Salir del closet colonial
Con traducción y estudio preliminar de Gonzalo Zuloaga, presentamos "Notes on Grief", el último libro de la escritora nigeriana Chimamanda Ngozi Adichie
Lo personal es político, lo político es colectivo, lo personal es ancestral, lo ancestral es colectivo. Todo es político. Chimamanda fue escrita por el poder: cuenta que cuando era niña leía historias europeas en las que los personajes no tenían nada que ver con ella; recién en su adolescencia tardía pudo acceder a literatura puramente –o híbridamente– nigeriana. En sus textos se descoloniza capa a capa, sale del closet colonial, del closet de género, rompe los corsets y se derrama por el terreno de la novela, el ensayo, la poesía y la militancia. La tierra, su tierra ancestral Abba, es una herida abierta, un lienzo sobre el que pinta pérdidas. Es como si la historia se suspendiera en el mismo conflicto siempre, en la misma dominación: muerte sobre vida, colonizador sobre colonizado. A lo largo de una autoficción que principalmente registra los días posteriores a la muerte de su padre, Chimamanda sub-narra en Notes on grief una disputa de intereses económicos teñida de pinceladas coloniales (pero con nuevos tintes neoliberales) en la que multimillonarios organizados avanzan sobre tierras sagradas con un ejército de ricos nigerianos, que en vez de servir a los intereses de su pueblo, se dan vuelta y responden al imperio transnacional financiero por dinero (no poder, dinero); pero sobre todo, por pertenecer, para sentirse no-nigerianos, y hacer del no-lugar un cuerpo, una fuerza política.
El fantasma silencioso del capital con su máquina embrujada de empresarios locales persigue a quienes se manifiestan en contra de la apropiación de las tierras, arresta ilegalmente tocando algunos contactos, amenaza a sus familias, a sus hijos, a sus hermanos, por redes sociales, espiando, se cagan en el otro siendo otros también ellos. Porque siempre, hasta en el núcleo del poder, habrá centrales y marginales, y conformarse con ese lugar es igual de aspiracional que actuarlo.
Chimamanda pertenece a una clase trabajadora ilustrada. En su infancia, sus padres compartieron con ella el lujo de la servidumbre: otro nigeriano venido a menos que ellos, universitarios y de ingresos medios, podían adquirir por un precio módico. Chimamanda vivió esa doble conciencia: ser el otro de un centro, y ser el otro de un otro. La niña subalterna que leía sobre princesas europeas y no se veía representada –la sub-niña–, y otro sub-sub-niño al lado de ella –Fidel– limpiando su casa y juntando su mierda por unas monedas. ¿Cuándo lo vería como a un igual? Ahora Chimamanda vive esa doble conciencia en el mainstream. Ya no es una sub-escritora, está claro, pero habla y escribe como tal. Es y se hace en su propia frontera: la nigeriana con voz y plata que podría mirar hacia adelante, asimilarse y olvidarlo todo; o bien, ponerse a cuestas su historia, su tierra y su herida ancestral para mostrársela al mundo y buscar un lugar más justo, donde los intereses transnacionales no solo tengan que ver con lo económico sino con la co-construcción de puentes, de diálogo intercultural, de identidad de cambio. Que algo más grande diga no solo qué queremos ser como sociedad local, sino qué queremos ser como humanos.
