Se sube al tren: José A. Garcia
Se sube al tren escritor, guionista de historietas, blogger y profesor de historia José A. García y nos presenta su cuento "Enemigos del hombre".
- ¿Cuándo y por qué comenzaste a escribir?
- Empecé a escribir en algún momento de los últimos años del siglo pasado, en 1998 ó 1999; desde ese momento, por alguna razón no dejé de hacerlo. Pero comencé a guardar lo que escribía varios años más tardes; por lo que, de esa época no quedó nada. Lo cual bien puede ser una suerte. La segunda parte de la pregunta es la más difícil, ese por qué es el que genera la mayor cantidad de dudas. Tal vez haya pensado ¿Por qué no?; me aburrían los deportes, estaba en un industrial y ni las máquinas ni las instalaciones eléctricas eran lo mío. Busqué otra cosa y, so sabiendo dibujar, la escritura era lo siguiente en la lista.
- ¿De qué se nutre tu escritura?
- Se nutre de lectura, mucha, variada y cuasi omnívora, porque creo que hay que saber de muchas cosas para poder escribir; no porque piense que haya que ser un experto en el tema, sino para no escribir en el aire, sino con cierta seguridad. Desde que aprendí a leer no dejé de hacerlo. Primero los libros que encontré en la casa de mi familia, después los pocos que pude empezar a comprarme por mi cuenta, y luego todo lo conseguía prestado. Leerlo todo ayuda, también, a saber qué es lo que no quiero escribir y cómo no hacerlo. Un libro mal escrito enseña a no repetirlo; un libro bien escrito ayuda a intentarlo. También influyen algunas situaciones vividas, imágenes que uno no puede sacarse de la cabeza, palabras o frases que nos persiguen; tal vez alguna experiencia que sirve como disparador de la escritura. La música, el cine, cualquier historia bien contada puede ser un nutriente para continuar escribiendo.
- ¿Tenés rituales a la hora de ponerte escribir?
- Antes de escribir cualquier cosa necesito que haya un tiempo de ocio previo; ocio entendido como realmente no estar haciendo nada. No es ocio sentarse a mirar una serie o ir al gimnasio. Ocio puro. Eso me permite acomodar las ideas y dejar que las cosas fluyan. Cuando llega el momento de la escritura, más que nada silencio. Y para que haya silencio, soledad. Pero, sin dudas lo más importante, necesito tiempo; no me sirve si tengo libre dos horas entre algo que terminé de hacer y otra cosa que tengo que hacer, no puedo cortar lo que empecé a escribir y pretender volver al mismo estado en otro momento para continuar lo empezado. La mayoría de las veces no empiezo a escribir algo que tenga delineado casi por completo en la cabeza. No me sirve comenzar algo que no sé dónde va a terminar. Si tengo el inicio de la historia y una idea más o menos concreta del final, aun cuando después este pueda modificarse, ya sé qué camino seguir. Y lo sigo. Me resulta imposible largarme a escribir algo sin una idea previa. Por último, escribir es como una forma de relajarme; cualquier otra cosa que me propongan para lograrlo conmigo no sirve, sólo lo logro escribiendo.
- ¿Hay algún tema que aún no te animaste a enfrentar con tu escritura?
- Podría ser, la verdad es que no había pensado en qué temas no traté, sino más bien en los que ya traté, volviendo sobre las mismas ideas con la intención de darles otro tratamiento. Esto no quiere decir que me cierre a intentar otras cosas, sino que sobre aquello que no me llama la atención no escribo. No me gusta el deporte, no voy a escribir sobre eso salvo que su mención sea útil en la definición de las características (o el carácter) de algún personaje, algo muy puntual, no porque sea un tema que no traté antes y tenga que completar una grilla. Además, no creo que exista ningún tema por demás importante, o sagrado, o intocable, que no pueda ser tratado por la literatura. El que algo sea sagrado para otro no lo vuelve necesariamente igual para mí. Y si te vas a ofender por algo que escribió otra persona en un cuento/novela/poema, es que no entendiste la diferencia entre realidad y ficción, entre pensamiento y acción. El arte sirve para eso, para empujar los límites, para ver qué hay del otro lado, para patear al sentido común y ayudar a darse cuenta de los problemas que nos rodean. Claro que es más fácil ofenderse y negarse a debatir sobre cualquier cuestión antes de poner en tela de juicio mi propio prejuicio o mi manera de pensar frente a la forma que tiene alguien más de hacerlo. Sí, es una toma de posición.
