Almagro
En Almagro es habitual el tañido de campanas. Pueden escucharse a toda hora. Son las de la iglesia de Itatí, en la avenida Díaz Vélez, a pocas cuadras de la plaza y la mítica confitería “Las Violetas”. La imagen de la Virgen recorre, dos veces por año, junto a una procesión de fieles que portan velas y flores, estas calles que alguna vez fueron de tierra y formaron parte, en el siglo XIX, de una zona de quintas, tambos y pulperías. Puede que este barrio, lleno de bares y parrillitas alrededor de la plaza, sea también uno de los rincones más religiosos y místicos de Buenos Aires. Hay templos para todos los gustos y de todas las creencias; también, centros culturales que aportan teatro, presentaciones de libros y otras “yerbas” a la movida.
Cuando hace unos años me mudé a este lugar, me enamoraron los puentes de hierro y la manera en que el cielo cae, al atardecer, sobre las vías. Paredones con graffiti enmarcan el recorrido del tren que va y viene entre Once y el Oeste. Ni bien llegué a mi departamento, a metros del Mercado de Flores, pensé, con un poco de humor y bastante ingenuidad, que sería la “escritora” del edificio. Soy docente, escribo, respondía a alguna que otra vecina amable que me saludaba en el ascensor y me preguntaba ¿a qué te dedicás, querida? Quedé muda el día que me encontré, en el hall de entrada, con la mismísima Hebe Uhart. Hebe, ¡qué honor que vivas acá! dije con un gesto de asombro. Después, le conté que me dedico a enseñar Lengua en colegios secundarios y que hice talleres de escritura durante mucho tiempo. Hebe respondió con su habitual buena onda y conversamos un rato. No es mi intención hablar de su obra (todos la conocen y sabemos que está considerada una de las voces más importantes de nuestra Literatura) sino de mis encuentros casuales con ella. Hebe es profunda y, a la vez, muy simple: una mujer de calma pueblerina que camina por Almagro empujando el changuito de las compras. A veces la veo por la calle y nos saludamos; otras, la cruzo en el pasillo y me saluda con un beso. Creemos que los escritores son personajes envueltos en el misterio y la erudición, que bajan cada tanto del Olimpo para dar una conferencia o presentar una nueva obra. Tal vez, en el fondo, lo sean. Pero también son seres de carne y hueso que lidian con batallas cotidianas. Cruzarse con ellos en una escalera y hablar del arreglo de una cañería tiene algo absurdo y a la vez encantador. Por eso, las apariciones de Hebe son, para mí, un hecho mágico. Abro la puerta, la veo y, de repente, el día cambia: está Hebe Uhart en el ascensor. Nos saludamos. Ella me pregunta cómo ando, sonríe. Sabe que la admiro. Lo que no sabe es que cuando conversamos evito hacer gestos grandilocuentes o exagerados (ridiculez en la que suelo incurrir en el aula) que podrían transformarme en el personaje de un cuento. Porque ella, por supuesto, observa el entorno con ojos de escritora. Además, como buena “cuentera”, está atenta a los tonos, el vocabulario y los registros de cualquier interlocutor. Dicen que es difícil determinar cómo habla un personaje. Y es algo, se sabe, en lo que un buen narrador no puede equivocarse. Entender los matices, las voces y los silencios del protagonista de una historia es entender su psicología y, también, su universo. Más de una vez, me pregunto qué verá ella, maestra para observar en detalle y narrar hasta la más mínima anécdota, de este barrio con paredones y puentes, campanadas y puestos de flores. Si pudiera narrar con su talento, hoy escribiría una crónica de nuestros viajes en ascensor. La transformaría a ella en protagonista de una historia, como alguna vez intenté hacer con otros escritores. Es que no es la primera vez que soy vecina de un personaje de las Letras. Nací