Se sube al tren: Cynthia A. Matayoshi

Cynthia A. Matayoshi - narrativa - literatura japonesa -  - escritoras argentinas

Se sube al tren la escritora y psicoanalista Cynthia A. Matayoshi, de quien compartimos su cuento "Hajichi"

- ¿Cuándo y por qué comenzaste a escribir?

- Escribo desde muy chica, desde que aprendí a escribir, digamos, en la infancia escribía cartas, también en la adolescencia, y las regalaba, y siempre había un plus ahí, era una búsqueda, cuando yo empezaba una carta quizás había algo que comunicar, pero siempre la escritura excedía ese fin de la comunicación, en las cartas agregaba poemas, por ejemplo, y luego las pasaba en limpio, hacía varias versiones, es decir que ahí empezó un poco la relación con el escribir, ahí aprendí que la escritura es diferente de la oralidad. No me refiero simplemente a que algo se fija en lo escrito, sino que en la escritura nace otra cosa, surge, como si fuera un acto de magia algo que no estaba antes. Creo que es una propiedad de la escritura. Y es una propiedad mágica. Hay que probarlo para saber que es así. Y una vez que te pasa querés que se repita. Después vino la poesía, el ensayo, luego la ficción, la escritura de cuentos y ahora, la novela. Para mí escribir es mi conexión a la vida, no entiendo una vida sin escritura, lo mismo puedo decir de la lectura. Y para ser sincera, no podría no seguir escribiendo, en algún sentido es una necesidad, como comer o dormir. No es de ninguna manera un pasatiempo. Si no lo hago me siento mal, padezco no escribir. Empecé a tomarme la escritura de ficción muy en serio en cierto momento de mi vida en el que todo lo que había hecho hasta ese momento (una carrera académica, un doctorado, etc.) no me alcanzaba para sentirme bien conmigo, hay cosas muy propias que si las relegás, tarde o temprano vienen a buscarte. Son como fantasmas. Así fue como decidí escribir una novela. Renuncié a mis actividades académicas y me concentré en la literatura. Fue un cambio radical que me llevó muchos años poder hacer.

- ¿De qué se nutre tu escritura?

- Mi escritura se nutre ante todo de lectura, leo de todo, leo a mis contemporáneos, porque me parece fundamental, leo poesía, ensayo, teatro, novelas, crónicas, textos históricos, filosofía. Luego de música, porque para mí la música es un arte muy potente, crecí escuchando música, en mi casa siempre había música, no era algo de un rato, era algo que escuchaba desde que me despertaba, mis abuelos, mis padres vivieron así, con música. La música es una manera de meditación y también un poderoso camino hacia la fantasía, la música hace que explote la imaginación, aunque no tenga letra, porque lo que tiene es otro lenguaje. Hay un compositor japonés, Toru Takemitsu que decía que la música era algo vivo, me gusta mucho esa idea, dicho de manera filosófica: es la voluntad de Schopenhauer, es una fuerza muy poderosa. Luego está el mundo de la imagen. La pintura, la ilustración, la fotografía y el cine, sin ninguna duda. Todo lo que es manga y animé, también. A veces una imagen puede dispararte un sentimiento, un clima y ahí tenés el núcleo de una historia. No sabés qué historia, sabés que algo hay. Confío en eso y exploro. Pero fundamentalmente creo que lo que nutre mi escritura es algo a lo que no tengo acceso directo, eso que los psicoanalistas llamamos inconsciente. Es decir, eso es lo que está en la base de mis historias, no es algo que puedas manejar, pero sí es algo a lo que hay que darle lugar, sino no aparece. Me gusta lo que dice David Lynch de la escritura: se trata de sumergirse, él medita y usa la metáfora de pescar, pero aunque no medites, hay momentos que pueden ser similares: el pensamiento lateral, el poder desengancharse del tiempo-espacio de la vida cotidiana, no hay manera de escribir ficción, para mí, si no podés mover esas coordenadas de lo cotidiano y hundirte en otro mundo, en otra realidad, en busca del pez dorado.

- ¿Tenés rituales a la hora de ponerte escribir?

- No, creo que no tengo rituales. Lo que tengo es una posición frente a la escritura. Para mí es algo serio, vital y a la vez algo que hago con una idea de oficio. Y no importa cómo, si es en un cuaderno, computadora, en las notas del celular, grabando audios, en mi mente, siempre estoy escribiendo. Y no es un ritual, pero es una condición: hacerle lugar a lo desconocido. Ese es mi punto de partida. No creer que sé de qué voy a hablar, de qué estoy hablando, no lo sé, aunque planifique, porque lo hago, pero sé que después va a aparecer otra cosa.

- ¿Hay algún tema que aún no te animaste a enfrentar con tu escritura?

- No, porque si hubo temas que descarté, que dejé afuera, fue porque decidí hacerlo por considerar que podían ser golpes bajos, por ejemplo, pero no por no animarme. Sin embargo, con las cosas que escribí en La sombra de las ballenas casi te diría que no hay temas que me den miedo o que no me anime. Como mucho, elijo si quiero o no escribir eso y también me parece que el texto mismo, la historia lo pide o lo deja afuera. Como escritora, si soy honesta, escribo lo que la historia y los personajes me están pidiendo, hay algo ahí muy extraño, donde sos vos y no sos vos la que está escribiendo. En algún sentido algo se escribe y vos sos un poco la médium. Y cuando llego a ese punto no tengo miedo, me dejo llevar. Luego corrijo y decido si eso lo quiero dejar o no. Ahora bien, si hablamos de pendientes en cuanto a géneros y no a temas, te diría que la dramaturgia. Escribir teatro es algo que quiero hacer y está pendiente, pero ya tengo algunos hilos listos para empezar a tejer en algún momento.

