis sintáctico y nos propuso escribir un cuento para participar en un concurso intercolegial. Mi curso tenía algo especial. Obtuvimos los tres primeros premios. Mi cuento salió segundo. Ese fue un mimo, Los primero años de universidad continué escribiendo de forma irregular, sobre todo guiones para cortos, comics y algunas canciones para la guitarra. Pero fue tras una ruptura amorosa, que le escribí un libro enteró a mi ex, donde a través de fabulas medias dolinezcas, le hacía todo tipo de reclamos. Por suerte, los flacos que alquilaban conmigo, aunque me felicitaron por mi escritura, impidieron que me humillara enviando ese libro. Creo que ese fue el click: que ellos me felicitaran. Aunque sabía de su afectuosa parcialidad para conmigo, los tenía como lectores criteriosos y su felicitación fue como si me indicaran "este es el camino". Desde entonces adquirí regularidad con la escritura, tomé cursos de redacción, talleres y otras yerbas. Lo demás supongo que se dio como todo en la vida, fue golpear la puerta correcta.
- ¿De qué se nutre tu escritura?
- Me gusta el relato realista. Supongo que se nutre de experiencias cotidianas. Me considero más lector que escritor. Realmente me siento a escribir después de mucho buscar y no encontrar una historia que me haga vivirla. Por ejemplo, leyendo La música del azar de Paul Auster, a mitad del libro los protagonistas pierden todo su dinero en una partida de póker. Cuando pasó eso me agarró una bronca terrible. De sólo recordarlo me dan ganas de patear la mesa. No me importó que quienes lo hubieran leído antes me pidieran paciencia, que a partir de ahí el libro se ponía mejor. ¡Paul Auster no me podía traicionar así! ¡justo a mí! ¡qué tan identificado me sentía con su personaje!. Tiré el libro al carajo, y me senté a escribir qué hubiera hecho yo en lugar de Nashe. ¡Obvio! Mi relato duró apenas dos páginas más, pero me sentí reivindicado. Supongo que de eso se trata el relato realista. De "reivindicar". Como la vida no me va a alcanzar para vivirla de todas las formas que me gustaría, al menos me desquito escribiendo.
- ¿Tenés rituales a la hora de ponerte escribir?
- Depende qué esté por escribir. Si es narrativa, no empiezo a escribir sin saber hasta dónde quiero llegar, o sea que me siento con la historia lista en mi cabeza, en el proceso de escritura, obvio, me puedo desviar. Para sentarme a escribir necesito muy poco: un ambiente con poca contaminación sonora o visual, un cuaderno y una lapicera. Me cuesta horrores escribir en digital. La hiperconectividad es una posibilidad infinita de dispersión. Se le puede agregar mate amargo o algo de música instrumental. Si es lírica, anotó lo que me sale en el momento que me sale en lo primero que tengo a mano, que casi siempre es el teléfono celular. Después puedo tomarme la vida entera para pulirlo, o no. No sé por qué, pero casi todos mis intentos de poemas están escritos arriba del colectivo.
- ¿Hay algún tema que aún no te animaste a enfrentar con tu escritura?
- Creo que de los temas que me interesan, he escrito sobre todos. Hay temas que me re interesan y estoy esperando la visita de alguna buena idea para sacarlos, como por ejemplo todos los nuevos vínculos que pueden generarse a través de las nuevas tecnologías, desde los amantes 2.0, la forma en que las fake new terminan moldeando la realidad y creando círculos de fanáticos, o las cyber-inquisiciones del pensamiento políticamente correcto. Sí te puedo decir que hay temas sobre los que no volvería a escribir. Por ejemplo policial. Amo el género policial, pero él me odia. Otro, es el tipo de relato donde deje entrever alguna valoración propia sobre la realidad argentina o internacional. Obvio, no hace mucho fui joven y pensé que me las sabía todas, y que mi valoración del mundo era universal. Después la vida, con cinturón negro, me enseñó que la misión del escritor no es iluminar al mundo, sino entretenerlo... pa' iluminar está el farol de la plaza.
- Te doy una bola de cristal para ver el futuro, ¿cómo te ves?
- Supongo que igual que hoy. Con más títulos publicados, ojalá que con algún premio, y una editorial independiente ya funcionando. De algo estoy seguro, al menos en mis pagos, se me recordará mas como divulgador de narrativa, que como escritor.
