El lenguaje, ese misterio

El lenguaje, ese misterio - Jimena Busefi - Hombre mirando al sudeste - Hugo Soto - Eliseo Subiela - Lorenzo Quinteros



El lenguaje como herramienta indispensable para descubrir, describir y plantear una visión crítica de la realidad

Pasaron más de treinta años desde aquel sábado de primavera en el que vi, por primera vez, Hombre mirando al sudeste. Fue en la casa de una ex compañera de la secundaria a la que llegamos convocados por la profesora de Literatura, una narigona cándida y buena como el pan, que intentaba, con la proyección en VHS de esa película de la que tanto se hablaba, hacernos pensar y promover el debate. “Abrirnos la cabeza”, por decirlo de alguna manera. Aunque en ese momento no lo sabíamos, ella trataba de “abrir Delfos”, como llama el ensayista y teórico George Steiner al modo que tiene que tener el maestro (el verdadero maestro) para hacer pensar a sus discípulos. “En el oráculo de Delfos, cada comunicación divina es una oportunidad para la dialéctica”, dice. El destino y un gran amor por la comunicación y la palabra hicieron que yo también fuera docente. Me gano la vida, hace ya unos cuantos años, enseñando sujeto, predicado y demás veleidades de la gramática en las aulas de varias escuelas. También, leyendo a los autores que tienen su lugar en el Olimpo de los dioses de la Literatura universal. Y los docentes, cuando podemos, debemos “abrir Delfos”. O sea: enseñar a pensar y a ajustar la lente para ver el mundo de un modo más crítico y reflexivo.

Anoche, cuando tres décadas después volví a ver la película de Subiela, distintas emociones me fueron dominando hasta dejarme inmovilizada en la sillita de plástico que suelo sacar del balcón y acercar a mi pequeño ambiente cada vez que me siento a ver televisión. Primero fue la música de Pedro Aznar, los paredones de Barracas, la actuación de Lorenzo Quinteros; después, la belleza y el talento de Hugo Soto, el hombre de la mirada profunda. Soto vivió nada más que 41 años. Hizo teatro, fue escultor y se consagró con el misterioso Rantés al que en su momento, allá por el ochenta y siete, creíamos un extraterrestre. Anoche, no sólo dimensioné la calidad de las actuaciones y la fotografía (y el abismo que había en los ojos de Hugo Soto) sino que percibí otro mensaje. Quienes tuvimos la triste suerte de visitar a un ser querido en un neuro psiquiátrico sabemos de qué se trata: tardes de domingo que se hacen eternas, comida que ni los perros probarían, doctores que, con voz calma, intentan convencerte de que una medicación más fuerte es la única alternativa viable para salvar a quien está sufriendo. Sabemos, también, cuánto espera un interno las visitas y cuánto impulso vital se le va en cada cambio de medicación o en cada aumento de dosis. A lo mejor, hay psicofármacos que solo curan la cuenta bancaria de los directores de los laboratorios. Parecería ser que, a veces, tapar el síntoma es más fácil que indagar en él a través de la espiritualidad o la palabra. “El lenguaje es el misterio que define al hombre”, aseguró también George Steiner, y esa frase, que repetía un analista mío, me dio vueltas, más de una vez, durante la película. “A este lo dopo y pronto es uno más entre todos y después…. ni siquiera uno”, piensa, mientras entrevista a un paciente, el psiquiatra que interpreta Lorenzo Quinteros. Y de a poco, como espectadores, vamos descendiendo a ese inframundo en el que no se es ni siquiera uno. La película de Subiela, ya no tengo dudas, fue de avanzada. A su modo, hizo una crítica social que todavía hoy, tantos años después, sigue vigente: la denuncia al sistema hospitalario. Al personaje no lo mata su locura. Lo mata la demencia de los aparentemente sanos y el autoritarismo de los que detentan el poder. Aunque en lo físico, lo que lo aniquila es la catatonia a la que lo conduce una medicación, y la anestesia que no resiste cuando está por recibir un electroshock. Porque Subiela, con maestría, hace morir a su personaje por la anestesia y no por el electroshock mismo, lo que hubiera sido demasiado cruento y hubiese vuelto insoportable la película. Pero ¿por qué el jefe del hospital decide darle al personaje de esta historia una inyección que tumbaría en el suelo hasta a un caballo? Simplemente, por prevención. Porque había sido capaz de irrumpir en un escenario y dirigir un concierto armando, a la distancia, una revolución. Y a los revolucionarios hay que sacarlos del medio como sea. No en vano en la película se alude, más de una vez, a Cristo. Rantés era el extraño paciente de la cama treinta y tres, el que decía no ser un extraterrestre pero venir de muy lejos y aseguraba, sentado en un bar nostálgico y porteño de Barracas, que los humanos se resisten menos a un cambio de especie que a un cambio de conciencia ¡Cuánto se anticipó Subiela con esa película! Hasta parecería haber vislumbrado, en la escena inolvidable del concierto, lo que años después sucedería en el Borda: una represión feroz que, en el año 2013, intentó acallar el reclamo de los pacientes que defendían sus talleres, esos espacios dignificadores en los que hacían artesanías, encuadernaban libros, aprendían el oficio de carpinteros y escribían versos. Como sabemos, una madrugada fría, fueron corridos a puro balazo de goma y gas lacrimógeno. Así, de un modo parecido, sacan al propio Rantés cuando subleva, a la distancia, a sus compañeros de encierro.

