Se sube al tren: Jimena Busefi
Hoy se sube a nuestro tren la escritora y profesora Jimena Busefi y nos presenta su cuento "Las luces del puerto"
- ¿Cuando y por qué comenzaste escribir?
- A los siete años empecé a escribir cartas y a llevar un diario íntimo. Se había casado mi hermana mayor, se habían ido de casa mis hermanos varones, y tanta ausencia me generó un vacío que necesitaba canalizar por algún lado. Diarios y cartas a amigos imaginarios fueron mis primeras incursiones en la escritura. Escribir era, también, una especie de legado familiar: mi papá escribe y actúa, escucharlo era el ritual de las reuniones familiares. Igual que ir a los recitales de una tía, Rosita Sini, que fue algo así como la Naty Mistral de su barrio, La Boca. Con los años, además del profesorado, hice varios talleres pero, formalmente, fue en el de Alejandra Laurencich donde empecé una nueva etapa, corregir, conocer el oficio y trabajar en un proyecto firme.
- ¿De que se nutre tu escritura?
- De la lectura, sin dudas, y también de una especie de actitud contemplativa que tengo. Paso horas mirando el cielo, escuchando la lluvia, caminando sola por lugares en los que, casi siempre, descubro algo. No algo importante sino un hallazgo íntimo que despierta emociones tan poderosas que necesito contarlas.
- ¿Tenés rituales a la hora de ponerte escribir?
- No. Te mentiría si dijera que prendo una pipa y me siento frente al teclado rodeada de libros. La imagen de la escritora no es la mía. Es más: me cuesta ponerme a escribir. Soy dispersa. Tengo que irme a un bar o encontrar un hueco en las horas de trabajo y sentarme tranquila, en un aula vacía, con un cuaderno y un lápiz. Las cosas más lindas y personales que escribí fueron escritas a mano y en el momento menos propicio.
- ¿Hay algún tema que aún no te animaste a enfrentar con tu escritura?
- Los temas sociales. Me gustaría escribir una novela política o una poesía que baje línea. Pero no creo que lo haga nunca. Sí espero intentar, alguna vez, hacer un trabajo de investigación sobre algún personaje interesante; uno de esos outsiders que nadie recuerda y, sin embargo, aportaron su granito de arena al mundo.
- Te doy una bola de cristal para ver el futuro, ¿cómo te ves?
- Dando clases, como ahora, y, aunque ya no sé si estoy a tiempo, me encantaría ser una performer: leer mis textos, interpretar mis poemas, cantar, convocar a la gente a la noche, el vino y la poesía.
- Hoy ¿por qué escribís?
- Para mostrar mi percepción del mundo. Es como si mostrara una foto. Tengo mi propia corriente estética en la que conviven la frivolidad y el dolor, los arrabales y el cine clásico, Borges, Arlt, el jazz, Los Redondos, Eva Perón y Grace Kelly. Necesito encauzar, de alguna manera, todo eso que da vueltas por mi cabeza: recuerdos, sueños, percepciones. Mi mente no para. O tomo un ansiolítico para tanta obsesión (cosa que, creo, nunca haré) o escribo. Además, sonará a cliché pero los que escribimos tenemos cierto rasgo de incomprendidos, una especie de tristeza romántica y altiva que sólo puede curarse a través de la palabra.
