Se sube al tren: Andrés Olveira
Se sube al tren el escritor, músico y bibliotecólogo uruguayo Andrés Olveira y nos presenta un capítulo de su novela "El insoportable sobrepeso del ser"
- ¿Cuándo y por qué comenzaste a escribir?
- Empecé en los albores de una adultez sin rumbo, proveniente de una adolescencia estéril, como forma de pavimentar un mañana más lleno de sentidos. Primero fueron las canciones, y allí me hubiera quedado de buena gana, pero en un momento decidí que la música ya estaba bien ella solita y que si quería crecer debía dejar que mis palabras se valieran por sí solas. Aunque los amigos digan lo contrario, sospecho que la música no extraña mis letras, y además la gente está para el reguetón.
- ¿De qué se nutre tu escritura?
-Considero influencia todo lo que uno puede asimilar como ingrediente. Obviamente lo que uno ha leído (por fortuna bastante pero por desgracia nunca suficiente), pero también lo que uno vive y escucha. Parar la oreja frente a lo absurdo de lo cotidiano y lo maravilloso de las pequeñas cosas, los detalles y los objetos: las máximas de una tía abuela beata y lo que un borracho que meó en el mingitorio contiguo recita con perturbadora claridad. Todo. Y nada cuando no hay más remedio, porque el aburrimiento también nutre.
- ¿Tenés rituales a la hora de ponerte escribir?
- Trato de disciplinarme continuamente pero siempre es abrupto. Por eso siempre ando con libretas y una buena Pilot número 5. La número 1 la uso para dibujar porque es bien finita.
- ¿Hay algún tema que aún no te animaste a enfrentar con tu escritura?
- Me le animaría a cualquier tema, a lo que no me animaría sería a negar mis propias limitaciones estilísticas para encarar determinados temas. Por ahora siento que puedo escribir los temas que quiero escribir hasta nuevo aviso.
- Te doy una bola de cristal para ver el futuro, ¿cómo te ves?
- Me veo escribiendo fuera de la zona de confort solo para volver a la zona de confort con algunas mañas más que la amplíen. Haciéndolo divertido.
- Hoy ¿por qué escribís?
- Escribo para mí, para leerme y para compartirlo con el que quiera.
"Cebollas" (*)
Somos cebollas. Mirando el techo en Brasil me di cuenta de eso.
Estuvo lloviendo dos días de corrido en Ubatuba y nos quedamos en la habitación de Rosana, a la que le caímos bien por el simple hecho de no dejar la comida descomponerse debajo de la cama, como los alemanes que estuvieron antes que nosotros en su casa. Al principio nos recibió de manera educada pero distante, como si solo fuéramos una pareja más. Al otro día nos convidó con té de hibisco y se soltó un poco. Era profesora de inglés en la villa, lugar al que se había ido a vivir para desconectarse luego de su divorcio. Su hija estudia ingeniería ambiental en Curitiba, pero hace años que Rosana vive sola cerca de sus playas favoritas.
Ya para el miércoles —habíamos llegado un domingo— compartimos un almuerzo en el centro comercial, a unos kilómetros de la villa. Rosana estaba asustada porque tenía una intervención quirúrgica por delante, algo en su pecho. También nos dijo que era aficionada a cierto científico de apellido inglés que afirmaba en los medios que el mundo se va a terminar en diez años. Convencida nos dijo que algo se va a derretir en Rusia dejando las reservas naturales de metano contaminando todo el aire. El planeta se va a tirar un pedo del que no nos vamos a reír después. Vamos a morir asfixiados, según este científico de la televisión, y Rosana hacía suyas sus palabras: lo mejor es que cada uno viva de la mejor manera el futuro próximo. Ella ya lo había decidido: su plan es mudarse a las montañas cuando alcance cierta meta económica. Su hija, que estudia en una respetada universidad los temas referidos a aquello, le dijo a Rosana que ese hombre es un charlatán sin las credenciales necesarias, un agorero cuya fama reside en la exageración, lo que no quita las reales consecuencias de la falta de políticas ambientales y el inescrupuloso avance del hombre.
Las revelaciones suelen arrancar como los revelados: por el negativo. Por eso me vino una sensación de desasosiego difícil de soportar en esos días de lluvia posteriores a las conversaciones con nuestra anfitriona. Estábamos cerca de la playa, escuchando el miedo y el pronóstico apocalíptico de los próximos diez años. Sería por eso que lo que invadió nuestras conversaciones fue la muerte. La de las mascotas primero y la de los seres queridos que de a poco van cayendo en el sueño eterno. A la idea de finitud, y de espectador de la finitud ajena antes de partir, se sumó la conciencia del presente, de que con treinta años recién cumplidos se da inicio a lo que vulgarmente es llamado madurez. Palabra odiosa si las hay, incluso peor que muerte.
Madurar, crecer.
Mirando el techo lo supuse y lo dije en voz alta: «acá algo se está quebrando. Esto es un antes y un después». Sentí una especie de vértigo que me inflaba de presente. ¿El famoso memento mori? Supe que desde ese momento cada paso a dar iba a ser distinto. Igual pero distinto. Eso pasa con los conceptos, nos cargamos de ellos para atribuirle un porqué a las cosas, pero vamos a morir igual.
Es el propio mundo el que está sobregirado de definiciones, aluvionado por infinitas maneras de agregarle sentidos a todo. A cada rito, a cada palabra, a cada acción que nos involucra y también a la inacción. A lo que sea. A todo tenemos que etiquetarlo, a todo lo pasamos por el filtro del para qué. Para qué nosotros, preguntamos al cielo.
Por eso somos cebollas, porque tenemos una capa tras otra desde el exterior hasta el medio, donde queda el bulbo, y todas son brillantes, como satinadas, mientras que el centro es opaco. Somos cebollas de sentido porque cubrimos el centro todas las veces que sea necesario para olvidarlo, dado que no podemos deshacernos de él.
Las cebollas, cuando las pelan, hacen llorar, será por eso que se desestimula el conocimiento. A Pandora le dijeron que no abriera la caja —en realidad era un recipiente similar a un jarrón con tapa—, porque liberaría todos los males del mundo. A Adán y Eva se les dijo que no comieran del árbol del conocimiento o los iban a desterrar para siempre del paraíso y a poner en el clearing. Al pobre gato siempre lo mata la curiosidad. ¡Un mensaje de lo más positivo!
Todos los libros sagrados te dicen que te quedes en el molde, que no te preguntes cosas que vayan más allá de las respuestas dadas. Si ves una caja cerrada —o un recipiente tapado— te hacen el bocho con todo lo especial que es, pero que no se puede abrir; si ves una manzana con aspecto delicioso saliendo de un árbol que brilla, te dicen que no la podés comer; si sos un gato quedás frito por el simple hecho de curiosear. Hermosa enseñanza tomar el conocimiento como causa de todos los males, o como algo que te puede producir una intoxicación alimenticia.
Sí. Puede que te empache un poco el conocimiento, que de repente te dé diarrea, pero no es para tanto. Hay que calmarse, respirar y decidir los pasos a seguir cuando se siente un poco de esto que he dado en llamar El insoportable sobrepeso del ser.
(*) "Cebollas" pertenece a la novela "El insoportable sobrepeso del ser", editada por Factor30 (2017)
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