La broma inifinita - David Foster Wallace
Me figuro un muro que vela un otro lado que me da mucha curiosidad.
Voy saltando para atisbar, pero es demasiado alto. Altísimo.
Aún así lo siento como una invitación para superarme, tratando de ganar altura mediante la práctica continuada del salto o analizando si por medio de algún ladrillo podré tomar impulso. Son demasiados ladrillos, prefiero seguir saltando antes que buscarle anomalías al muro. Ya resolveré, pero una vez que se está en el baile: se baila.
Por momentos tengo la sensación, como un flash, de que el muro va perdiendo altura a medida que salto. De a milímetros pero va perdiendo.
Ya me duelen las rodillas por el continuo impacto que provoca saltar.
Debo descansar para cada sesión de salto, sintiendo que en algún momento podré atisbar algo, ya inconmensurable en la imaginación dada la expectativa, volviendo a casa cada vez más cansado, con restos de ladrillo bajo las uñas porque también rasco.
He ganado milímetros hasta que, en determinado momento, mis ojos pueden vislumbrar el otro lado. Aún no es suficiente pero es la motivación necesaria para seguir saltando. Y rascando.
Se han dibujado escalones protuberantes que me permitirán, ahora sí, escalar. Moverme. Conocer.
Así me sentí cuando llegué a la mitad de «La broma infinita», de David Foster Wallace. Miré hacia abajo, aún quedaba mucho por delante, pero tenía familiaridades e hilos que como venas irrigaban de sangre (sentido) al conjunto. No es que fuera una tranquilidad, un descanso. No. Dicen que cuando se escala una montaña hay que tener cuidado de las avalanchas. Pero ¿si lo que se escala es una avalancha?
En una entrevista, Wallace manifestó incómoda sorpresa frente a la casi unánime opinión de que se estaba frente a una sátira hilarante. No, dijo, es un libro profundamente depresivo, tristísimo. Claro que tiene el toque del autor: mecanismos de humor ácido, corrosivo, erudito, ultra descriptivo. Aluvional.
David Foster Wallace por Andrés Olveira
El tipo quiso interpelar la novela posmoderna. Romper. Vaya que lo hizo. Incluso alejándose de la claridad, belleza y redondez de sus originalísimos ensayos, como los que componen el libro «Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer». Los méritos de «La broma infinita» van por otro lado. Por ejemplo, en la necesidad de ofrecer una experiencia, una inmersión en algo que no se había hecho antes.
Contexto: el presidente de Estados Unidos es Dick Gentle, una figura del espectáculo (¿Reagan?, ¿Trump?) cuya fobia a la contaminación lo impulsa a vivir en burbujas despresurizadas. Bajo su mandato el país anexiona a México y Canadá, formando la ONAN (el onanismo). El «día de la Interdependencia» es celebrado cada año. Los años, a su vez, son nombrados según las marcas que los patrocinen, porque se está viviendo bajo el «tiempo subsidiado». El año en el cual ocurren la gran mayoría de los hechos es el correspondiente a «los pañales para adultos Depend». También está el «año del superpollo Perdue». Los desperdicios son arrojados por catapultas en un territorio que se llamará «la gran concavidad», espacio que Canadá es obligado a aceptar. Fuera del cerco ecológico en el que viven los norteamericanos hay roedores gigantes y bebés descomunales con malformaciones indescriptibles. Hay grupos terroristas separatistas, por ejemplo en Quebec. Uno de ellos es «la hermandad de los asesinos en silla de ruedas», que protestan contra el orden que se ha establecido de maneras disparatadas y violentas. Interlace, la compañía que monopoliza el entretenimiento, distribuye entre los usuarios las cintas que cada uno disfruta en sus aparatos hogareños, basados en la demanda de cada individuo, anticipando sus necesidades. El tenis es el deporte más prestigioso y el que pone a prueba a los jóvenes en un teatro similar a la guerra. Las drogas están por todos lados, un meticuloso vademécum da cuenta de cada sustancia consumida por la galería de personajes que componen este desmesurado mundo narrativo.
Pero esto aún no es nada.
Un director de cine ha creado un «entretenimiento fatal», uno que quien lo mire no podrá dejar de hacerlo, dejando de lado sus propias necesidades básicas. Muertos por placer. La hermandad de los asesinos en silla de ruedas busca la cinta original para poder reproducirla y diseminarla, para que todos sucumban bajo el influjo de la obra.