- Hoy ¿por qué escribís?
- ¡Ja! Mucho escritores suelen responder a esa pregunta con "porque no puedo evitarlo". Yo sí puedo evitarlo, pero no quiero. Escribir me divierte, me hace feliz... No me interesa la trascendencia de una obra. El que canta en la ducha, por más que sepa que lo hace bien, no canta para tener la guita de Bono o las fans de los Back Street Boys —a mí me encantaría tener ese público, je—, sino porque le gusta cantar. A mí me gusta escribir. Escribiría igual, aunque se extinguieran los lectores.
"Reflexión y Gravedad"
...hay alguien que te necesita. (Falco - Jeanny)
Cuando el Efecto Tequila sacudió al país, su resaca dejó a casi todos con el culo mirando al Norte. Los profesores nos pedían, antes de empezar sus clases, que les recordáramos a nuestros padres que la cuota se pagaba del 1 al 10. Los alumnos nos mirábamos ignorando a qué se referían. Después empezaron a pedirnos que reconsideráramos nuestra situación, que si nuestra economía no daba para pagar un colegio privado, no íbamos a ser menos dignos por ir a uno público, que así podíamos dejarle cupo a chicos que sí podían pagar. Con el correr de los meses varios pidieron el pase, pero nadie se sentó en los bancos que quedaron. Lo más bajo fue lo que hizo el pelado de Sociales, que avisó que quienes le adjuntaran el recibo de la cuota en el examen tendrían dos puntos extra. Si ese año no me llevé la materia fue gracias a que mis viejos estaban en el minúsculo grupo de los pagadores. Pronto los profesores empezaron a renunciar y en sus lugares llegaron estudiantes universitarios avanzados, alumnos hambrientos que aceptaron las horas por un tercio de su valor.
Así fue como a Física llegó Yeni, la profe más linda del mundo con sus 22 años a cuesta, rubia y con una nasal y sensual tonada mendocina. Era distinta a todos los profesores que conocíamos. Llegaba en bicicleta y escuchando walkman. Usaba jeans que, aunque sueltos, denotaban una colita de manzana que era la delicia de los pibes. Le gustaba enseñar y se empeñaba en que todos, aún los que ya habían decidido llevarse la materia, entendieran. Bajo la excusa de que la tiza le producía piel de gallina explicaba y desarrollaba los ejercicios en los cuadernos de los más vagos, obligándonos a entender Física por ser los anfitriones de los cuadernos. Nos encantaba que hiciera eso, ya que de tan cerca que se nos ponía podíamos sentirle su perfume dulzón y espiarle el escote a través de los botones abiertos de la camisa.
Una vez entró al aula y en su recorrida visual me encontró sentado en uno de los bancos del fondo escuchando música. Me quitó los auriculares, y en vez de retarme se los llevó a los oídos para intentar reconocer qué sonaba. Era un enganchado de Los Visitantes.
—¿Te gusta esta música? —Preguntó y se lo confirmé asintiendo con la cabeza—. Te voy a traer un casét con una banda mendocina que te va a encantar.
Le agradecí la intención y guardé el walkman.
Al recreo siguiente el Mono dijo que la profe lo había invitado a la casa.
—¡Callate! ¡Mentiroso! —Le dijimos a coro.
—¿Qué tiene? Dijo que era para ayudarme a levantar el promedio.
Al día siguiente contó que la había visitado, que ella lo esperaba con un camisón semitransparente, que él sacó su cuaderno, pero que le dijo que era muy mal alumno, que para qué perder tiempo estudiando si podían cojer, que sabía que le gustaba porque se había dado cuenta cómo la miraba, y que ahí nomás lo desvistió y empezaron a hacerlo en el comedor. Le pedimos detalles y el Mono los daba dosificándolos con maestría. Al menos hasta el próximo jueves fue nuestro héroe: la profe estaba re buena y además era gauchita; todos deseábamos su suerte.
Empezó la hora de Física. Yeni dictó ejercicios. Mientras los resolvíamos me miraba con insistencia. Tenía la esperanza que fuera para invitarme a su casa, pero no. De los 10 ejercicios, el único que los resolvió a todos correctamente fue el Mono.
