En el corazón del salto

En el corazón del salto - María Staudenmann - mudanzas- primera persona


Entre 1979 y 1994, es decir, entre mis 0 y mis 15 años, me mudé ocho veces. Ocho casas distintas, ocho escuelas distintas. Hago memoria, cuento con los dedos: dos jardines de infantes (el de los ositos, cuyo nombre real no recuerdo, y El patito feo); cinco primarias (una en Bahía Blanca, una en Posadas, una en Capital y dos en San Diego, Estados Unidos); una sola secundaria, qué alivio. En cada una soy la nueva. Siempre soy la nueva.

Parece que antes de cumplir un mes viajé en avión. Si me pongo a pensar en la semiología oculta de los acontecimientos se me hace que aquel estar en el aire siendo tan chiquita definió la cualidad del tiempo de mis primeros años, el tiempo en el que nos hacemos personas: crecí en el aire, en la transición, en el espacio lábil, efímero, desapegado que existe entre un punto y otro; en el instante que transcurre entre que te elevás en un salto y volvés a tocar el suelo un poco más allá. Crecí ahí, en el corazón del salto, con los pies en el aire.

‘Mudarse’ tiene unos cuantos sinónimos, entre otros ‘trasladarse’, ‘marcharse’, ‘moverse’, ‘irse’. Sin embargo, hay otro sinónimo tácito: desarraigar, desenraizar, o sea, arrancar plantas de raíz. La Real Academia Española (RAE) informa que el sustantivo ‘mudanza’ es ‘inconstancia en afectos y decisiones’ —muy acertado— y, por supuesto, ‘transformación, cambio’. Lo que la RAE no dice es que el cambio te lija las paredes externas del cuerpo, te hace permeable. Tal vez por eso tengo tan mala piel: acné, rosácea, forúnculos cada tanto. Tal vez por eso mi termostato es raro, puedo tener calor en invierno y frío en verano. Una endocrinóloga que me vio me dijo que mis hormonas están locas, que mi organismo produce equis cantidad de tal sustancia y equis cantidad de tal otra, que eso no está del todo bien y que podría explicar varias cosas. Yo no sé. Creo que se debe más bien a mi geografía móvil, a mis raíces endebles. Volviendo al desarraigo, he sido como un yuyo de maceta, caí donde caí y soy fácil de arrancar.

Aunque tener raíces, tengo. En el transcurso de mis años tiernos hice pie en algún terreno fértil, crecí para abajo más de lo habitual: Andrea y nuestras andanzas por Caballito, Natalia y Julieta de mi primer Haedo, las playas de Miramar, cierto bañado con luciérnagas y ranitas casi a orillas de un lago del sur. Anclas, hechos que han calado hondo, que se han resistido a la vorágine del olvido. Una sensación de arena, cal y ladrillo en cierto rincón interior.

Más allá de eso, la mudanza, el desarraigo. Cosa rara, el desarraigo. Te obliga a agarrarte de lo que te enamora como una garrapata y, sin embargo, cuando la ida sin vuelta es tan inminente que empieza a lastimar, soltás con una destreza que, vista desde afuera, puede parecer desinterés, desamor o aburrimiento. Pero no, al contrario. Soltás rápido para que el dolor pase de una vez, soltás como mecanismo de defensa. Tire y afloje, tire y afloje. Así funciona en el alma el desarraigo crónico.

Pero ojo, porque todo esto tuvo sus beneficios, me dio una ventaja comparativa. Tengo una cabeza elástica, adaptable. Sé que si me trasladara a la otra punta del mundo sería capaz de armar mi rancho allá. Lo sé porque lo he hecho. Eran ranchos frágiles los míos, es verdad; como el de los dos primeros chanchitos. El lobo soplaba indefectiblemente. Aun así, seguí levantando paredes y techo. No quería vivir a la intemperie.

Con el tiempo, mi cabeza plástica fue desarrollando recursos para crear cierta ilusión de estabilidad. Por ejemplo, cómo hacer amigos. Tema importante, fundamental. Soy insegura y tímida de nacimiento, y a pesar de eso inventé una estrategia para relacionarme con otros: arremeter. ¿Nadie te habla en el recreo? ¿Pasás las horas como potus de salón? No pienses, no dudes, hablá. Allá está mi presa, mi futura mejor amiga. Me agazapo. Avanzo con pasos gatunos, inaudibles. Antes de que se dé cuenta, estoy al lado. Antes de que pueda huir, le digo hola.

La estrategia daba resultado: los amigos llegaban. Y cuando llegaban y plantaban bandera, se radicaban en mi vida y juntos escribíamos un fragmento más de mi historia, justo cuando la historia empezaba a ser anécdotas que les contábamos a otros amigos entre risas, justo cuando ya había un pasado entre nosotros, ahí, justo ahí, tenía que irme. Ahí, justo ahí, mis padres nos comunicaban a mi hermano y a mí la vieja nueva. Aún faltaban meses para el carreteo y el despegue, pero desde el momento de la comunicación oficial, mi cotidianidad de turno —que a esa altura me parecía tan firme y sólida como una fortaleza medieval— mostraba sus grietas, sus rajaduras. Entonces dejaba de ser confiable para ser, de pronto, extraña, artificial, falsa. Entonces la historia dejaba de ser historia y se convertía en sueño. Entonces —aún faltaban meses— empezaba el duelo.

Porque mudarse también es eso: duelo y despedida. Estoy entrenada, pero nunca se lo está lo suficiente. Recuerdo con nitidez mis llantos de adiós. Llorar y abrazar a cada uno de mis amigos sabiendo, en el fondo, que nunca más, nunca más. Llorar de pie en el centro de un cuarto vacío que a partir de que se cerrara la puerta por última vez dejaría de existir (¿dejarán de existir los lugares a los que jamás volveremos?). Llorar el último día de clases, la última caminata, el último juego. Llorar en el avión mientras el mundo que habité y me habitó se empequeñecía hasta desaparecer.