El director de cine tiene una familia. Su apellido es Incandenza. Su esposa es Avril, una bellísima mujer de casi dos metros militante de la gramática perfecta. Sus hijos son tres: Orin, Mario, y Hal. Este último concurre a la Academia Enfield de Tenis, fundada por su padre antes de ser cineasta y suicidarse luego de una serie de películas donde experimentó con la óptica y los contenidos. En la zona aledaña a la colina donde se encuentra la Academia Enfield, en Boston, se ubica la Ennet House, un centro de rehabilitación para pacientes con problemas con las sustancias. Allí va a parar Don Gately, un ladrón de poca monta que deviene en una suerte de Job, aquel personaje bíblico al que Dios le hace pasar las mil y una desgracias para poner a prueba su fe, en una apuesta con el Diablo.
Todo está conectado. Un sistema intrincado de notas (de las aproximadas 1200 páginas del libro 200 son de notas al pie) y una serie de postales de este «Brave new World» (al decir de Huxley) nos dan fe de la vida, la muerte, la soledad, la desesperación, y todo lo demás. Algunos personajes se quedan, como Madame Psicosis y su misterio, otros no, se esfuman en el camino como carne de cañón narrativo, para ilustrar un punto. Todos son envueltos en la avalancha. Todos son comidos por un mundo que da miedo porque se siente cercano, aunque el autor le haya errado al biscochazo en algunas predicciones. El que quiera ver buenas predicciones que duerma 20 años o que mire Black Mirror, esto es literatura.
Y aún esto no es nada.
Lecturas que pueden complementar la experiencia son No Logo, de Naomi Klein, un ensayo ya clásico que aborda el surgimiento del capitalismo basado en marcas, en cómo fue la transición que nos llevó de los productos a los conceptos, desplazando a los objetos, en este mundo de Coca y Disney y Levis hechos en fábricas donde los derechos laborales brillan por su ausencia. No muy lejos del entramado propuesto por David Foster Wallace en su distopía está el marco conceptual, aún no caduco, del comportamiento moderno del capitalismo.
También recomiendo la película «The end of the tour», de James Ponsoldt con Jason Segel y Jesse Eisenberg. El filme está centrado en una entrevista de cinco días que un periodista de la Rolling Stone le realizó a David Foster Wallace durante el cierre de la gira promocional de «La broma infinita», y permite acercarse al carácter del escritor. Se puede ver en Netflix (¿nuestro Interlace?).
Dos semanas tuve Twitter. Uno de los hechos más relevantes que aconteció durante ese período fue el triunfo de Bolsonaro en Brasil. Entre nimiedades (las propias también), farándula vernácula y publicidad había un constante flujo de opiniones y discusiones virtuales, donde se iba la vida en defender o defenestrar posiciones, con una vehemencia que ya no se ve en la vida real. Todos indignados de que un fascista alcanzara el poder. «¿Cómo puede pasar?», se preguntó a los cuatro vientos por la banda ancha. A mí me parece que todo puede pasar mientras haya una pantalla y uno ponga la cinta que se llame «La broma infinita». Uno quedará ahí, atornillado, mientras catapultas tiran la basura sobre el cielo. Eso sí, la basura lejos.
Me apabullé y cerré la cuenta de Twitter con la ingenua dignidad de creer que elijo mis propias avalanchas. Y ese es el chiste con el que cierro este texto
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Andrés Olveira.Andrés Olveira busca hacer un poco de todo, porque hacer mucho de una sola cosa le da alergia. Bibliotecólogo, animador a la lectura para niños, compositor, cantante de la banda Ditirambo y del dúo Los Detectives Salvajes (búsquenlos en bandcamp), dibujante ocasional, diseñador de sonido teatral... todas actividades, menos su profesión, a las que se dedica de manera amateur. Para él todo tendría que ser amateur, porque leyó el origen de la palabra y se olvidó de la etimología exacta pero le pareció linda, algo sobre dedicarse a algo con cariño y sin pensar en la plata. Odia la palabra artista y siempre la va a escribir con minúscula, para que no se crea mejor que la palabra talabartero. Ahora quiere hacerle creer a su novia y amigos que es escritor, para de esa manera poder dedicarse al sencillo arte de ver crecer el pasto, meter un descansito, y, quién te dice, tal vez a la venta de tupperwares. Su primer libro se llama “ferrocarriles franceses” y fue editado por Factor 30, una editorial que integra junto a otros amateurs que hacen las cosas por gusto. Notas de Andrés