Se sube al tren: Diego Cano
Se sube al tren el escritor e historiador Diego Cano, de quien compartimos su cuento "Uno parece tener la culpa"
- ¿Cuándo y por qué comenzaste a escribir?
- Empecé a escribir narrativa y cuentos a los treinta y pico, ya de mayorcito. En mi caso, la escritura cae de maduro después de la lectura. A mí me gusta leer, escribir es sólo una consecuencia.
- ¿De qué se nutre tu escritura?
- De todo, de mi vida y mis lecturas, o mi vida de lecturas, que termina siendo algo similar. Te podría decir que son todos autobiográficos mis textos, pero te estaría mintiendo, porque formalmente poco tienen que ver.
- ¿Tenés rituales a la hora de ponerte escribir?
- No, para nada. La escritura es algo artesanal, y como todo trabajo de artesano precisa destreza, práctica y tiempo, mucho tiempo. El único ritual que me viene son mis tazas de café, pero eso es un nutriente básico de mi metabolismo.
- ¿Hay algún tema que aún no te animaste a enfrentar con tu escritura?
- Esta es de las preguntas difíciles. Ojalá pudiera animarme a permitirme escribir sobre todo, sin tapujos, casi te diría, sin moral, como Osvaldo Lamborghini o Alberto Laiseca. Apenas puedo enfrentarme a mis fantasmas, lo cual no lo considero poca cosa.
- Te doy una bola de cristal para ver el futuro, ¿cómo te ves?
- Me veo sentado en mi sillón negro, leyendo, con mis hijos revoloteando por ahí.
- Hoy ¿por qué escribís?
- Lo vivo como una necesidad, igual a la de comer o dormir. Tampoco me lo impongo, ahora estoy hace varios meses sin escribir narrativa y cuentos, no me vienen ideas, o las que me viene me parecen de Perogrullo, hay tanta cosa buena escrita que repetir no tiene mucho sentido. En mi caso escribo cuando parte de una necesidad interior y de una búsqueda.
- ¿Cuál es la historia detrás de los textos que publicamos?
- La estigmatización, los prejuicios y, por encima de todo, de la locura.
"Uno parece tener la culpa"
Su apellido es Mack y lo que les voy a contar le sucedió en un barrio del noroeste de la provincia de Buenos Aires. Vivía sólo en su departamentito de la avenida Perón abarrotado de libros.
Más allá de los problemas de espacio, la literatura de variado origen poblaba sus estantes, el piso, el costado de la cama, el baño y todo lugar propicio para apoyar un libro. La pieza de sus chicos comenzaba también a llenarse de sus propios libros, y la queja empezaba a asomar sobre el lugar que efectivamente ocupaban en su vida comparado con ellos. El aire se hacía un tanto irrespirable por la cantidad de libros emanando ese olor ácido y húmedo. Algo tenía que hacer Mack al respecto aunque no sabía bien qué.
Así ideo la forma de entretener a su cría, mantenerlos ocupados un poco para liberar tiempo para la lectura. No importaba que fuera poco o mucho, sus autores predilectos podían leerse en las solapas. Tal vez no previno del todo las posibles consecuencias que ese acto tendría sobre su vida. El hecho es que se decidió a comprar un perro, y es aquí donde comienza realmente la historia.
Tomo la iniciativa después de algunas consultas, por un border collie. Había charlado en la madrugada anterior con el portero en el pasillo comentándole su inquietud. Eran las tres de la mañana y Mack salió a caminar un poco. El portero, con su mameluco achocolatado, mugriento y engrasado en sus extremidades, hablaba con un vecino del edificio. Al salir del ascensor, mirando ambos de reojo a Mack, dejaron de hablar. Fue evidente que hablaban de él. El portero le pregunto, sereno, aunque con un tono por encima de la media:
- ¿Me va a preguntar por el perro? |
- Sí –contestó. |
- ¿Cómo sabía? –agrego Mack. |
—- Tengo uno para recomendarle y ya lo tengo todo planeado. Una familia pudiente de doble apellido, pero con problemas psiquiátricos, tienen un cachorro border collie y querían regalarlo, se los recomiendo –cerró el portero barriendo el piso con su vieja escoba y sin mirarlo a los ojos. |
Mack incierto, caminó por el largo pasillo hasta la luz de la luna que se reflejaba en la salida.
Mientras intentaba ponerse el único barbijo que había encontrado en su casa, pensó: “simpático el nombre del perro”, y se preguntaba cómo le habrían podido poner “border” a una raza canina, aunque hurgo en su pequeña cabeza pensante y no pudo encontrar la respuesta. Por mera empatía con su nombre, tomo la decisión de aceptar la sugerencia del entrometido portero.
Con el perro ya en la casa, Mack abrazo el frío de esa mañana de mitad marzo que se hacía sentir mucho y poco a la vez. No quiso salir de su casa, la pandemia mundial recién decretada había sido un alivio para él. La sensación de estar en su pequeño departamentito leyendo durante ese anticipado otoño era de puro de placer. Comenzó a leer la revista Gente e inmediatamente sintió unos ruidos en su pieza. Varios libros ya habían sido meados, revueltos y desordenados por el reciente adquirido can. Por suerte, ninguno de los más buscados estaban a ras del suelo, por lo que nada más que una simple puesta al sol no pudiera solucionar, aunque el olor penetrante del meo del cachorro comenzaba a darse cuenta que no era tan fácil de sacar del papel. A la tarde pudo dedicarse a la lectura más de cinco minutos seguidos sin casi sufrir interrupciones, sólo para hacer la comida de todos (perro incluido), lavar la ropa, y limpiar con lavandina como demandaba la nueva normalidad. En esa franja de tiempo, se tranquilizó y leyó Bucay.