Al terminar la clase se acercó y me dio un casét virgen. En su tapita decía en manuscrita Alcohol Etílico, y un corazón dibujado a un costado.
—Es mi banda favorita. Creo que te va a gustar.
—¡Gracias profe! Lo copio y se lo devuelvo.
—¡No! Es un regalo. Dejátelo.
Puse el casét y me eché en la cama. Alcohol Etílico sonaba lindo. Era una mezcla de la banda chilena Los Tres y la mexicana Maná con los Enanitos Verdes. Pero el hecho de que el casét me lo hubiera regalado una profe, nada menos que una profe joven que estaba re buena, hacía de esa banda una mejor que los Rolling. Pensaba en lo que había contado el Mono. Ahora no le creía nada. Era obvio que había visitado a la profe, sino no había forma de que un neandertal como él hubiera resuelto bien los ejercicios. Me gustaba imaginar que la profe Yeni fuera capaz de cojer con sus alumnos. Todavía era virgen y me pesaba demasiado, sobre todo a esa edad donde todos presumían de haberle visto la cara a Dios, e incluso haberle sugerido un lifting. Sonaba una canción que decía: eh pibe, cómo estás / cae la lluvia, te vas a mojar / y dónde están tus padres / en esta noche tan tarde. Me imaginaba a la profe, empapada por una lluvia torrencial recitándome eso, con su camisa mojada transparentándole las tetas y los pezones duros. Con sólo pensarlo así, fue cuestión de apenas pajearme un poco para terminar.
En el primer recreo el Pollo contó que la tarde anterior le había tocado a él, que cayó a que le explicara cómo resolver los problemas, pero que le contestó que Física sólo en el colegio, y que se bajara los pantalones, que se moría de ganas de chupársela, y comenzó a dar detalles de una aventura porno incomprobable. Cada acción que relataba buscaba la aprobación del Mono. No podíamos saber cuánto cojió o cuánto estudió hasta dentro de unos días que volviéramos a tener la materia y ver cómo resolvía los ejercicios. Al menos por unos días lo miramos con una desconfiada admiración.
El lunes antes de entrar al aula, Yeni preguntó si me había gustado el casét.
—Muchísimo —respondí—. La que más me gustó es Llueve —y para mis adentros pensaba en qué cara pondría si le dijera que me pajeé con esa canción pensando en ella.
—¡Es genial! ¡También es mi favorita! —Dijo y trató de entonar el estribillo—: Llueve, no lo puedo parar / lo que siento, no lo puedo parar.
Le sonreí y me pareció que el verde de sus ojos se asentaba en el marrón de los míos como queriendo dominarlos.
Durante la clase el Pollo falló unos ejercicios, pero ante la mención de la profe acordate lo que te dije, no podés mezclar papas con zapallos, terminó resolviéndolos bien.
Aunque aprobamos todos, mi examen estuvo muy flojo. Saqué un 8 y, obvio, no protesté.
Tuve ganas de devolverle el gesto musical. No sabía qué grabarle. Supuse que le gustaba el rock en castellano. Le hice un mezcladito con los mejores temas de Miguel Mateos. Como no tenía ningún casét de él, llamaba a la radio, pedía un tema pidiéndole al operador que no lo pisara, y una vez grabada la canción, repetía el proceso con otra emisora. Cuando en el lomo anoté el nombre del cantante, y aunque me parecía muy cursi, reemplacé la O por un corazón.
Le conté que le tenía un regalo. Yeni dijo que era un dulce y me dio un beso en la mejilla. Apenas leyó el nombre de Miguel Mateos dijo que lo amaba, que a ella le gustaban los morochos, pero que Miguel Mateos era el único rubio que le gustaba, que le encantaba su música y sus letras.
Supimos en esos días que Joselo y Ale también habían visitado a la profe. Joselo presumía de las generosidades de Yeni y de su adicción al sexo anal. Ninguno le creía. Pero Ale contaba que a él sólo le dio consulta, que le dio algunos conceptos y hasta que incluso le cebó mate durante el rato que estuvo. Esa versión sin ningún ornamento nos hacía sospechar que esta vez sí podía haber pasado algo.