- Te doy una bola de cristal para ver el futuro, ¿cómo te ves?
- Si me lo preguntabas hace quince años hubiera dicho que me imaginaba rodeado por el éxito, la fama y la riqueza; algo parecido a una estrella de rock que a otra cosa. Pensaba que muchas ventas era sinónimo de calidad literaria, cuando es obvio que el que algo se venda no significa que sea bueno, interesante ni digno de perder el tiempo con él. Hoy te digo: Escribiendo. Tal vez solamente para mí, pero escribiendo.
- Hoy ¿por qué escribís?
- Es mi catarsis. Cuando paso mucho tiempo sin hacerlo, y por el trabajo suelen pasar semanas o incluso meses sin dedicarme realmente a escribir (escribir una página los domingos no cumple la misma función para mí), siento la tensión en aumento, la incomodidad, que algo me falta. Puede sonar a simple pose, pero no me siento completo si no escribo. Pueden faltarme muchas cosas, como me ha pasado antes, pero desde el momento en que acomodé dos o tres frases con cierto sentido, ya no puedo dejar de escribir. Incluso conociendo los defectos que tiene mi escritura, las limitaciones en mi formación literaria, y el poco interés que pueden despertar mis historias, me veo escribiendo.
"Enemigos del hombre"
A Brian Aldiss
Despertó con el penetrante aroma de la savia inundando cada poro de su cuerpo, como cada día, toda su vida. El mismo olor, la misma situación, la sensación de sentirse rodeado, prisionero en aquel lugar que se esforzaba por mantenerse inhóspito, volviendo inútil cualquier intento de cambio.
Se desperezó estirándose cuanto le era posible en su minúsculo refugio encerrado entre la pared de fría piedra y los troncos chamuscados y astillados; se vistió con sus únicas prendas de yute y, con el mismo movimiento, tomó el cinturón del que colgaban la funda del machete y los dos cuchillos de caza que él mismo había forjado con ansia y desesperación cuando encontraran aquellos restos metálicos de lo que parecía ser un antiguo vehículo que sobreviviera al olvido y la corrosión, en las cercanías del pantano. Ordenó las pocas pertenencias que conservaba, un colgante, el cuenco para el agua y el abrigo que usara en los cortos inviernos de la región. Controló el filo del machete y salió a la mañana.
El viejo bosque que el calor y las lluvias convirtieran en selva tropical, con vegetación exuberante y voluminosa, lo recibió. La misma humedad y el mismo calor que hacían que la ropa se le pegara al cuerpo volviendo exhaustivos aun los mínimos movimientos. Y hacía falta mucho esfuerzo para abrirse paso, con el machete como única ayuda, entre la vegetación, las lianas, las ramas más bajas y las más despreciables alimañas que elegían la cercanía con la tierra para esconderse. Aunque, es cierto, estas eran cada vez menos.
Perdidos entre la vegetación, otros refugios, tan diminutos y precarios como el suyo, se advertían en la espesura para quien supiera ver o conociera su existencia, pues nada revelaba que en ese lugar hubiera algo. El ruido de golpes, ramas cayendo y quejidos de las plantas desgarradas, era una clara señal de que no era el único despierto tan temprano esa mañana. Ni el único que buscaba abrirse camino hacia el centro de la aldea.
Llamar aldea a los refugios mal construidos y desperdigados entre los árboles resultaría excesivo; pero para las pocas personas que aún vivían allí, eso es lo que era. Y el centro de la aldea, lo que había sabido ser un espacio abierto, de recreación y solaz, estaba tan invadido de árboles, insectos y plantas, como el resto del mundo conocido. Sólo la costumbre y el recuerdo decían que algo distinto era posible.
Cuando golpeó hacia la derecha, con la fuerza de un recio brazo acostumbrado al ejercicio diario, una rama cayó a su izquierda. Se preparó para un ataque, creyendo que era el único en aquel sector de la jungla; extendiendo el filo del machete en la dirección del ruido, y sacando, tan rápido como un relámpago, uno de sus cuchillos, preparó las piernas para saltar hacia un costado entrecerrando los ojos, listo para repeler el ataque.
