Se sube al tren: Claudia Aboaf

Claudia Aboaf

Se sube al tren la escritora Claudia Aboaf y nos presenta un fragmento de su novela "El Rey del Agua".

- ¿Cuándo y por qué comenzaste a escribir?

- Me crié con mi abuelo escritor, y con el permiso de incursionar en su biblioteca y verlo teclear cuando quisiera. Parecía un trabajo, uno muy trascendente y un poco lunático. Pensé que era adecuado para mí. A los 11 años escribía síntesis argumentales de lectura que mi abuelo me pedía, por ejemplo, de El castillo de Kafka. Creo que le entregué una comparación con mi propia casa: de lejos me parecía cuidada, pero de cerca se notaba bastante deteriorada. Todo cambiaba según se mirara. Materializar mis pensamientos escribiendolos, me pareció el mejor pasaje para escapar de lo propio. Luego de muchos años como astróloga, otros tantos como gastronómica, me decidí a publicar. Cuando leí que Leiseca afirmaba que documentarse y delirar no eran antagónicos, solté mi escritura.

- ¿De qué se nutre tu escritura?

- De lecturas de física, de filosofía, de un estado de curiosidad permanente y de sentir los pensamientos.

- ¿Tenés rituales a la hora de ponerte escribir?

- Me rodeo de la santa Naturaleza protectora de las mentes perdidas. Jamás podría escribir en un bar citadino. Mate y música.

- ¿Hay algún tema que aún no te animaste a enfrentar con tu escritura?

- Creo que he volcado en El ojo y la flor, la novela que sale este año por Alfaguara, lo más me costaba enfrentar. Pero quién sabe si uno llegó en el fondo abisal de la memoria, y de lo que aún no sucedió, tal vez surgan nuevos desafíos.

- Te doy una bola de cristal para ver el futuro, ¿cómo te ves?

- Escribiendo en un entorno como en el que escribo: Tigre con sus muchos ríos.

- Hoy ¿por qué escribís?

- Para sumarme a la gran conversación de escritura y lectura que me precede y que va continuar.


"El Rey del Agua" (Fragmento) (*)

Ahora continúa el otoño caluroso, otro día soleado de cruces doradas reflejadas en el arroyo surcado por una culebra verde y negra que nada muy bien. Recorre unos doscientos metros de tierra esponjosa hasta el río Paraná. El paisaje se abre en una anchura ventosa y agitada. Un buque aguatero de bandera noruega está cargando su cisterna con miles de litros de agua cruda en la estación de bombeo. Más adelante está la Isla Grande. Allí, ante la prohibición de grandes edificios luego de que el primer búnker de Control de Aguas se hundiera, los paredones nuevos se construyeron bajos y extendidos. Es una construcción flotante que se eleva o desciende según las mareas, abrazada a cuatro pilotes de acero clavados en el lecho barroso. En el jardín de invierno colmado de plantas y pájaros que oculta la fortificación, dicen que el Rey del Agua rocía con agua cristal su pequeña selva. Cada aspersión vale oro. Tampoco dilapida. Y que un pato inflable colosal una vez desfiló por los ríos guiado por un remolcador e ingresó al búnker por el muelle levadizo.

Incómoda con el aire húmedo y caliente, Andrea mira el enorme buque naranja que aguarda fondeado y a los otros que esperan en fila. Algunos miden más de cuatrocientos metros, almacenes flotantes de agua cruda que luego de un largo viaje fondearán delante de la costa en Europa, hamacándose en el mar salado, esperando a que el precio del agua suba. Las catástrofes, las rajaduras en los tanques, mezclan aguas dulces y saladas. Cuando eso sucede, el marino evita estas aguas muertas que detienen los buques como si encallaran. Las aves se alejan hasta que el derrame invisible se disipa.

Cerca de la costa, ve a una familia embarcada en una lancha verde, despintada por la intemperie y vuelta a pintar muchas veces, que se detiene en el río Paraná zozobrando en la corriente, batida por el chasquido de minúsculas olas. El hombre mantiene un brazo estirado hacia atrás, sosteniendo la pata del motor que regula con poco ruido, mientras con el otro se saca una gorra gastada como el barco, de alguna marca conocida. Los hijos y la señora se mantienen sentados, erguidos, en el único banco. Ella viste elegante y los chicos están peinados con una pizca del agua que sale de las canillas. Pasa un barco de mayor eslora y los hamaca fuerte. Esperan que amaine, como si en nada pudieran hacer otra cosa.