La herida de Chimamanda es ancestral y colonial. La tuya también. Y quizás también personal, porque como ella hayas perdido a un ser querido en esta pandemia. Lo personal es colonial. Hoy es 25 de mayo y el deseo que renuevo es que se siga leyendo y escribiendo, que es una forma de descolonizar. Y una manera de rememorar aquella colonia muy opresiva y misógina –igual que en España pero llevada al extremo acá–, una colonia contra la educación con insistencia. Hay un documento de la Inquisición en Charcas que dice: se prohíbe El Quijote porque incentiva la imaginación, y como se sabe, la imaginación culmina en rebelión. Las colonias siempre traen su religión en los libros, esos que parecen inocentes como los que leía Chimamanda, mientras otros se queman, lenguas se queman, pero las ideas no desaparecen. Se van un tiempo tal vez gracias al terror, y después vuelven como si hubiera algo metafísico, espiritual, en los modos de construir identidad colectiva. Igual, el pensamiento colonial se sostiene, para adentro y para afuera, porque el odio es un sentimiento fácil para momentos difíciles. Es más fácil alinearse al centro. Es más fácil odiar al otro. No registrarse y odiarse a sí mismo en ese acto de desconocimiento frente al igual. Shakespeare decía: el odio es un veneno que uno toma, pensando que se va a morir el otro (Ricardo III). Hoy, ¿qué mueve la colonialidad y el odio?, ¿es el nacionalismo, o los intereses transnacionales de la globalización?, ¿cuál es la relación entre colonizador y colonizado?, ¿una nación metropolitana mirando a un estado provinciano, o un lazo dictado y sostenido por los intereses económicos del globalismo?
En teoría postcolonial, que es el marco al que Chimamanda hace eco, Said pregunta: ¿cómo debería hablar el subalterno?, ¿en qué lengua?; Spivak agrega, ¿puede el subalterno hablar?, ¿o en realidad, es hablado? Chimamanda, como otras autoras africanas, responde en su obra: lo que dice el centro del subalterno habla más del centro que del subalterno, por más que venga de su propia boca, o de su eco. Acá hay ecos, dice Chimamanda, pero también una voz. De doble conciencia, simultáneamente binaria. Salir de un closet (colonial, de género, de clase) despierta la doble conciencia, el borde, la frontera de la identidad dinámica.
En Un cuarto propio, Virginia Woolf está sentada en la Biblioteca Británica, todos sus privilegios de clase desplegados sobre la mesa… hasta que después de haber dedicado la mañana entera a entender cómo los académicos definían a la mujer –en la avalancha de material– piensa que cada definición está escrita por hombres. ¿Quién construye y perpetúa cada palabra que nos define?, ¿qué relaciones de poder están cristalizadas en cada una de ellas?, ¿quién escribe a la subalterna? Virginia Woolf sale de un closet de género (no de clase); Chimamanda sale de un closet de género, clase, y etnia, o raza. Grita la alteridad es humana. Las palabras se reescriben, se descentran. La esclavitud se reescribe, el trabajo se reescribe, la ley se reescribe, todo se hace para que parezca constante, y la constante es el cambio. De palabras, de formas, muy de a poco, de sentidos. Cambio y contradicción, re-cursos / dis-cursos.
Bhabha, otro fundador del postcolonialismo literario, habla también de la doble conciencia: la interna –el arma maestra desde donde se planea y ejecuta la política–; y la ‘sly civility’, un tipo de performartividad mediante la cual uno parece que se somete a la autoridad pero internamente la resiste, es decir, se conforma. Espera. No derriba al poder pero logra convivir dentro de su marco y no lo resiente, lo resiste internamente hasta poder manifestarlo. Pone bombas en un campo que en algún momento estará minado. Y sabrá explotar.
¿Quiénes reescribirán el sistema que venga?, ¿qué lengua caerá del mapa tras el latigazo del terror financiero? Ojo, hay un obispo escondido en cada familia, quizás el menos pensado, una mañana le ves la cola verde saliéndose de la bata, larga, puntiaguda, voraz. Hay un odiador serial esperando a ser despertado, con su demonio en la puerta tocando a cada rato, el tridente encendido, listo para que cuando abras, ponga un espejo y así todas las miserias sobre las que se edifican siglos y siglos de prejuicios, encuentren su target, su deposición. Hay un dictador en el centro de la mamushka que es el ser definido, articulado entre relato y realidad… ojo. Ojo con el dictador interno, que también es juez, que también es el resentimiento.
