De Bechtel a Schweblin pasando por Almada y Giaconi

De Bechtel a Schweblin pasando por Almada y Giaconi


La radio, en lo que a mí respecta, es una compañía esencial. Es raro, porque si bien está siempre prendida, solo cazo al vuelo ciertos momentos. El resto es una masa amorfa, una conversación lejana, como cuando uno está en un restaurante o en un supermercado y oye murmullo de fondo, conversaciones que ocurren lejos, hasta que algún detalle resuena y lo retenemos en el cerebro. Oír radio, para mí, es un ejercicio de cacería para el pensamiento lateral —manera rebuscada y benévola de llamarme disperso.

De un programa, no puedo decir cuál porque no recuerdo, surge la cápsula retenida que da nacimiento a este texto, o pre-texto.

En ese programa se hablaba de las mujeres y el cine, bajo el marco de la mirada feminista que se plasmó con el movimiento Me too. Tal vez Hollywood sea el costado más superficial de un fenómeno que tiene, por lo menos en nuestras latitudes, un anclaje social que ha conformado una interpelación más real —más corpórea, menos glamorosa — de las consecuencias provocadas por el patriarcado: la brecha de género.

En el programa que escuchaba se hablaba del test de Bechdel. Es una forma de evaluar si el guión de una película, serie o cómic cumple con una representatividad que evite la brecha de género. También se ha ampliado a otras disciplinas artísticas. El nombre del test es en honor a Alison Bechdel, creadora del cómic Dykes to watch out for, donde uno de sus personajes lo inaugura.

Decidí no entretenerme con Oprah Winfrey y su ceremonia de los Oscar con vestidos negros —cuyo costo podría financiar largamente la lucha feminista del tercer mundo—, y quedarme con la representatividad de la mujer en el arte y la cultura. Por eso, después de escuchar el segmento radiofónico, miré hacia mi costado: hacia mi biblioteca. Buscaba desesperado un salvavidas que me permitiera no sentirme tan hombre blanco heterosexual, alguna ventana que me permitiera volver más estrecha mi propia brecha.

Acudieron a consolarme Clarice Lispector, Virginia Woolf, Lucia Berlin, Amélie Nothomb, Emily Dickinson, Katherine Mansfield, Yoko Ono —cuyo libro Grapefruit atesoro como rareza poética—, Sylvia Plath, y mi preferida: la inigualable Dorothy Parker. «Aún son pocas, y salvo Clarice, todas del primer mundo», pensé culpable. ¿Cuál será la manera de equiparar?

La solución fue fácil: buscar más libros escritos por mujeres. Pero en vez de comenzar del norte hacia el sur, hacerlo al revés. Dejaríamos a Despentes, Mc Cullers, y O’Connor para luego. Comenzaríamos con Selva Almada (Entre Ríos, 1973), Vera Giaconi (Montevideo, 1974) y Samantha Scweblin (Buenos Aires, 1978).

Las tres, nacidas en la década de los setenta, son escritoras que están sonando muy fuerte y dando que hablar con su obra a nivel crítico y entre lectores cercanos. Eso no significa nada hasta que la propia subjetividad se ve satisfecha y agradecida con las experiencias, así que me volqué a leerlas. Ahora no hago otra cosa que recomendarlas. En las tres encontré, además de la cercanía geográfica —podríamos decir que las tres son argentinas, ya que Giaconi vivió casi toda su vida en Buenos Aires—, elementos comunes: la irrupción ominosa en lo cotidiano, las tensiones entre el mundo real y algo latente, que está por despertar, amenazante. Encontré tres escritoras climáticas que dominan, cada una a su manera, la calma que precede a la tormenta y sus efectos. Tres escritoras capaces de plasmar aquello que es tan difícil construir con palabras: la amenaza.

El viento que arrasa, de Selva Almada (Mardulce, 2012): es una novela corta que, con una prosa escueta y plagada de silencios, narra la historia de un pastor itinerante que viaja con su hija, se le avería el auto, y llega a un taller en medio de la nada, previo a un temporal. El lector queda envuelto en el viento que asola el paraje mientras es testigo del pasado de personajes que se dejan llevar por su destino.

Pájaros en la boca y otros cuentos, de Samantha Schweblin (Random House, 2017): es un libro conformado por dieciocho cuentos. A la vuelta de cada página están lo insólito, lo espeluznante, lo violento, lo extraño y lo fantástico; la opresión de un mundo misterioso que impulsa a los personajes y a las cosas —como en el caso del relato que da nombre al libro— a ponerse pájaros en la boca o sentir que todo puede suceder.

Seres queridos, de Vera Giaconi (Anagrama, 2017) es un libro compuesto por diez cuentos donde se podría decir que el factor común es la irrupción de lo perturbador en lo cotidiano. Hay una maestría en la pluma de Giaconi, que logra con extremada sutileza introducir el pequeño caos, el gusano que pudrirá la manzana.

En definitiva, y para cerrar, dire que encontré poderosísimas voces. Voces escritas que me harán convertir en murmullo inaudible lo que sucede a mi alrededor, por ejemplo, los programas de radio.




=========================================================================

Andrés Olveira.Andrés Olveira busca hacer un poco de todo, porque hacer mucho de una sola cosa le da alergia. Bibliotecólogo, animador a la lectura para niños, compositor, cantante de la banda Ditirambo y del dúo Los Detectives Salvajes (búsquenlos en bandcamp), dibujante ocasional, diseñador de sonido teatral... todas actividades, menos su profesión, a las que se dedica de manera amateur. Para él todo tendría que ser amateur, porque leyó el origen de la palabra y se olvidó de la etimología exacta pero le pareció linda, algo sobre dedicarse a algo con cariño y sin pensar en la plata. Odia la palabra artista y siempre la va a escribir con minúscula, para que no se crea mejor que la palabra talabartero. Ahora quiere hacerle creer a su novia y amigos que es escritor, para de esa manera poder dedicarse al sencillo arte de ver crecer el pasto, meter un descansito, y, quién te dice, tal vez a la venta de tupperwares. Su primer libro se llama “ferrocarriles franceses” y fue editado por Factor 30, una editorial que integra junto a otros amateurs que hacen las cosas por gusto. Notas de Andrés