Entonces ve que la mujer aprieta con trastorno algo envuelto en una manta. Lo destapa en un rato de calma entre lanchas rápidas. Es una pequeña vasija, una urna metálica que contiene cenizas de algún muerto cercano. Ni en el continente, tampoco en las islas, hay cementerios por la poca profundidad de las napas. Y esta familia no puede acceder a los precios que pide Tempe por un lugar en los cementerios de río. Más caro, el amarre del féretro cerca de la superficie. Se sujetan en carrusel, en alguno de los diez niveles de profundidad. El hombre, sin soltar la manija del motor, aflojando la gorra en el fondo del barco, con la mano libre saca vasos de plástico de un pequeño bolso. Cada uno agarra el suyo y retira de la urna una porción de ceniza clara. Los chicos sostienen su vaso cargado con el tío, la abuela, algún pariente. La mujer dice unas palabras que por efecto del agua se oyen en la costa aumentadas. Andrea aprendió que hay que tener cuidado con lo que se dice en el río, porque el agua aligera el sonido, que llega a la costa nítido. No pases criticando una casa —le habían dicho—, comentando su abandono, el descuido del muelle torcido; se deja al paso la amargura del mal comentario.

—Río de Dios —dice la mujer.

Andrea había visto una iglesia preciosa, roja y blanca, la única que se salvó de ser arrastrada en la última crecida del Paraná, en un verano caliente que atrajo palometas, peces carnívoros que atacaron bañistas. El cartel de madera decía “Iglesia Río de Dios” y mostraba una lengua de agua que se dirigía al cielo.

Cada uno vuelca en el río marrón, desde su vaso, una porción de restos óseos. Más muertos en el agua viva. Esta muerte tiene forma de ceniza. ¿Qué forma habrá tomado la muerte de Blanco?

La invade un ligero temblor e inhala una bocanada de aire acuoso. Quiere fiarse, como si esta certeza fuera más vital que respirar, de que en los días en Maschwitz- Auschwitz —como su marido denominara a la quinta— se le haya extinguido el último miedo posible. Sin embargo, Tullio, invocando a su padre muerto, le devuelve un pálido reflejo.

Regresa por la orilla pisando un pasto débil, no quiere más barro en sus suelas, acarrear greda cada vez que camina. Los pantalones flojos se acomodan en las caderas, las botamangas se tiñen con verdín. Siente en la espalda la caricia del vaivén de su pelo nuevo. Cortado a la garçon desde que era una nena por fidelidad a su padre, se devela ahora con vigor de pelo fuerte. Imagina a su hermana junto a Tullio en la oficina. Aunque Juana le haya dicho “no saber nada”, está segura de que sí fue a lo del abogado con su sobre azul. Conversan amables sobre el futuro. No temen las bifurcaciones inesperadas que dan vuelta tu vida. Repasan cuestiones, fragmentos secos, sin debates ni llantos. ¿Habrá notado la alfombra turquesa? ¿Y ese aliento ancestral, fermentado, de muchos abogados que vuelca sobre sus clien- tes? ¿Habrá firmado dócil o la habrán derivado, como a ella, a ese Galo? Juana se adorna para ir a una oficina; mamá la engalanaba. Pero hubo algo en la voz de su hermana en el llamado; hacía mucho tiempo que no se hablaban. Notó una voz contenida, seminatural, seguida del tono monocorde del teléfono después de que le cortara.

Quiere tocar el agua. A pesar de las advertencias acerca de meterse en el río, de las cenizas o tal vez por eso mismo, adelanta unos pasos sobre la barranca y al agacharse patina en el limo. Deja que su cuerpo entre en el arroyo como si no tuviera huesos. Abre los ojos: distingue el sedimento, partículas en suspensión que flotan sin disolverse. Limo arcilla cenizas. Oye un rugido y gira elástica como un envoltorio en el líquido; teme que la lancha pueda arrollarla, pero es el agua que acerca el rumor de un motor lejano. Se va sumergiendo mientras su ropa se lava. Casi ve las patas de un jaguar fabricando remolinos con destreza sedosa. Las imágenes amenazantes que aún permanecían se van aguando. Flota indiferente. Brazadas cortas la mantienen no tan abajo de la superficie, ninguna corriente la arrastra. Sin hijos, sin ascendencia ni marido, sin un trabajo, se convence de que ahora no es nada. Nadie para sí misma. Cree que puede respirar. Abandonarse en el agua. Dejarse ir en el río inmóvil. No hay nadie aquí. No hay hija. Pone sus manos en el pecho, deja que el río la absorba. Borbotea:

—No hay nadie aquí ni en el fondo del universo.


(*) "El Rey del Agua" fue publicada por Editorial Alfaguara en 2016


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