Se sube al tren: Graciela De Mary

Graciela De Mary - narrativa - cuentos - escritoras argentinas - leamos autoras

Se sube al tren la escritora y profesora de Historia Graciela De Mary, de quien compartimos su cuento "Dos veces nauseabundo"

- ¿Cuándo y por qué comenzaste a escribir?

- Empecé a escribir ficción en 2015. Yo soy profesora de Historia y un buen día, después de más de tres décadas de enseñar, ya no tenía obligaciones laborales y entonces tuve la posibilidad de explorar diferentes talleres literarios y descubrir autores contemporáneos que yo no conocía. Fueron una real inspiración. Así empecé a esbozar mis primeros cuentos.

- ¿De qué se nutre tu escritura?

- Al principio fue pura catarsis. Después, me nutrí de imágenes. Como soy muy observadora, y disponía de tiempo, empecé a registrar situaciones de mi entorno en el conurbano que es una verdadera cantera de historias. Por ejemplo, una vez vi a un profesor de básquet y un grupo alumnos en el andén de la estación de Villa Ballester. Posiblemente iban a un partido. El profe les explicaba con gestos algún detalle técnico del juego. Los pibes lo seguían con la mirada las manos del hombre, totalmente absortos. Bueno, eso me disparó un cuento que empieza en Polonia, termina en la ruta 8 y atraviesa los avatares políticos de mi partido, Gral. San Martín. De hecho, mi blog literario se llama “Desde el Conurbano”.

- ¿Tenés rituales a la hora de ponerte escribir?

- Sí. La ventana de mi escritorio da a una plaza. Pienso mejor mientras miro sus árboles. Además, siempre me acompañan el termo y el mate..

- ¿Hay algún tema que aún no te animaste a enfrentar con tu escritura?

- A mí me cuesta escribir sobre el amor, o tal vez lo hago de manera soslayada, lo abordo desde lo social. Creo que nunca escribí nada sobre el amor romántico. Será un próximo desafío.

- Te doy una bola de cristal para ver el futuro, ¿cómo te ves?

- Me veo aprendiendo. Intentando escribir el “cuento perfecto” y avanzando, o no, con alguna novela.

- Hoy ¿por qué escribís?

- Porque me hace inmensamente feliz.

- ¿Cuál es la historia detrás de los textos que publicamos?

- Hay una frase de Benedeti que me impactó: “La literatura es mentir bien la verdad”. También lo expresó Piglia más o menos con las mismas palabras. Yo, humildemente, coincido con eso. Este cuento responde a esa afirmación. Creo que al abordar recuerdos dolorosos nos sanamos a nosotros mismos y al entorno. Eso sí, debe tener impacto estético para el lector, porque sin lectores no hay literatura.


"Dos veces nauseabundo"

El viejo volvió a mirar por la ventana. El tipo no se había movido. Los perros estaban enloqueciendo y el viejo se decidió a salir porque no quería que los animales se alteraran tanto.

No le importaba nada de ese tipo de corbata que seguro quería venderle algo. O a lo mejor no era un vendedor sino que le venía a hacer el cuento del tío. El viejo estaba preparado, ningún sinvergüenza lo iba a joder. Esperó un poco más, agazapado detrás de la cortina. No había caso, el otro seguía ahí.

Salió maldiciendo entre dientes. Por las alpargatas se colaba el frio de la tierra apisonada en la que nunca había crecido ni una brizna de pasto.

─¿Si?─ le dijo al intruso.
─Buenas, le traigo una notificación de Tribunales.
─¿Qué?¿Qué dice?─El viejo tardaba un poco en reaccionar. Le pasaba con todo

El tipo había perdido la paciencia después de haber estado golpeando las manos con fuerza durante quince minutos para hacerse oír.

No, no se lo iba a repetir.

─Va a tener que buscarse un abogado ─ dijo como disfrutando el momento.

Le hizo firmar como pudo en un papel, le entregó un fajo de hojas con membrete del Poder Judicial y se subió al auto. Estaba fastidiado porque el coche se había llenado de polvo. Las calles eran de tierra y estaban poceadas. No había carteles que indicaran los nombres.

