La noche en mi guarida
Mi amiga Ana dice que tengo que salir más, ir a bares, a presentaciones de libros, a muestras de pintura. A lo mejor tiene razón cuando me advierte: mirá que el tiempo pasa, nunca vas a ser tan joven como ahora, un día te vas a levantar y vas a tener setenta años. Y sí, es cierto. Un día me voy a levantar y voy a tener setenta años. ¿Pero qué voy a hacer? Soy así. Me gusta acostarme temprano, dejar que mi gata se acomode entre las frazadas a los pies de la cama, prender la estufa y mirar una película. Me la paso mirando cine argentino de antes. Anoche vi Crónica de una señora, de Raúl de la Torre. Linda historia. Graciela Borges era mejor actriz de lo que yo pensaba. Cuando la película terminó y apagué la luz, la culpa empezó a carcomerme la conciencia. Tenés que salir, nunca vas a ser tan joven como ahora, murmuraba la voz de Ana en mi cabeza. Ana es tan especial. Es imposible ser como ella: no tiene preocupaciones, es lindísima, viaja por el mundo. Conocer gente y divertirse es el objetivo de su vida. Se pone un tapado de piel, un poco de perfume y sube al auto, prende la calefacción y empieza a recorrer Buenos Aires. Sabe que en cualquier lugar la van a estar esperando. Tiene comidas, invitaciones, fiestas, inauguraciones. ¿Cómo explicarle que mi vida es tan distinta? Sólo pensar que al día siguiente tengo que trabajar, o que este mes no llego al día treinta, y ya se me arruina cualquier posible salida. Además, tengo sueño temprano, es mi naturaleza. Genero caudales de melatonina de una manera natural y espontánea. Nada me queda más elegante que el piyama y las pantuflas. No hay como la copa de vino o el humo de un té de hierbas bien caliente en la mesa de luz antes de dormirme. No hay como la suavidad de las sábanas en el cuerpo y el ronroneo de la gata antes de entrar en el sueño profundo. Mi gata y yo tenemos un vínculo sagrado. Un lazo espiritual que se afianza noche a noche. Ella vela por mi sueño. Yo cuido sus hábitos. Pero anoche sentí culpa. Pensé que era demasiado temprano para estar durmiendo. Eran las once. Las once de la noche de un sábado. Abajo, en la calle, la gente estaría divirtiéndose y tomando tragos. Los bares estarían llenos. En mi barrio hay un montón de bares. Tendría que aprovecharlo. Debería vestirme, batirme un poco el pelo y salir, pensé, y me imaginé sentada en una banqueta alta con almohadón de terciopelo, en la barra de un bar, pidiéndole otro whisky al barman con voz gruesa. Voz de mujer que se las trae. Vestida de negro, siguiendo el ritmo de la música y mirando de reojo a un galán de esos que andan por ahí buscando historias de una noche. Dios mío. A mí no me mueven una hormona las historias de una noche. Pero igual fantaseaba. Me imaginaba la escena ridícula de hablar con un desconocido. Conversaríamos un rato y después habría un silencio incómodo. Aunque habláramos, es muy probable que entre él y yo solo hubiera silencio. No creo que se pueda conversar demasiado con alguien que conocés en un boliche donde, además de música fuerte, la gente va y viene a los gritos. Aunque te vayas a la vereda para hablar con más tranquilidad, aunque decidas irte a caminar con esa persona, no creo que sea mucho lo que puedas decir. Ni lo que puedas escuchar. Ni lo que puedas entender. Entonces, mientras daba vueltas en la cama, pensaba en ir a una reunión de amigas, a algún departamento donde un grupo de señoras paquetas juega al bridge, o a un círculo de cinéfilas con pretensiones intelectuales. Qué absurdo. En ningún lugar iba a estar mejor que en mi guarida, tapándome con las mantas de lana que pongo las noches frías. Veintiuno de junio, el día más corto, la noche más larga. Todo estaba a oscuras y solo venían, de a ratos, algunas voces de la calle. Y a cada giro, a cada movimiento de mi gata, con inmenso placer pensaba: qué lindo estar acá, acurrucada entre las frazadas. Pero la voz de mi querida Ana repetía en ecos: un día te vas a levantar y vas a tener setenta años. Tiene razón. Pero yo también la tengo. Disfruto de otras cosas. Soy íntima, no social, como leí que dijo, una vez, Silvina Ocampo. No me interesa conocer gente todo el tiempo. Amo la soledad. Y mis pocos amigos son parte de un círculo exclusivo: almas sensibles que me acompañan desde siempre. Anoche pensaba cómo me vestiría si tuviera que salir, mentalmente hacía un inventario de lo que podía ponerme si fuera a buscar diversión. Peinarme así, hablar asá, usar el rimel que me regalaron para mi cumpleaños y todavía nunca usé, ponerme el anillo de piedras grandes, el collar que uso en algunos eventos. Por suerte, enseguida me dormí. Caía una lluvia tenue y había viento. La gata ronroneaba. Soñé con algunos pasajes de la película, con el teléfono que suena sin parar en la casa de Fina, el personaje de Graciela Borges, con su búsqueda desesperada por encontrarle un sentido a la vida. En Crónica de una señora ella, personaje principal, lleva una vida banal en la que todo está resuelto. La muerte de una amiga la conmueve, no puede sacarse de la cabeza la idea de que fue un suicidio. Harta de las reuniones sociales, empieza a tomar alcohol sola o a escondidas. Y quiere trabajar, algo inadmisible para una mujer de su época y, sobre todo, de su clase. Hay rasgos en ella que la acercan a una película del neorrealismo italiano, Europa 51, en la que una mujer frívola, protagonizada por Ingrid Bergman, decide empezar a recorrer los suburbios de Roma, después del suicidio de su hijo, y ayudar con su riqueza a los más pobres. No se lo perdonan: la hacen pasar por loca y la encierran. La burguesía biempensante no puede admitir que, de alguna manera, se haya hecho “comunista”.
Siempre hago mis propias interpretaciones en las que se mezclan libros y películas. Tengo que tener un blog. En eso sí debería hacerle caso a Ana, que aconsejando a artistas y escritores es una genia. Voy a escribir mis críticas, como me sugiere ella. Me gusta tanto el cine de antes. Mañana, ni bien me levanto, voy al video club (sí, soy de esa época, no sé lo que es mirar series ni tener Netflix) y alquilo otra película. Aunque a lo mejor, como dice Ana, mañana me levanto y tengo setenta años.
Fotografía: Jimena Busefi.
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Jimena Busefi. Nació en Bs.As. en octubre de 1971. Es docente y escritora. Alguna vez, publicó una novela, Contra el revés del cielo (Grupo Ediciones del Árbol, 2010) y alguna vez, también, se animó a escribir teatro (sus obras Ausencias y ¿Qué día es, Azucena? fueron representadas en dos festivales de Teatro X La Identidad). Obtuvo menciones de honor y premios en distintos concursos de cuentos y en el año 2016 el Tercer Premio a la Producción Literaria (Género Poesía) en los Concursos Anuales de Arte de la Legislatura de la Ciudad de Buenos Aires, reconocimiento que la impulsó a publicar su primer poemario, Filósofa con brushing, con Peces de Ciudad Ediciones. Notas de Jimena