Un jueves de Noviembre, apenas terminó su clase, Yeni dijo que aunque me iba muy bien en su materia y no necesitaba consulta, podía ir a conocer su casa cuando quisiera. Me gusta creer que lo del viernes a la noche fue idea suya, pero la verdad es que el día y el horario lo dije yo. Yeni primero dudó en aceptar, luego rió nerviosa y finalmente dijo que estaba bien, que fuera cenado y que sería apenas un rato.
Esa noche casi no pude dormir. Escuchaba una y otra vez el casét y el corazón me golpeteaba loco en las costillas. Pensaba en todo lo que habían dicho de ella y no creía nada, o no quería creer, pero debía hacerlo, sino la esperanza de mi debut sexual con la profe más linda del mundo era en vano. Para tratar de relajarme me eché varias pajas y en cada una Yeni fue la musa.
El viernes apenas si presté atención en clase. Sin contarles que esa noche el invitado era yo, interrogué una y otra vez al Mono, al Pollo y a Joselo sobre los detalles de sus encuentros con la profe, y estos repitieron una y otra vez sus historias, enriqueciéndolas en detalles, o a veces cambiando la secuencia de los hechos.
Durante la tarde me bañé varias veces y revolví el placar buscando la mejor combinación de pilchas. También mezclé varios perfumes y llegué, incluso, a echarme en las bolas. ¡Ardió más que la mierda! A medida que las horas pasaban el pecho me latía con más fuerza y me costaba respirar.
Quince minutos antes de la hora pactada salí de casa. Caminé las cuadras a paso lento, con todo el cuerpo tieso de ansiedad, apenas pudiendo flexionar las rodillas.
Llegué a la dirección anotada. La puerta de calle tenía un vidrio esmerilado. La luz dejaba ver una figura que esperaba en el interior. No toqué timbre. Preferí esperar. Pensé en salir corriendo, volver a casa y tirarme en un sillón a ver tele. Al cabo de un rato observándonos las deformadas siluetas a través del vidrio, la puerta se abrió. Yeni estaba muy bonita. Tenía el pelo recogido, los labios pintados de un rojo chillón y los ojos con una sombra que le enmarcaba su verde felino. Tenía un vestido suelto. Su rostro estaba incómodo. Sonreí y la saludé sin emitir sonido. Me hizo pasar. Su casa se trataba de un amplio monoambiente, posiblemente hubiera sido un viejo caserón transformado en varios y redituables departamentos. Tomé asiento y le pregunté si tenía planeado salir. Negó con la cabeza y preguntó si yo tenía los mismos planes. También dije que no. Ya no quedaban dudas, se había arreglado así para mí. Quedamos observándonos en silencio, notando como la tensión sexual crecía con el sonido del reloj de pared como única banda de sonido.
—Usted es muy bonita, profe —le murmuré. La voz me salió aguda.
—Sos muy hermoso. ¿Por qué no naciste cinco años antes?
No sabía si esa pregunta esperaba respuesta, tampoco si Yeni esperaba a que diera el primer paso, o si la responsabilidad de hacerlo caía en ella por ser la mayor, la que más experiencia tenía.
Repasaba los detalles de la casa evitando mirarla a los ojos. Mi silencio le resultaba cómodo para sus incertidumbres. Tomé coraje, me levanté del asiento y busqué su boca para besarla, pero corrió la cara y el beso se estrelló en su mejilla con un sonoro chuic. Noté como su respiración era pesada y nerviosa. Tomó mi cara entre sus manos, tratando de mantenerme a unos pocos centímetros. Sus ojos escaneaban cada detalle mío, y los repasaba con la yema de un dedo. Sonrió. Vi como su expresión y su cuerpo se relajaban. De un mueble trajo un lápiz y varias hojas sueltas. Anotó unos ejercicios de cálculo de gravedad. Dijo que eran complicados, pero que esperaba mucho de mí, y que mientras los resolvía ella prepararía café. En algunas hojas reconocí la letra del Mono, la del Pollo, la de Ale, y la de Joselo.
Ciento veinte minutos más tarde, cuando hube resuelto diez ejercicios sin ningún error, nos despedimos hasta la semana siguiente. Volví a casa sin lamentarme de nada.
Ese lunes en el primer recreo yo también mentí, yo también conté cosas que no pasaron.
En diciembre, cansada de que no le pagarán, Yeni renunció.
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