El viejo entró en la cocina y sacó del fuego la pavita de aluminio que escupía gotas hirvientes sobre la pared sin azulejos. Se sentó y apoyó sobre la mesa los papeles. La palabra abogado resonaba en sus oídos. Deseaba estar en el medio de una pesadilla. Últimamente le pasaba que recordaba cosas pero no sabía si habían sido realidad o eran sueños. También se dormía sentado con frecuencia y se despertaba sobresaltado por sus propios ronquidos. Buscó los anteojos y se los puso, pero las cataratas y la ansiedad le impedían descifrar el orden de las letras que parecían bailar en el papel. Las manos le temblaban. Desde hacía mucho tiempo se habían vuelto huesudas y oscuras por las manchas. Un frío húmedo le recorría el cuerpo ahora encorvado y vencido.

Necesitaba superar la confusión. Apartó los papeles y se sirvió un mate. El agua hirviendo le quemó la garganta. Empezó a llorar. Lloraba por el dolor, por estar solo, por ser viejo, por ese hijo de puta que le había metido miedo cuando le dijo:" Va a tener que buscarse un abogado".

Apartó la cortina de tiras de plástico que separaba la cocina de la pieza y se tiró en la cama entre sollozos. Estuvo un rato, no supo cuánto. Se levantó con dificultad, todavía le dolía la garganta. Arrastrando los pies volvió a la cocina. Juntó los papeles desparramados sobre la mesa de fórmica marrón e intentó otra vez comprender lo que estaba escrito. Posó los ojos cansados que eran como dos manchones grises acuosos, parecidos a la mezcla de colores en la paleta de un pintor desganado. Entre la masa de palabras, identificó algunas que se repetían: "contrato de alquiler", "deuda", "garante". De pronto empezó a temblar. Con dificultad leyó un nombre: Leonardo Gentile.

─Leo....─ el viejo pronunció el nombre de su único hijo como si estuviera resucitando a un muerto.

La distancia entre los dos había sido como una zona oscura donde habitaban el desprecio y el miedo. Y no importaba que hubieran vivido juntos durante doce años. El cono de sombras a veces se hacía menos denso pero nunca desaparecía del todo.

Supo haber buenas épocas en las que jugaban a luchar como los Titanes en el ring o iban al Italpark, pero nunca duraban mucho. Leo las atesoraba como luciérnagas adentro de una botella y entonces, cuando las lucecitas brillaban en su memoria, repetía: "Si, yo también fui un chico, también una vez me consintieron, como esa vez que..." Pero los recuerdos se le mezclaban con las ilusiones.

En cambio, las cosas de la zona de las sombras sí que eran ciertas. Lo sabía porque había visto los despojos. Como el triciclo estrellado contra la pared del pasillo estrecho por el que había que pasar casi de puntillas para no despertar al padre mientras dormía la siesta. O como el asiento con respaldo alto de la bici nueva, despanzurrado como represalia por haber salido sin permiso. O como el diente roto y los gritos que encogían el corazón.

Claro que Leo se olvidaba y volvía a salir con los pibes de la esquina a explorar los terrenos baldíos y volvía corriendo y sudando gotas marrones que se deslizaban por la frente y los pelos duros de la mugre. Y los lunes volvía a la escuela y otra vez lo citaban al padre y otra vez la paliza. Y otra vez ponerse al día con la tarea atrasada para alcanzar la zona de la luz.

─¿Pa, qué quiere decir nauseabundo?─La maestra de séptimo se ponía pesada con las lecturas.

El padre había levantado la vista del diario y lo había mirado serio. Antes de volver al suplemento de deportes, le había dicho secamente:

─Es algo como vos.

Leo había advertido que el padre no le había contestado así por estar enojado. Era algo peor. Había corrido a buscar un diccionario.

" Nauseabundo,da: que produce ganas de vomitar. Repugnante”.

Conmocionado, había repasado varias veces la definición. Y ahí nomás, sintiendo que había dejado de ser un niño, decretó para siempre su propia indignidad.