—Alto, alto, soy yo —dijo una voz aflautada y apenas audible.
—¿Jonás? —preguntó.
—El mismo. ¿Ya no me reconoces, Theo? —dijo el otro.
—No esperaba encontrarte por aquí —dijo Theo guardando el cuchillo y bajando el otro brazo. Aunque sin dejar de lado el recelo inicial de quien no esperaba el encuentro.
—¿Dónde más podría estar? No hay mucho para hacer, salvo cortar y golpear, golpear y cortar.
—¿Cuándo regresaste?
—Hace unos días —respondió Jonás—. Tres o cuatro. No estoy seguro; dormí demasiado en ellos. En la espesura no podía hacerlo con tranquilidad.
—¿Los demás ya lo saben?
—Algunos sí. Otros no. Aguardaba por la asamblea para presentarme ante todos. Y evitar el repetir mi historia varias veces. Entonces las palabras serán las mismas, sin que cambien cuando otro sea quien cuente lo que contaré.
—¿Cómo te fue? ¿Encontraste algo? —preguntó con avidez y brillo en los ojos, Theo, sabiendo cuál había sido el motivo del viaje de Jonás, así como las posibilidades del mismo.
—Regresé en una pieza, gracias por preguntar —fue la respuesta de Jonás.
Se miraron en silencio antes de retomar el camino, avanzando uno detrás del otro, hacia el centro de la aldea. Theo sabía que si Jonás no quería hablar era porque algo no había salido como lo esperaban cuando se decidió enviarlo a la espesura; por ello evitó preguntar, guardando sus inquietudes unos minutos más.
Mientras avanzaban se escuchaban con más fuerza los golpes y las voces conocidas que se saludaban, alegrándose por volver a ver un rostro familiar en medio de tantas hojas y la tierra rojiza. El omnipresente calor era el tema de conversación. El calor, la humedad y las picaduras nocturnas; el resto de las energías estaban concentradas en abrirse camino, en llegar al mismo sitio. No tenían, tampoco, mucho más sobre qué hablar, la sucesión de días iguales, la lucha por conseguir alimentos y lograr un espacio libre de vegetación, consumía todo el tiempo y todas las energías. Lo consumía todo, palabras y vidas por igual.
El ruido era más fuerte unos metros mas adelante. Theo y Jonás se apresuraron a llegar sintiendo la cercanía de otros hombres, de otros iguales a los que poder ver, con los que poder hablar, con los que poder alejar el fantasma de la omnipresente, silenciosa y verde soledad.
Cortaron una gruesa rama de un árbol igual a los anteriores, apartaron plantas y hojas para llegar a su destino. El centro de la aldea, donde media docena de personas se afanaba en abrir un espacio lo suficientemente grande para cobijar a todos los que esperaban ser. Machetes y hachas trabajaban sin cesar, brazos y piernas se esforzaban sin quejarse para lograrlo. Hombres y mujeres trabajando por igual, sin prerrogativas de ningún tipo, pues eran innecesarias en su despojada realidad. Sólo las necesidades más básicas importaban.
Nadie pareció percatarse de la llegada de los dos hombres que, tan pronto como abandonaron la espesura, comenzaron a trabajar para hacer retroceder a la salvaje naturaleza que los oprimía. Cada uno sabía qué hacer, conocían sus herramientas y de lo que eran capaces, por lo que no había órdenes, no había gritos ni líderes, sólo las palabras necesarias para lograr el entendimiento, para alertar del peligro, para celebrar la tarea bien realizada.
Al cabo lograron abrir un espacio lo suficientemente grande en el que el cielo pudiera verse por entre las ramas. Un claro lleno de aromas a hojas pisadas, a tierra removida, el olor de otra vida que necesitaba consumir lo que existía para llegar a ser. El hombre señalaba su presencia, pero sabía que sería por poco tiempo; tan pronto como se distrajeran, y sus herramientas descansaran más de lo debido, la selva cubriría las huellas de su paso.
Eran menos de una veintena, hombres y mujeres fatigados, cubiertos de sudor y aplastados por el calor; en su piel, en sus miradas, podían reconocerse las señales de esfuerzos pasados y de fatigas por venir. Los mismos rostros que el tiempo curtía acentuando rasgos, afilando miradas. No había niños entre ellos, como no los había habido nunca.