Mis amigos quedaron vivos cada vez que me fui (porque, ah, no lo dije, mudarse también es perder amigos). Aunque algunos me lloraron. Nos hicimos promesas; ni una sola fue cumplida. Con Michelle, mi amiga norteamericana, nos prometimos estudiar lo mismo e ir juntas al college. Con Marcela, escribirnos cartas hasta llegar a viejitas. Con Andrea, casarnos con hermanos. Con Alejandro, casarnos entre nosotros si nadie más nos quería.

Muchos me han olvidado. Yo los colecciono a todos como si fueran parte de un álbum de mariposas pinchadas con alfileres: los cuerpos inertes, los colores intactos.

—Yo jugaba en la calle.

—¿Qué calle?

—No sé, mi amor, no sé, muchas calles que eran la misma calle.

Esta conversación con mi hijo fue real, no me estoy concediendo ninguna licencia poética. En mi experiencia, el genérico ‘la calle’ es muy literal. Mis calles de niñez se movían como fichas de Tetris y terminaban encastrándose en un bloque continuo, indiferenciado, que al cabo de cierta cantidad de años (en promedio, dos) desaparecía, dando lugar a una nueva pantalla vacía.

Pero en todo ese revoltijo constante de caras, domicilios, afectos e idiomas había una constante. Las hamacas. Sola en el aire, otra vez en el aire como en aquel primer avión, en el vértigo de la subida y la bajada, la subida y la bajada —siempre amé esa sensación—, con el cuerpo ligero, desligado de toda tierra, y el aire que empuja hacia arriba y se escapa hacia abajo (como la respiración; el aire, siempre el aire), mi mente vagaba por recuerdos de mundos anteriores. Recordaba a la gente querida con la que nunca más, nunca más; los amigos, los amores, los grandes a los que creía parientes y jamás volvería a ver. Sólo arriba de una hamaca viajaba a un pasado férreo, conquistado; a los hogares que supe tener. Ahí arriba la pantalla se llenaba de acciones, palabras, escenarios y color.

Todas mis mudanzas jóvenes fueron forzadas. También había mudanzas de gente. Sí, también forzadas. Por ejemplo:

El pibe era mala junta y yo estaba enamorada como con los catorce años que tenía. Me pasaba a buscar a la salida del colegio. Mis padres decían que era malo para mí y quizás tuvieran razón. Pero qué me importaba eso, qué me importaba nada. Yo no hacía caso y ellos ya no sabían qué hacer. Entonces recurrieron a una medida drástica: le encomendaron a mi abuelo que lo espantara. Mi abuelo, guapo como pocos, capitán de la marina mercante, que había andado sobre el agua más de lo que había andado a pie. El pibe fue a buscarme al colegio y antes de que yo pudiera correr hacia él y besarlo como siempre, mi abuelo lo interceptó. Se le paró delante y, mirándolo fijo (mirándolo a él, no a mí), me dijo (a mí, no a él): “¿Quién es este personaje?”. Y después a él: “¿Quién es usted?”. El encargo fue consumado: el pibe se esfumó.

Odié a todos y lloré los mares que había navegado mi abuelo. Tiempo después todo había pasado. Como siempre. Yo entraba y salía de casas, la gente entraba y salía de mi vida.

Las mudanzas posteriores fueron elegidas. La primera de esa serie distinta fue cuando dejé la casa de mis padres —por fin asentados en una— y me fui a vivir sola. Tenía 23 años. Después hubo unas cuantas más, pero todas consentidas. A los 24 mi cuerpo también mudó y a los 25 llegó mi hijo.

unas cuantas más, pero todas consentidas. A los 24 mi cuerpo también mudó y a los 25 llegó mi hijo. Mi última mudanza fue a principios de 2021, justo antes del segundo ramalazo de la pandemia. El negocio que ayudé a armar y administré cerró definitivamente porque dependía de la presencialidad. Aguanté todo lo que pude, me aferré con uñas y dientes, quemé mis magros ahorros. No alcanzó. Me quedé sin trabajo y sin la última casa que tuve ganas de inventar. Porque ese lugar entre el dióxido de carbono de los caños de escape y el desquicio de las bocinas del microcentro era también mi casa. Nadie me había puesto ahí, como me pasaba de chica. Yo sola giré el picaporte, levanté la térmica, subí mis cajas. Hace poco las bajé.

Esa noche, un hombre que recogía cosas en un carrito de supermercado se llevó el colchón miserable en el que durante años dormí al menos una de las dos noches del fin de semana. Mi amiga —que trabajaba conmigo— sacó una foto del colchón yéndose con el hombre. Mudándose. Sólo espero que el colchón encuentre un nuevo piso, una nueva pieza, un nuevo cuerpo (con su correspondiente espíritu) al que cobijar hasta que termine hecho jirones de puro viejo.




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María Staudenmann María Staudenmann (Buenos Aires, 1979) es licenciada en Comunicación Social y estudiante de Edición en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA. Trabajó en radio y en publicidad, donde se desempeñó como editora y redactora de contenidos para distintos medios gráficos nacionales. A fines de 2011 fundó Qu, revista impresa de literatura y arte con casi nueve años de edición en papel. Escribe narrativa y poesía. Algunos de sus textos fueron premiados en certámenes y otros publicados en antologías y medios digitales de Argentina, España y Perú. Es autora de las novelas "Lo que me hizo Fernández" y "Lo que Campos no sabe", ambas publicadas por Azul Francia Editorial. Es integrante del estudio de corrección y edición de textos agua ardiente. Notas de María