Muchos años después, al reencontrarse con su padre, no sintió nada. Un interés fingido lo había acercado un tiempo como para ganarse algo de su confianza. Después de todo, era su único hijo, ambos estaban solos y él necesitaba con urgencia una garantía para alquilar. No fue difícil engatusarlo para que le diera la escritura.

La vida de Leo siguió siempre. Algo de mala suerte, algo de desidia. Si no hubo intención de perjudicar al padre tampoco hubo interés en dejarlo al margen de su fracaso. Ni siquiera le avisó que había dejado de pagar y que le habían iniciado un juicio. El viejo se acababa de notificar del embargo de la casa a medio terminar que era todo su patrimonio.

La desesperación hizo que en su cabeza se empezaran a ordenar ciertas ideas. Primero, buscar el teléfono de Leo.

Revolvió en los cajones del aparador hasta encontrar el cuaderno roñoso donde anotaba los pocos datos que todavía lo mantenían unido al mundo.

Marcó con dificultad en el teléfono fijo que estaba colgado de un soporte en la pared de la cocina. Le extrañó que fueran tantos números. No conseguía que alguien lo atendiera. Estuvo así, intentando, rezongando, llorando de a ratos. Ya era la tarde y se dio cuenta de que no había comido nada. Tampoco había tomado los remedios. No le importaba, lo único que quería era hablar con el hijo. Que lo tranquilizara, que le dijera que era un error, que no pasaba nada.

Volvió a marcar la sucesión imposible de números. La voz del hijo atendió del otro lado.

─Hola.
─¿Leo?
─¿Quién habla?
─Yo, tu padre.
─…
─Oíme, acá me llegaron unos papeles
─¿Qué papeles?─Leo fingía sorpresa.
─No sé, me los dejó un tipo, de Tribunales, está tu nombre.
─¿Ah...si?─dijo por decir algo.
─Si ¿Vos no sabés nada?
─Y si viejo, debe ser porque me saliste de garante ¿No te acordás?
─¿De garante de qué?
─De un alquiler viejo, ¿Pero no te acordás?
─¿Y qué quieren?
─Cobrar.
─¿Cómo cobrar?
─Mirá viejo, te la hago corta. El departamento que yo alquilé, después de que me echaron ya no lo pude pagar. Se me juntaron las cuentas y no me alcanzaba. Estuve unos meses así hasta que me desalojaron. Quedó la deuda. No te avisé antes para no amargarte. Estoy en la calle, no te escucho bien.

El viejo presionaba tanto el teléfono sobre la oreja que le empezó a doler. Se le nubló la vista.

─Escuchame, por qué no venís para acá y te llevás todo este quilombo ─La voz del viejo empezaba a sonar como un pedido de ayuda.
─Ya te dije lo que es. Quedate tranquilo, estas cosas van para largo.
─¿Qué cosas?
─Las cosas de los Tribunales ─Leo se evadía como si no tuviera nada que ver.
─Yo no voy a ir a ningún Tribunal.
─No vayas, ellos ya te encontraron.
─Pero escuchame, ¿qué querés vos?
─¿Yo? Nada, si vos me llamaste a mí.
─¡Porque acá dice embargo…! ─dijo el padre con un hilo de voz.
─Y si viejo, te embargan la casa. Es para pagar la deuda.
─¡ Pero si no tengo deudas!
─Ahora sí. Te van a hacer pagar con esa casa de mierda que tenés y seguro que te queda guita.
─Pero ¡Qué decís la puta que te parió!
─Digo que me saliste de garante y que ahora tenés que pagar. ¡Te vas a un geriátrico y fue! ─La expresión de Leo se tornó desafiante, hiriente.
─¡Malparido!¡ Sos un Malparido ....! ─Los gritos del viejo se apagaron hasta terminar en un gemido. Se fue deslizando por la pared hasta quedar sentado en el piso. Se cubría la cara con las manos.

Leo amagó con contestar, sin embargo cortó la llamada, y mientras cruzaba la avenida, guardó el celular maltrecho en el bolsillo de la campera.


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