Se sentaron formando un círculo irregular esperando la llegada de algún rezagado, de algún perdido entre la espesura; aunque en su interior sabían que si alguno de ellos no aparecía a tiempo en las reuniones, sólo existía una opción que lo justificara.
—¿Comenzamos? —preguntó el más viejo de los presentes.
—¿Estamos todos? —preguntó a su vez, una de las mujeres mirando los rostros cansados que la rodeaban. Nadie respondió.
—¿Alguien quiere decir algo? —volvió a preguntar el más viejo.
—Sí —dijo Jonás poniéndose de pie —. He regresado.
Lo miraron en silencio, esperando que se decidiera a hablar, sabiendo que para explicar algunas cosas, las palabras no siempre son suficientes. En medio del silencio y la espera se percibía el movimiento de las hojas, las ramas que volvían a crecer, la naturaleza que se esforzaba por recuperar el espacio que intentaran arrebatarle.
No era duda lo que se reflejaba en el rostro de Jonás, algo más complejo y difícil de definir ocupaba sus pensamientos, algo capaz de frenar las palabras de quien acostumbra a horadar el silencio con su voz.
—Caminé… —comenzó—, caminé muchos días, siguiendo los viejos caminos que se descifran bajo los odiosos árboles —escupió al suelo luego de pronunciar esa palabra, los demás hicieron lo mismo—. Caminé primero hacia el sur, hacia donde se encuentra la laguna. Pero no puede hallarla. El pantano avanza, el barro reemplaza a la tierra y los mosquitos son tan grandes como mi puño —dijo y levantó el puño remarcando sus palabras.
—¿Estás seguro de que fuiste en la dirección correcta? —preguntó Tamy, la mujer de ojos marrones, la única que trataba de igual a igual a los hombres del grupo; sin resignarse, sin dejarse hacer.
—Fui en la dirección en que se acumula el moho en los odiosos troncos. Dime, mujer, ¿qué dirección es esa? —preguntó Jonás mostrando los dientes amarillentos y desgastados en una torcida sonrisa de triunfo.
Tamy no respondió, asintió con la cabeza y esperó a que el hombre continuara con su relato.
—Los caminos aún se bifurcan allí. Hacia el este me dirigí —continuó—. El este, como todos sabemos, es la dirección por la que surge el sol cada mañana —dijo mirando con desprecio a Tamy, quien le sostuvo la mirada sin inmutarse—; hacia la aldea que solía estar allí…
—¿Solía? —preguntó uno de los hombres.
—Así es —respondió Jonás sin reconocer la voz de quien hablara—. Refugios vacíos de hombres pero atiborrados de plantas encontré. Paredes derruidas, troncos cubiertos de retoños, y ninguna señal de fuego. Nada queda de esa aldea más que nuestro recuerdo. Quizás alguno de ellos haya escapado, no lo sé; si así fue, no vinieron hacia nosotros, huyeron en otra dirección. Ni siquiera restos de sal había en la tierra. Nada.
En silencio cruzaron rápidas miradas de rostro en rostro. Sabían que no existía otro sitio al que huir, y que si los pocos hombres que luchaban, al igual que ellos, contra la naturaleza ya no estaban, solo podían sentirse más pequeños ante la inmensidad de la selva y su devoradora persistencia.
—¿Qué hiciste después? —pregunto Theo, arrebatando de la ensoñación a los demás.
—Continué caminando, siempre hacia el este, buscando rastros, huellas, indicio alguno de la presencia de otros como nosotros. Aunque más no fuera un hueso pulido por las bestias brillando bajo el peso del agua.
—¿Llegaste hasta las montañas? —preguntó el más viejo.
—Llegué a ellas, si —confirmó Jonás—. A sus primeras estribaciones. Porque esperaba encontrar algo allí donde perduran las ruinas del pasado. Muros extraños, que no son de roca, pinturas de colores quemados por el sol, trozos de cerámicas de antaño. Hay muchas cosas allí, pero no hombres. Ni mujeres. Ni niños.
—¿Y del otro lado…? —preguntó alguien con un hilo de voz, no por dudar de sus palabras, sino por adivinar la respuesta.
—Nadie sabe qué hay del otro lado —respondió el más viejo.
—Temía que si continuaba ascendiendo no encontraría un camino por el cual regresar.
