Mi talismán y mi brújula
El 14 de junio se cumplen treinta y tres años de la muerte de Jorge Luis Borges. Una vez leí que a él le gustaba el número treinta y tres. Dicen que, en realidad, todos los múltiplos de tres lo atraían y una de sus cábalas era, cuando subía a un avión, darle tres golpes al apoyabrazos de su asiento antes del despegue. El Borges de las anécdotas me fascina. Pero no es el único. A veces quisiera poder precisar cuál es el que más me gusta y no puedo. A lo mejor es el poeta; a lo mejor, el narrador y el ensayista. A lo mejor, el de la cábala, el budismo, el Universo y el infinito; o, probablemente, el de los patios y las milongas, los aljibes, los compadritos y Palermo. Amo al Borges conferencista que empezaba todas sus disertaciones con un señoras, señores, que retumbaba amplificado en el aula magna de alguna universidad mientras él, con la cabeza erguida, miraba el cosmos a través de sus ojos ciegos. Amo al Borges de los arrabales y también al que eligió quedarse en un cementerio suizo, bajo una lápida que, según dicen, está llena de misterios. Si algún día vuelvo a Ginebra (sólo estuve una vez y fue hace muchos años) voy a visitar el cementerio donde descansa. Pero como no creo vaya a ir de nuevo en esta vida, el 14 de junio, voy a homenajearlo dejándole un ramo de flores en alguna esquina de Buenos Aires. Después, voy a caminar por las calles que él adoraba para buscar un patio o un aljibe digno de sus poemas y ahí voy a repetir sus versos que tanto me acompañan y que refutan, con su musicalidad y su belleza, esa teoría un poco absurda de que Borges es un autor para eruditos. Es probable que uno de los lugares que elija para hacerle mi íntimo y austero homenaje, sea la esquina de Chile y Tacuarí, donde estaba el almacén en el que, después de tomar una caña, el personaje de su cuento “El zahír” recibe el objeto maravilloso que lo alucina y lo obsesiona: la moneda en la que podía verse la cara de Dios. Esa historia tiene, para mí, como tantos relatos de El aleph, una fascinación especial. Un embrujo. No el embrujo del zahír ni el de la bella y snob Teodelina Villar que era velada, en el barrio Sur, en la noche del cuento, sino el del Borges de los suburbios y las guitarras; el encanto de las noches en las que él “miró largamente la luna solitaria”, como escribió en uno de sus poemas. Ese Borges que aún veía y caminaba de madrugada por Buenos Aires del brazo de un amigo o al lado de una mujer a la que deseaba en secreto. El Borges que andaba por Boedo o Chacarita y que tomaba el tranvía 7, todos los días, para llegar a la biblioteca Miguel Cané. A lo mejor pueda descubrir la ciudad ya inexistente que él transitaba en sus madrugadas de insomnio, la que es escenario de la venganza de Emma Zunz, la de sus cuchilleros; esa Buenos Aires que tal vez recordó en sus últimos segundos de vida, en Ginebra. Sabemos que, de joven, Borges caminaba a orillas del Ródano, y ya adulto iba y venía por Florida o por Maipú, comía en el Pedemonte, amaba Puente Alsina. Supongo que habrá andado, una y mil veces, con su bastón, por la calle México, donde estaba “su vasta y honda biblioteca ciega”. Y supongo, también, que una parte de su alma está, también, en la Recoleta, cerca de la bóveda donde descansan sus antepasados. En esta Buenos Aires tan distinta a la que conoció, él seguiría siendo, tal vez, un enamorado de los crepúsculos y los zaguanes. Mientras pienso en el 14 de junio que se acerca, sigo ordenando sus libros. Reacomodo distintos ejemplares que coleccioné a lo largo de los años y en cada uno encuentro un capítulo de mi vida: cada uno de esos libros encierra el recuerdo del momento en que lo compré o la alegría de cuando me lo regalaron. Si abro, al azar, Los conjurados o Fervor de Buenos Aires, o el gastado ejemplar de El hacedor que una tarde encontré en una mesa de saldos, me sorprendo con la dedicatoria de un viejo amor, de una amistad perdida o de mi padre, y empiezo a andar de nuevo por algunos tramos de mi camino. Borges es una cronología personal, una suerte de diario íntimo que registra y atesora fechas y fragmentos de mi historia. Borges es mi talismán y mi brújula, para usar palabras tan suyas, y el que me ayudará a encontrarme si, al igual que el personaje de “El zahír”, después de un par de tragos, me pierdo en la esquina de Chile y Tacuarí o en el laberinto de calles de su mítica Buenos Aires.
Foto: Jimena Busefi.
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Jimena Busefi. Nació en Bs.As. en octubre de 1971. Es docente y escritora. Alguna vez, publicó una novela, Contra el revés del cielo (Grupo Ediciones del Árbol, 2010) y alguna vez, también, se animó a escribir teatro (sus obras Ausencias y ¿Qué día es, Azucena? fueron representadas en dos festivales de Teatro X La Identidad). Obtuvo menciones de honor y premios en distintos concursos de cuentos y en el año 2016 el Tercer Premio a la Producción Literaria (Género Poesía) en los Concursos Anuales de Arte de la Legislatura de la Ciudad de Buenos Aires, reconocimiento que la impulsó a publicar su primer poemario, Filósofa con brushing, con Peces de Ciudad Ediciones. Notas de Jimena