Parecía que había logrado la circunstancia ideal que había buscado, lo cual lo llenaba de alegría. Al principio observaba un poco al perro, le preocupaba que se pudiera llevar bien con sus hijos. El animal saltaba, se agitaba, mordía un poco con sus afilados dientes, y no hacía mucho caso a las consignas. Mack atribuyo todo a su corta edad. Lo que más le preocupaba en realidad eran sus mordiditas. Entonces fue cuando percibió el ruido fuerte y sistemático en el dormitorio, se levantó de su pequeño sillón de lectura de terciopelo verde, maltrecho y ennegrecido, y enfilo hacia el cuarto por el largo y fino pasillo. Llegando más cerca empezó a darse cuenta que el ruido consistía en ciertas hojas de papel quebrándose. Miro por la cerradura y lo que vio era algo inesperado. La pieza era un descalabro, papeles por todos lados, miles de hojas desperdigadas, pis del perro encima de su cama, en la ropa y zapatillas. No sabía cómo reaccionar. Se preguntaba: “¿cómo pudo haber pasado esto?”. Abrió la puerta y retó enojado al perro, elevo un poco la voz, tal vez un poco más de “un poco”. Enseguida sonó el timbre. Era el portero que le preguntaba porque gritaba tanto, que no estaba permitido y que enseguida los vecinos irían a reclamar. Mack se preguntó: “¿cómo pudo venir tan rápido el portero?”
Mientras tanto el border collie se acurrucaba en un rincón y parecía llorar sin lágrimas. Despacito Mack comenzó a ordenar y busco pegamento. Junto las hojas que pudo, y comenzó a armar el rompecabezas, aunque rápidamente se cansó, eran las tres de la tarde y tenía que dormir. El rompecabezas había quedado desordenado, aunque no importaba mucho para su tipo de lectura, podía leerse igual en esa irregular composición.
En la vigilia se dio cuenta de que tal vez debía pasear al perro. Cuando se despertó, encaró hacia al pequeño frío anticipado de la calle. Mack le coloco la correa al pequeño animal, él su correspondiente barbijo, y ambos salieron a dar una vuelta. Cuando el portero lo vio dirigirse hacia la calle esgrimió una media sonrisa para bajar la mirada y seguir barriendo. Eran las dos de la mañana. El paseo no fue grato, el frio era más intenso de lo esperado y la poca luz de la luna le impedía ver con precisión. Mientras caminaban, el perro no paraba de morderle el tobillo. No era el cachorro que realmente hubiera pretendido, ya tenía nueve meses y sus dientes llegaron a hacerle sangrar su pierna del lado izquierdo. El frío y la sangre lo estaban molestando, pero el perro lo hacía aún más. Se preguntó: “¿qué hacer?”.
Al volver al edificio, el portero, ahora ya liberado de toda forma, con voz sobresaltada, lo inquirió de manera incisiva:
- ¿Qué le ha hecho al perro? |
- No le hecho nada, el perro es así – respondió Mack. |
- Seguro es un problema suyo, el perrito parece muy bueno –le contestó el portero sin mirarlo a los ojos. |
Subiendo en el ascensor hacia su departamentito, Mack se cruzó a su vecina que era unos años mayor que él. Mientras tiritaba y la sangre de su tobillo llegaba a sus zapatillas nuevas y meadas por la pequeña bestia. El perro, mientras tanto, al ver a la vecina movió la cola sin parar en actitud amigable. Ella le dijo de entrada sin mirarlo a Mack y observando permanentemente al perro:
- ¡Qué lindo perrito!
Mack llegó a pensar que la vecina se sentía atraída por él, aunque reprimía ese pensamiento, “¿porque debía pasar todo por él? ¿será por el tipo de libros que leo?”; pensaba: “tal vez era una simple mirada y no debía armarse otra historia en la cabeza”. Además, no era de su gusto, era rubia platinada, flaca, maquillada en exceso y con escote siempre prominente. Mack no pudo esconder cierto enfado ante la siguiente pregunta de la vecina:
- ¿Qué le hiciste al pobre perrito para que se ponga así?
Es así que llego el próximo día que tenía a sus hijos. El perro seguía haciendo de las suyas, los pequeños mordiscos no tardaron en surgir. Les advirtió a los nenes que tomaran un poco de distancia mientras jugaban en el pequeño espacio de piso. Recién ahí Mack se pudo relajar y ojear las tapas y contratapas de varios de sus libros favoritos.
De repente escucho un grito. Mack se acercó con cautela casi gritando: “¿qué paso?, ¿qué te paso?”. Miro con delicadeza la cara de uno de sus hijos esperando pacientemente algo malo. Por suerte sólo había sido un rasguño, aunque cercano a un ojo. En ese momento nuevamente el portero, gritando desde afuera de la puerta, fustigo a nuestro personaje:
- ¿Qué le hiciste esta vez al perro?
Mack se preguntó inmediatamente: “¿cómo hizo este para llegar tan rápido?”. Tenía que tomar alguna decisión rápida respecto del perro. Sus lecturas no podían demorar más. Iba a regalar al perro, pero pensaba: “¿a quién podría darle semejante clavo?”.
Tanteo a varios amigos y todos preguntaban lo mismo: “¿qué le hiciste al pobre animal?”.
Ahora sí decidido finalmente a hacer algo que no quería, pero a lo que no le quedaba más remedio; y lo hizo. En su cabeza el repiqueteo de la pregunta sobre su accionar con el animal lo hizo cuestionarse: “¿habré hecho algo mal?”.
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