La noche de los augurios
Recuerdos de una noche y una época en la ya mítica librería y espacio cultural Eterna Cadencia
El taxi dobló por Soler y, desde la ventanilla, vi la luz de un farol sobre las vías. También, la luz de la luna. Había un aire primaveral y cálido. Y muchas estrellas. Después de atravesar mi querido Palermo y tomar por Honduras, bajé en la puerta de la librería donde Alejandra, la coordinadora del taller al que iba en esa época, presentaba su libro. Enseguida supe que estaba en un lugar especial. Había bastante gente. El buen clima y la buena prensa que había tenido el libro ayudaron a la convocatoria. Pero no era la cantidad de invitados ni la noche divina lo que dotaban de un brillo especial el encuentro. Era una magia que cuesta precisar. Cierta mística que, más allá del magnetismo de la autora, flotaba por los ambientes de esa vieja casa reciclada que nos convocaba a escuchar cuentos y tomar un rico vino. La librería, a la que también podría llamar restaurante o bar, era un espacio cultural montado, con gusto exquisito, en una típica casona de Palermo. Se llamaba Eterna Cadencia. En aquel octubre del 2006 o, tal vez, 2007, todavía no era un lugar muy conocido. Para mí, fue un descubrimiento. Hasta ese momento los bares literarios que había frecuentado eran el mítico Cortázar, donde nos reuníamos con Alejandra en un principio, y el sótano del Bar Celta donde, en el otoño del 2000, todos los martes, se juntaban músicos y poetas para tocar, improvisar alguna performance y leer versos en encuentros que se llamaban “Las mil y una noches”. Noches inolvidables, y muy divertidas, que no duraron demasiado ni generaron ningún proyecto concreto. Además, eran bares más “rantifusos” o sótanos típicos del under. En cambio, Eterna Cadencia, era puro glamour y pura literatura. Cuando conocí ese espacio acogedor, con sillones cómodos y lámparas, muebles de caoba, arañas que daban una luz tenue y estantes, de pared a pared, llenos de libros, sentí que estaba en una de esas librerías neoyorkinas que se ven en las películas de Woody Allen. Sólo faltaba un saxo. Pero estaban todos los escritores del momento.
Alejandra, que empezaba a ser conocida y era, para sus alumnos, un referente absoluto, presentaba su segundo libro de cuentos. Y remarco “de cuentos” porque al terminar la presentación, entre copas de syrah especiado, escritores y fotógrafos, ella agradeció a la editorial que la publicaba “por apostar a los cuentos en tiempos de novela”. Esperé un rato para acercarme a saludarla y tener mi ejemplar firmado. Después de hacerme un gesto cómplice (ella sabía todo lo que significaba para mí, en esa época en la que batallaba día y noche por publicar mi primera novela, un encuentro como ese) escribió, muy segura, unas palabras que leí después en mi casa. No sé si fue su mejor presentación pero había un clima triunfal y consagratorio. Ella estaba radiante. Su hijo más chico jugaba por ahí y su marido no paraba de sacarle fotos. La escena era demasiado linda. Tan linda como la terraza en la que nos quedamos conversando, después, rodeados de velas, tragos y música; y tan linda, por supuesto, como su dedicatoria: “para Jimena, una mujer que, como decía Nietzche, escribe con sangre, con la certeza de que pronto va a ser ella la que me dedique su libro”. ¡Cuántas veces habré leído y releído esas palabras!
Eterna Cadencia me pareció el lugar ideal para sentarse a tomar un café y empezar a escribir una historia. Un lugar bohemio y elegante a la vez, y, sobre todo, lleno de poesía.
Volví varias veces a Eterna Cadencia. No físicamente, pero sí con la imaginación y la memoria. En mis fantasías de entonces, cuando aún no había ni siquiera participado de un concurso literario, presentaba mi novela ahí, una noche de primavera como la de aquel octubre.
Alejandra, con los años, se transformó en una escritora conocida, publicó varios libros y siguió coordinando talleres. Y la librería se transformó, también, en un conocido sello editorial. Su madera de caoba, sus lámparas, sus arañas, si bien siguen pareciéndome lindísimas, hoy me resultan un poco pretensiosas: con el tiempo fui alejándome de los lugares cool de Palermo y empecé a transitar otros caminos.
No volví a ver a Alejandra (salvo una vez en una lectura en una biblioteca de San Isidro) y su libro, lamentablemente, se perdió. Se lo llevó una conocida, a la que en un tiempo creí una amiga, y a la que con ingenuidad se lo presté creyendo que me lo devolvería. No sólo no me lo devolvió sino que se hizo humo sin darme, si quiera, una explicación. Con el tiempo, entendí que no había tenido el valor de decirme que había perdido ese ejemplar firmado que yo guardaba como un tesoro porque, entre sus páginas, encerraba un augurio. Con el libro se perdió, para mí, toda una época. A veces lamento, todavía, no tener a mano esa dedicatoria para ver el trazo firme de la letra de Alejandra vaticinándome un camino en la escritura. Aunque de todas maneras, a pesar de que no puedo verlas, el eco y la fuerza de esas palabras me siguen acompañando igual que el ensueño de la noche en la estuve, por primera y única vez, en Eterna Cadencia.
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Jimena Busefi. Nació en Bs.As. en octubre de 1971. Es docente y escritora. Alguna vez, publicó una novela, Contra el revés del cielo (Grupo Ediciones del Árbol, 2010) y alguna vez, también, se animó a escribir teatro (sus obras Ausencias y ¿Qué día es, Azucena? fueron representadas en dos festivales de Teatro X La Identidad). Obtuvo menciones de honor y premios en distintos concursos de cuentos y en el año 2016 el Tercer Premio a la Producción Literaria (Género Poesía) en los Concursos Anuales de Arte de la Legislatura de la Ciudad de Buenos Aires, reconocimiento que la impulsó a publicar su primer poemario, Filósofa con brushing, con Peces de Ciudad Ediciones. Notas de Jimena