Antes de que el silencio se apoderara nuevamente del grupo, el mismo Jonás continuó hablando.
—Hice un largo rodeo por las tierras del norte, antes de regresar.
—¿Por qué? Sabemos que nada queda allí —dijo uno de los hombres.
—Lo sabemos, sí —respondió Jonás—. Pero no podemos estar seguros de ello por siempre. Puede ser que llegaran personas de otras aldeas, de los viejos pueblos, para establecerse allí. Suponiendo que esa leyenda del pasado posea algo de verdad.
—Sí, es probable —dijo otra de las mujeres que sólo entonces se animaba a hablar—. ¿La vegetación es diferente en ese lugar?
—En absoluto —continuó Jonás—. Desde las montañas hasta aquí, desde el sur donde estaba la laguna hasta el norte donde sabíamos que estaba el desierto, todas las plantas son la misma planta, repetida una detrás de la otra, devorando cada diferencia. No es posible distinguir el bosque de la simple jungla. Todo es lo mismo. Y sabemos lo que eso significa.
—Kilómetros y kilómetros de árboles sin frutos.
—El calor, la humedad… —dijo el más viejo.
—La dificultad para la caza —recordó otro hombre.
—Menos comida.
—Menos agua.
—Más insectos.
—Son muchos problemas. Si crece la selva, si el pantano se traga la laguna. ¿Qué podemos hacer? —se animó a preguntar Tamy—. ¿Cómo viviremos?
—Al menos en esta región así lo parece —dijo Jonás—. No recorrí el mundo entero, no puedo saberlo. Pero llegué a los límites que esta misma asamblea me impusiera, y regresé, con malas noticias, pero regresé.
—Decidimos esos límites para que regresaras pronto —dijo el más viejo del grupo—, porque pensábamos que los caminos estaban allí y que las respuestas a nuestras dudas llegarían por ellos. Y también porque más allá del desierto, del pantano o las montañas…
—¿Qué haremos? —preguntó una mujer.
—¿Qué quieres hacer tú? —preguntó el más viejo—. ¿Qué propones?
—No lo sé, no sé nada —respondió la mujer—, por eso pregunto: ¿Qué haremos? ¿Entregarnos al bosque? —logró articular antes de que la ganara el sollozo.
—¿Por qué no migrar? —dijo Tamy.
—¿Hacia dónde? —preguntó Jonás.
—No sabemos lo que hay del otro lado de las montañas; nunca las hemos cruzado.
—Selva. ¿Qué más puede haber? —dijo otro de los hombres.—Pero no lo sabemos. Siempre hemos estado aquí. Quizá sea diferente. Y es la única opción porque no podemos atravesar el desierto sin agua ni comida. Ni aún si tuviéramos esas cosas, porque desconocemos sus límites. El pantano se ha tragado las barcas y a varios de nuestros compañeros. En la montaña, por lo que cuentas —dijo mirando a Jonás—, no sólo no hay hombres ni plantas, sino tampoco bestias que nos ataquen como esos animales que allí se escondían escapándole a la selva.
—Es cierto —reconoció Jonás—, no vi rastros de bestias. Puede ser que hayan muerto, o que alguien más las haya cazado.
Volvieron a mirarse en silencio, buscando alguna respuesta en los rostros cansados de luchar contra la naturaleza, alguna opción a su predicamento. Pero ninguno de los presentes tenía respuestas para ofrecer. Ninguno tenía nada.
—¿Cuándo partimos? —preguntó el más viejo del grupo.
—Sería mejor que fuera antes de las lluvias —dijo uno de los hombres—, cuando todavía hay tierra donde pisar y aves que cazar.
—Cierto —asintieron varias voces al mismo tiempo—. Es el mejor momento.
—¿Podrías guiarnos hacia las montañas? —preguntó el más viejo a Jonás.
—No es un camino fácil.
—¿Y cuál sí lo es?
—Es cierto —reconoció Jonás asintiendo con la cabeza—. Debemos viajar tan livianos que apenas notemos el esfuerzo —dijo Jonás mirando al más viejo del grupo.
—Yo no iré —dijo Theo rompiendo su silencio—, me quedaré aquí.
Las miradas se concentraron en él; nadie dijo nada.