El cine argentino, tan denostado por algunos, sin dudas ha tenido directores gloriosos. Además, nos muestra mundos con los que nos identificamos de inmediato. Es como leer a Arlt o escuchar a Piazzola: uno se siente en un lugar propio y muy querido. Puede que hoy haya otros directores considerados de culto. Pero creo que tenemos que agradecerle a Subiela esa película que no deja de sorprender, y revalorizar su crítica al sistema. Una crítica certera y actual como pocas. Y además, poética. La falta de insumos, la medicación arbitraria, la mala alimentación, la soledad de los pacientes que están a la deriva es lo que vemos en esa historia que a fines de los ochenta llenaba las salas de los cines. Hay una extraña mística detrás de Hombre mirando al sudeste. El personaje femenino se llama Beatriz. El nombre sugiere ya bastante: La divina comedia, Dante, el descenso a los infiernos, el paraíso. Además, el número cabalístico “siete” da vueltas por algunos diálogos si estamos atentos. Vale la pena volver a verla para disfrutar de la estética sórdida (pero plena de belleza) de las imágenes y de la fotografía. También para escuchar el saxo. Y, por supuesto, vale la pena volver a verla para replantearnos cuál es el límite entre salud y enfermedad, entre razón y locura.

Treinta años después, la historia no sólo volvió a conmoverme sino que también me dejó con ganas de caminar por los puentes de Barracas, de leer a Foucault, de escuchar a Beethoven, de hacer mi pequeña revolución. Aunque parezca contradictorio, me llenó de ganas de vivir.



Imagen: fotograma de la película "Hombre mirando al sudeste" de Eliseo Subiela (Argentina/1986)



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Jimena Busefi. Nació en Bs.As. en octubre de 1971. Es docente y escritora. Alguna vez, publicó una novela, Contra el revés del cielo (Grupo Ediciones del Árbol, 2010) y alguna vez, también, se animó a escribir teatro (sus obras Ausencias y ¿Qué día es, Azucena? fueron representadas en dos festivales de Teatro X La Identidad). Obtuvo menciones de honor y premios en distintos concursos de cuentos y en el año 2016 el Tercer Premio a la Producción Literaria (Género Poesía) en los Concursos Anuales de Arte de la Legislatura de la Ciudad de Buenos Aires, reconocimiento que la impulsó a publicar su primer poemario, Filósofa con brushing, con Peces de Ciudad Ediciones. Notas de Jimena