Agosto del 44


Jimena Busefi -Borges - Jorge Luis Borges - aniversario - Estela Canto


La historia que voy a contar está llena de coincidencias y casualidades. Pero sabemos que las casualidades no existen y las coincidencias son citas prefijadas, quizás, por el destino. El azar y las extrañas y diversas coordenadas que, en esos días helados del invierno del 19 se trazaron, me condujeron, por fin, a la esquina en la que ella, una mujer de ojos grandes y negros a la que sólo había visto en fotos (una foto, en realidad) había vivido. Su puerta, la que supuse era su puerta, estaba cubierta por una capa de pasado y de neblina. Buenos Aires tiene tardes grises, hechas de espesura y llovizna. Yo camino, en esas tardes, por los pasadizos ocultos de un tiempo impreciso, tal vez metafórico, en busca de una época perdida. Una época que se despliega en imágenes color sepia y está llena de lirismo, al menos para mí que, esta tarde, era la única persona en esa esquina, en esa manzana, y probablemente en toda Buenos Aires, recordando a Estela Canto. Esa puerta era el inicio y el fin de una obsesión. Ahí terminaba mi recorrido de días y semanas, ahí dejaría de perseguir sus pasos. No sabía que, en realidad, ahora sus pasos empezaban a buscarme. O ya lo venían haciendo desde hacía un mes, tal vez, sin que yo lo supiera. Ahí, después de sacar una foto con el celular al edificio, y mirar, una y otra vez la puerta intuyendo que era la suya, empezaba a contar su historia. Su historia que, sin que yo lo supiera, me estaba buscando. Mi hoja de ruta, desprolija, improvisada, no tenía otro punto que la difuminada intersección de esas calles, las coordenadas que él, desde el cielo, había trazado. Esta historia la vivió él, la sugirió él, la dictó él. O tal vez ella. No importa. Para mí ellos eran uno. Un solo momento, una guerra y un amor frustrado. No sé qué buscaba en ellos. Supongo, al menos es lo que sentí en un principio, que la ciudad inexistente que yo nunca conocí: una Buenos Aires en la que se podía vagar de noche y conversar, hasta la madrugada, en un banco de plaza. Buscaba ese banco. Buscaba las sombras proyectándose en los recodos de un parque inmenso, la barranca iluminada por la luna, las estrellas ocultas entre nubes densas y árboles centenarios, reflejadas en el agua de un aljibe. Buscaba las sombras de los que habían sido, las sombras y los fantasmas de él y de ella. Y el invierno del 44. Ese agosto en que París vio avanzar las tropas de los Aliados y fue liberada.