en un edificio de la calle Aráoz en el que todavía hay una placa en honor a uno de sus “habitantes ilustres”: el dramaturgo y novelista Abelardo Arias. Años después, mi familia se mudó a un edificio antiguo de Balvanera (barrio de bohemios y guapos si los hay) en el que vivió, en su época de esplendor, Eduardo Gudiño Kieffer, un escritor que tenía algo de dandy. Su máquina de escribir fue, con su tecleo constante, la música de fondo con la que me dormí varias noches de mi infancia. Gudiño, como le decíamos sus vecinos, llegó un verano del ochenta al edificio de la calle Cangallo, una construcción elegante y sólida de esas que tienen arcadas, puertas de madera, llamadores de bronce y hermosos ascensores jaula. Lo vi por primera vez una tarde de calor en la terraza. Yo nadaba en mi pelopincho cuando escuché que se abría la puerta; saqué la cabeza de abajo del agua y, en un ángulo de esa terraza con hamacas y baldosas coloradas, vi su figura esbelta y su sonrisa con hoyuelos. Me saludó y se puso a acomodar unas macetas. Dijo algo de la importancia de tener plantas, que daban vida, que quería llenar el lugar de flores y, después, me hizo reír con uno de sus chistes ingeniosos. Fuimos vecinos años. Mis viajes en ascensor con él (en aquel ascensor jaula del edificio de Cangallo) podrían ser un relato aparte. Igual que mis encuentros con Ludovica Squirru, que se mudó al edificio para la misma época que Gudiño. Todavía no era la pitonisa del horóscopo chino pero le encantaba hablar del I Ching. Se hizo bastante amiga de mi hermano mayor y a veces tomaba sol con él en la terraza.
En Balvanera no había campanadas como en Almagro pero sí personajes maravillosos. Igual creo que, de todos los vecinos famosos que tuve, Hebe, sin dudas, es la más copada. Tiene una actitud humilde y eso no es muy común entre los escritores. Algunas tardes la cruzo por el Mercado de Flores; otras, la veo con sus alumnos de taller en la puerta. Siempre saluda. Cuando se corta el agua y nos encontramos en la planta baja para cargar botellas o un balde, le cedo el lugar. Y no lo hago por cortesía sino para tenerla más tiempo conmigo. Mientras abrimos la canilla y desenrollamos la manguera, le comento que escribí un libro de poemas, que estoy corrigiendo unos cuentos…. nunca termino la frase; me doy cuenta de que estoy tratando de mostrarme como una literata ante una escritora prolífica. Hebe abre los ojos, asiente con la cabeza y dice qué bueno. Después, la acompaño hasta el ascensor y le hablo de la próxima reunión de consorcio, del nuevo encargado o de las expensas. Subo con ella hasta mi casa, la saludo, le cierro la puerta y ella (que vive varios pisos más arriba) sigue su viaje. Yo entro a mi departamento, voy hasta el balcón, prendo un cigarrillo y lo fumo mirando nuestra calle arbolada. Escucho las campanadas de tanto templo cristiano y espiritista, y me preguntó cómo hacer para empezar a darle forma a un libro que cuente historias de vecinos y escritores.
Fotografía: Jimena Busefi.
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Jimena Busefi. Nació en Bs.As. en octubre de 1971. Es docente y escritora. Alguna vez, publicó una novela, Contra el revés del cielo (Grupo Ediciones del Árbol, 2010) y alguna vez, también, se animó a escribir teatro (sus obras Ausencias y ¿Qué día es, Azucena? fueron representadas en dos festivales de Teatro X La Identidad). Obtuvo menciones de honor y premios en distintos concursos de cuentos y en el año 2016 el Tercer Premio a la Producción Literaria (Género Poesía) en los Concursos Anuales de Arte de la Legislatura de la Ciudad de Buenos Aires, reconocimiento que la impulsó a publicar su primer poemario, Filósofa con brushing, con Peces de Ciudad Ediciones. Notas de Jimena