- Te doy una bola de cristal para ver el futuro, ¿cómo te ves?

- Escribiendo.

- Hoy ¿por qué escribís?

- Porque sin historias no hay otros mundos posibles ni otros futuros posibles, porque escribir es denunciar, elaborar, transformar el sentido de las palabras y por lo tanto el mundo en el que vivimos. Y escribo también para leer lo que escribo, seguramente, estoy ahí con un deseo lector. Escribo lo que me gustaría leer y no está escrito.

- ¿Cuál es la historia detrás de los textos que publicamos?


- Este texto es una manera de recordar a las mujeres inmigrantes de Okinawa que tenían sus manos tatuadas, una costumbre antigua que se practicaba a las mujeres. Hay muchos mitos acerca del significado de ese tatuaje que se llamaba Hajichi, yo exploro algunos de esos mitos y también intento formular un legado a las nuevas generaciones. En Argentina la inmigración japonesa es, en gran parte, proveniente de Okinawa. Algunas de las cosas que se han perdido, además de las leyendas, es la lengua, así que esta breve historia es un recordatorio de eso. Como nota para quienes no lo sepan: oba significa abuela.


"Hajichi"

Flechas, círculos, rombos.
Piel escamada. Tinta azul.
Conjuro.

Oba oculta sus manos con unos guantes negros que usa de día y de noche, en verano y en invierno. Nadie en su familia pregunta por qué. En todas las fotos tiene las manos cubiertas con esa tela, aunque lleve vestidos floreados que no combinan con los guantes, aunque el calor sea una tortura.

Oba es toda ella una pregunta encorvada, una miniatura. Algún tipo de frontera abismal la rodea, todos perciben ese borde cuando pasan a su lado. De sus manos brotan espíritus, balbuceos, tambores, que pueden oírse por la noche, cuando duerme. Se filtran a través de sus guantes y se desparraman en el patio.

Otras veces los sonidos se graban en las paredes, tiñéndolas. Las paredes llevan la marca de la tierra de Oba. Hay que limpiarlas, dicen, sacar las manchas de las paredes. Hay que tapar lo azul, disimularlo, se cuelgan cortinas, cuadros, objetos de colores.

¿Cómo fuiste tatuada? ¿Con qué tinta? ¿Por qué? La pregunta se formula sola, de noche, cuando duerme.

Oba está sentada en el patio con sus nietos. No lleva guantes. Una vez no se los pone, intenta que sus manos respiren porque están brotadas, las manos tienen manchas rojas por el sudor del verano, el color escarlata sobre los rombos azules.

Los niños rodean a Oba. Se turnan para tocarle las manos. Con algún temblor permite que la toquen, no a ella, a los espíritus, a los cadáveres de las islas, a los dioses muertos, a las plantaciones de arroz, a los árboles que hablan, ¿cómo eran sus nombres?, ninguno de sus nietos lo sabe, entonces ella murmura, habla para adentro, dice los nombres, uno tras otro. Oba escucha su propia voz. Oye su lengua materna, el murmullo de la isla. El azul del tatuaje brilla.

Se pregunta dónde está. Abre los ojos. Ve la cara de sus nietos. Niños tocándole el tatuaje, niños mudos, como ella, que no hacen preguntas, como ancianos.

Oba lame una de sus manos. Y huele a sal. Está en Nakijin, un pueblo de Okinawa en el que había un castillo, un camino de piedra, olor a mar. Entonces su madre estaba viva y la lengua tenía cuerpo. La sal está en el aire. El viento habla uchinaguchi.

Una caña de bambú afilada como una aguja atraviesa la carne. Gotas de tinta se deslizan por la piel. Son gotas azules, una tinta preparada por mujeres para otras mujeres, para las niñas que casi son mujeres, un azul con algo mágico. El dolor a veces protege.

La caña de bambú perfora la piel y deja entrar la tinta en una capa profunda. Se esparce como veneno. Arde como un látigo. Ella está sangrando azul. Pero sonríe, nadie tiene miedo del ritual, porque las niñas se hacen mujeres y las mujeres necesitan flechas. Las flechas indican una sola dirección, sin retorno. No hay vuelta atrás. Círculos y rombos en cada uno de los dedos. Niñas y ancianas en un lenguaje impenetrable para los hombres. Solo compartido entre dioses y mujeres.

Flechas, cuadrados, círculos.
Conjuros. Adivinaciones.
Ofrendas.

Oba se pone los guantes, cubre a los espíritus con una tela oscura, les tapa el rostro. Les dice a sus nietos algo en el oído, algo incomprensible. Los nietos de Oba forman una ronda, tienen los ojos cerrados, ella logra articular algunas palabras, sin tinta. Les pide algo antes de su viaje. Es lo que perdura, sin sangre. Podrán seguir viviendo cuando ya no esté. Salto de la memoria, sin lengua. Los tatuajes de Oba se les tatúan a los nietos en los ojos. Brillantes, detrás de los ojos, azul verdoso. Sin retorno.


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