"Las luces del puerto"
A lo mejor era el relato de sus viajes lo que tanto me gustaba de Julián: la descripción que hacía del rumor del agua en las calles cercanas a la Fontana di Trevi y la foto que mandó desde San Petersburgo justo cuando yo, tapada hasta el cuello, leía en la cama a Dostoievski. A lo mejor era esa manera de ir por el mundo lo que me atraía de él y no sólo su mirada de poeta maldito. Julián parecía habitar un punto impreciso del Universo y estar en dos lugares a la vez. A veces, aparecía de sorpresa por la calle, tocaba bocina y me invitaba a dar una vuelta en su auto. Pero, a la semana siguiente, publicaba en Internet fotos en las que se lo veía, mochila al hombro, caminando por una ciudad remota. Se iba sin decir nada. Viajaba mucho. Aunque en lo concreto vivía en Buenos Aires y trabajaba como bibliotecario en un colegio de la provincia. Supongo que ahorraría aguinaldos enteros para viajar tanto. Sin dudas, era un buscavidas. Eso me encantaba. Además, le gustaban, como a mí, los gatos, la poesía y el cine. Me invitaba a ver películas a su departamento de la calle Solís. Cocinaba con un delantal colorado y preparaba la mesa en el balcón. Comíamos juntos y después leíamos a Idea Vilariño. Un sábado de enero, me quiso explicar los detalles de una teoría que había estado estudiando sobre el origen de las estrellas. Habló de los agujeros negros y de la Vía Láctea. Hacía calor. Julián señaló el Lucero y me pidió que lo mirara. Pero yo miré, nada más, el piercing que él tenía clavado en la ceja. Me parecía un rasgo distintivo. Es cierto que miles de personas tienen un aro en la nariz, en la ceja o en la lengua, pero el de él era distinto. Tenía algo de herida abierta y de inocencia. Más me lastimó la vida, contestó cuando le pregunté si le había dolido ponérselo. Me gustó su respuesta. Confirmaba que a él también la suerte, el destino (o lo que fuera) lo habían herido tanto como a mí. ¿Veremos una estrella fugaz?, me preguntó en un momento y se quedó pensando sin saber que, para mí, estar ahí tratando de recordar el nombre de las constelaciones con él ya era más que suficiente. Aquella es la Cruz del Sur, ese el Cinturón de Orión, decíamos mientras fumábamos mirando el cielo. En un momento, nos dimos cuenta de que se nos habían acabado los cigarrillos. Decidimos ir a comprar y, de paso, dar una vuelta. Queríamos tomar un helado frente al río. Bajamos a buscar el auto. No había un alma en la calle. A unas cuadras del garage, el palacio del Congreso se veía como una maqueta iluminada. Bajamos por avenida Belgrano hacia el puerto. Escuchábamos un disco de una cantante francesa que tenía una voz agónica y sensual. Miré la hora en el reloj del tablero. Habían pasado las doce. Leí también la fecha: ocho de enero. Hoy mi mamá cumpliría años, le dije. Julián me miró fijo durante unos segundos. Sostenía el volante. Estábamos frente a un semáforo en rojo. Las luces de un patrullero que justo paró al lado nuestro le iluminaban la cara. Azules, blancas, giratorias. Julián parpadeó y entrecerró los ojos. Me imaginé que nos hacían bajar y que, mientras yo esperaba en el auto, a él lo revisaban contra una pared. Las piernas separadas, los brazos en alto, la cabeza baja. Por suerte no pasó nada de eso. El patrullero dobló. Nosotros seguimos. Llegamos al puerto, estacionamos y nos bajamos del auto. Empezamos a caminar. Había gente por todos lados. Unas lamparitas de colores, en la cubierta de un barco, pendían del mástil como en una kermese de pueblo. Apoyados en una baranda, a orillas del río, miramos los círculos que se formaban en el agua. Hicimos una broma sobre el ahogo de Narciso y también sobre una chica que pasó caminando apurada. Llevaba un pantalón muy ajustado, tacos altos y, en la mano, un celular que miraba todo el tiempo. Vos no sos como ella, vos buscás otra magia, me dijo Julián y se rió. Sus palabras me gustaron. A partir de ese momento creí, casi con certeza, que entre él y yo podía llegar a empezar algo importante. Un romance o una amistad duradera. Encontraba, por fin, alguien que entendiera la “otra magia”. Frente a la puerta de la heladería, había una cola interminable así que decidimos irnos a algún lugar donde pudiéramos hablar tranquilos. No quiero boliches de moda, ni barcitos para turistas, dijo apretando el acelerador con fuerza y me llevó a un almacén con mostrador de madera en Boedo. Conversamos hasta tarde. Volvimos de madrugada. Ya en la puerta de mi casa, antes de que yo bajara del auto, me propuso que algún día viéramos juntos Los girasoles de Rusia, la película de Vittorio De Sica en la que Sofía Loren busca desesperada a su amor perdido. Esa noche me fui a dormir con las imágenes del puerto. Las luces, los diques y los barcos aparecían en flashes en la oscuridad de mi cuarto. Al día siguiente, busqué la película de De Sica en el cine club de mi barrio y la alquilé. Lo llamé por teléfono pero no atendió. Nunca más me atendió. Sola, y esperando que tal vez Julián apareciera, vi varias veces Los girasoles de Rusia durante aquel enero. Meses después, él publicó la foto en la que caminaba por San Petersburgo. Ya había terminado el verano. Hacía frío y mi gata dormía sobre el ejemplar de Crimen y Castigo.