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Invierno del 2019, camino con frío por la calle Tacuarí tras los pasos de Estela Canto. Reconstruyo el camino que ella hizo con él la primera noche, antes de llegar al parque Lezama y sentarse en las escalinatas del anfiteatro para seguir hablando de literatura. Esa madrugada empezaban a transitar la amistad y el amor que duraría siete años. Antes, la busqué también en libros y crónicas, en testimonios, en las escenas de una película, en otros lugares donde pudo haber estado. Sólo me faltó llegar a Chacarita para pensar su muerte solitaria y saberla hundida, en un osario común, a ella que supo batallar, militar en política, escribir, ganar premios, traducir sin descanso, fumar y tener amantes, ser osada y transgresora, enamorar a un genio. Ahora, en el final de este recorrido, miro el edificio en el que, supongo, vivió. En el lugar, ya nadie sabe qué fue de ella. Ni siquiera quién era. Sólo yo la busco. Una chica joven se acerca. La saludo. Amable, pero seria, me presento escudándome en otra identidad. Le digo que soy periodista, sin vacilar, pero tratando de excusarme, como si temiera que un gesto me delate y alguien, esa chica, un transeúnte o un vecino, se dé cuenta de que soy, si no una loca, una pobre delirante que anda tras los pasos de una mujer que murió hace años y está olvidada como sus libros, cubierta de polvo como su militancia, vencida como sus amores fugaces. Pregunto. La chica hace un silencio. Vuelvo a preguntar. La chica sonríe con simpleza. Parece tener incorporado ese suburbio y habitarlo desde toda su vida. Algo de ella me invita a ser parte de otro tiempo. En los patios hay, no podía ser de otra manera, maceteros con malvones. De los viejos balcones caen, en cascada, plantas enraizadas en los siglos. En una pared descascarada alguien pintó un graffiti. La tarde se destiñe; del cielo se desprende el fulgor de una tonalidad violácea. La esquina empieza a parecerme vagamente conocida, mi alma la reconoce. El pelo renegrido y los ojos transparentes de la chica me contestan que no, que ahí no vivió ninguna escritora. En los años cuarenta, insisto. No, ni idea, dice y se queda pensativa. La novia de Borges, aclaro. Ah, sí, vivía acá, dice con un suspiro y una sonrisa, como si entendiera todo; después, me señala la puerta, el lugar donde llevo unos minutos parada. La puerta tiene un picaporte dorado; dorado es también el tablero del portero eléctrico que las manos de él tanto habrán tocado. Miro los timbres. Ecos de voces llegan desde el aire o desde los adoquines. Miro hacia enfrente, como si pudiera verla venir a ella, a Estela, muerta hace años, olvidada, verla venir con el vestido con el que paseaba con Borges por la Costanera Sur y el libro de Henry James en la mano, verla venir envuelta en una bandera roja, avanzando con las tropas soviéticas o con los Aliados por una Paris de posguerra, verla en los andenes de Constitución, de noche, en medio del humo, parada al lado de los trenes, enceguecida por las luces y el sonido de los hierros, feroz, bajo los puentes. La veo, la imagino, escribiendo a la luz de una lámpara tenue, en un cuarto de ese departamento frente al que estoy parada, sus manos en el teclado de una máquina de escribir, tipeando una novela o el manuscrito de “El aleph”, sus manos abriendo un sobre y las palabras de él derramándose en su cuerpo delgado. La veo guardar las cartas en un cajón, bajar en el ascensor y salir apurada para caminar hasta la boca del subte y esperarlo. Pero sé que no, que no está. Ella y él son parte de un sueño.

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Ella murió sola una mañana de 1994. Un 3 de junio, leí por algún lado. Poco quedó de su obra y de su descomunal biblioteca. Pero su puerta todavía la recuerda. Un rumor que llega desde los confines del tiempo y los muros desgastados todavía la nombra. Las cartas de él todavía caen en un buzón que nadie abre. Miro una y otra vez la puerta y veo, a través del vidrio, los hierros negros, el aplique de una pantalla vieja en el techo, los tres escaloncitos que llevan al ascensor y a la escalera principal. La chica me comenta que enfrente hay una placa, que no sabe qué dice pero que cuenta algo de Borges. Miro hacia la ochava y veo el almacén. Hoy es un bodegón de manteles coloridos pero yo veo un almacén. Presiento que estoy frente a un lugar crucial. Entonces comprendo, con la lógica irrefutable y la certeza de las percepciones, de los sueños y de los estados de exaltación y locura, que estoy en el lugar indicado. Llegué al final del recorrido. Estoy frente al almacén donde Borges se sentaba a escribir y esperarla. Ya está enfrente su enamorado, le decía todas las mañanas la criada a Estela Canto. Y ella bajaba. Y él le daba un libro. Y se iban a caminar, como deben estar caminando ahora, por los arrabales de la eternidad.





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Jimena Busefi. Nació en Bs.As. en octubre de 1971. Es docente y escritora. Alguna vez, publicó una novela, Contra el revés del cielo (Grupo Ediciones del Árbol, 2010) y alguna vez, también, se animó a escribir teatro (sus obras Ausencias y ¿Qué día es, Azucena? fueron representadas en dos festivales de Teatro X La Identidad). Obtuvo menciones de honor y premios en distintos concursos de cuentos y en el año 2016 el Tercer Premio a la Producción Literaria (Género Poesía) en los Concursos Anuales de Arte de la Legislatura de la Ciudad de Buenos Aires, reconocimiento que la impulsó a publicar su primer poemario, Filósofa con brushing, con Peces de Ciudad Ediciones. Notas de Jimena