Los días se acercaron a la temporada de lluvia. Hubo dos asambleas más antes de la migración. Dos reuniones en las que se intentó persuadir a Theo para que abandonara su idea de quedarse en aquel desolado lugar, cubierto de vegetación y sin otros hombres, sin civilización, sin recuerdos más que los propios.
A pesar de los esfuerzos, la decisión de Theo era firme. Allí se quedaría, no permitiría que la naturaleza, la simple y tonta naturaleza le venciera. Se quedaría para continuar la lucha ancestral del hombre. O eso decía. Porque ninguno conocía en verdad a Theo. La mayoría eran refugiados de otras zonas, de otras regiones de las que habían huido luego que la selva los invadiera, o porque la falta de alimentos los empujó a huir creyendo, quizá, que aún persistía algún sitio que fuera algo más que ruinas, troncos mal quemados y soledad.
Cuando llegó el momento, estando todo preparado para la partida, se realizó la última reunión en el centro de la aldea, al amanecer, en un claro a medio abrir, porque si estaban yéndose no valía el esfuerzo terminar la labor. Theo también se encontraba allí, para la despedida, para el último intento de convencimiento en contra de su decisión.
—Ven con nosotros, Theo. No te quedes atrás —dijo Jonás, quien guiaría al grupo en la extensa jornada.
—Sabes que por más que lo repitan, no iré con ustedes—respondió Theo.
—Ya antes has demostrado tu empecinamiento al momento de tomar decisiones —recordó Jonás—; incluso en algunas ocasiones fue con razón. Sin embargo, en este caso, no creo que sea lo correcto. Por eso repito mi pedido: ¡Ven con nosotros, Theo!
—Tus palabras son elocuentes, como siempre, pero no iré —respondió.
—¿No hay nada que podamos hacer? —preguntó el más viejo del grupo, su salud había desmejorado mucho desde el día en que tomaran la decisión de migrar, tosía todo el tiempo y le costaba empuñar el machete. Pero, mientras sus brazos pudieran moverse, no se entregaría al bosque.
—Nada —respondió Theo.
—Entonces, adiós —dijo Jonás haciendo un seña con la mano al resto del grupo, sin dejar que Theo viera su rostro.
Abrieron un camino hacia el sur y desaparecieron en la oscuridad de la jungla guiados por indicios y señales que pocos podrían interpretar y que perdurarían apenas unos días luego que nadie quedara allí para repetirlas. Theo permaneció el resto del día en el improvisado claro, mirando cómo el camino volvía a cerrarse poco a poco, cómo las ramas crecían a ojos vista, desarrollándose cada una de sus hojas; esperó masticando algunas pocas de las bayas que le quedaban.
Antes del anochecer repentino con el que las ramas entrelazadas ocultaron el cielo, se levantó y, esquivando los muñones que todavía no habían vuelto a florecer, decidió volver a su refugio, donde le esperaban los pocos objetos que los demás dejaran atrás, a modo de ofrenda, es cierto, pero también para evitar todo pesa extra. Se convenció de que debía dejar de ocuparse de ellos, que aquellas cosas le pertenecían ahora, que eran suyas y de nadie más, aun cuando la mayoría de ellas no tuvieran verdadera utilidad contra las plantas que no dejaban de crecer. Con el regreso de la oscuridad, lo importante era encontrarse a cubierto antes de que los mosquitos abandonaran sus escondites.
Levantó el machete y lo descargó, con fuerza y decisión, contra un tronco cercano para cortar una rama baja como cualquiera otra.
Con algo más que estupor, vio cómo la hoja mellada de acero del viejo machete se quebraba frente a sus ojos, contra el joven tronco de un indiferente árbol, como si fuera una rama seca partiéndose para ser la leña de una fogata cualquiera.
Miró el trozo de metal quebrado que aún aferraba sintiendo que la desesperación lo inundaba y que la incredulidad rebasaba cada poro de su sudoroso y cansado cuerpo. Ni en sus peores pesadillas creyó que pudiera sucederle algo semejante, en ellas siempre contaba en su fiel arma con la cual defenderse de cualquier elemento.
Sabiendo de antemano lo que vería, giró sobre sus talones buscando el camino abierto apenas horas antes por sus compañeros. Lo único que encontró fue las mismas hojas, las mismas ramas, los mismos troncos que vería durante el resto de su vida.
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