Notas sobre el duelo
1
Desde Inglaterra mi hermano hizo las reuniones por Zoom cada domingo, nuestro ritual ruidoso de cuarentena. Dos hermanos más se unían desde Lagos, tres de Estados Unidos, y mis padres, a veces con ecos y entrecortados, desde Abba, nuestra tierra ancestral en el sudeste nigeriano. El 7 de junio, ahí estaba mi padre, solo su frente en la pantalla, como siempre, porque nunca supo cómo agarrar el celular durante las videollamadas. “Mové un poco el celular, papá,” le decía uno de nosotros. Mi padre molestaba a mi hermano Okey con un nuevo apodo, después decía que no había cenado porque habían almorzado tarde, después hablaba sobre los millonarios del barrio de al lado que querían reclamar las tierras de nuestra villa ancestral. Se sentía un poco enfermo, había estado durmiendo mal, pero no debíamos preocuparnos. El 8 de junio, Okey fue a Abba a verlo y dijo que se veía cansado. El 9 de junio, chateé solo un ratito para que descansara. Se rió despacito cuando hice mi típica imitación de un familiar. “Ka chi fo”, dijo. (“Buenas noches.”). Las últimas palabras que me dijo. El 10 de junio se fue. Mi hermano Chuks me llamó para contarme, y yo quedé desecha.
19
La última navidad, en la fiesta de inauguración de la casa de campo de mi hermana Ijeoma, mi padre fue el patriarca y centro de atención, sentado en el medio del living, bendiciendo la nuez de cola, tomando un poco de champagne, aunque casi nunca tomaba, y contando historias. Los familiares llegaban e iban directo a rendirle homenaje. Recibió un mensaje de WhatsApp en algún momento de esa tarde pero no dijo nada al respecto hasta que volvimos a casa a la noche. Me dio su teléfono y dijo, “Leé esto. Parece que este tipo realmente enloqueció.”
“Este tipo” era el multimillonario a punto de apoderarse de la vasta extensión de tierra ancestral que pertenece a mi pueblo natal, Abba. La tierra es la joya de la cosmología Igbo, y su dueño depende del mito –del abuelo del abuelo de quien la cultivó, qué clan migró y cuál fue indígena. La tierra es también el terreno de muchas disputas; sé de grandes familias que se destruyeron peleando por un pedazo de tierra que no alcanzaba ni para estacionar un auto. Esta tierra en cuestión fue cultivada por el pueblo Abba por décadas, pero al final de la guerra de Biafra, con la totalidad del territorio Igbo en caos, un orden viejo que se iba y uno nuevo aún por formarse, el pueblo contiguo al nuestro de repente reclamó su pertenencia. Abba fue a juicio, y el caso ha estado enroscado por años. Mucha gente en Abba cree que el multimillonario fue el responsable de los arrestos arbitrarios y detenciones de los lugareños para asustar al pueblo, y que finalmente abandone su reclamo. Un mercado entero fue aplastado por una excavadora. Fueron derribadas paredes. (El hermano de mi padre lo denunció en una entrevista con el Guardian). Nadie en Abba estaba siquiera cerca de tener la fortuna y las conexiones políticas del multimillonario, pero había un empresario honesto, Ikemba Njikoka, que estaba financiando los gatos de mi tierra y hablando en público sobre la conducta del multimillonario. Él también fue amenazado. El mensaje de WhatsApp en el celular de mi padre había sido reenviado por Ikemba Njikoka, y decía que el destinatario –“vos”– sería arrestado en una reunión en la alcaldía el próximo fin de semana. Mi padre, ningún experto en WhatsApp, no se dio cuenta de que era un mensaje reenviado y pensó que él estaba por ser arrestado ilegalmente. Había pasado el día en silencio, agobiado por esto.
“Papá, tendrías que haberme dicho antes,” le dije.
“No quería arruinarle el día a Ijeoma,” dijo.
Me enoja que los últimos meses de mi padre hayan estado manchados por las acciones de un diminuto y autoproclamado filántropo, ebrio de riquezas petroleras sin escrúpulos. Me enoja, lo preocupada que estaba por la seguridad de mis padres, especialmente a finales del 2019, cuando el multimillonario empezó una campaña contra mi pueblo con total descaro. “Esto está mal,” mi padre decía habitualmente, su moral temblando, como si fuera inexplicable que un nigeriano rico actuara así. Tal como cuando hablaba de copiarse en exámenes–un fenómeno muy común en Nigeria; sin embargo, cada vez que se enteraba o leía sobre una copia quedaba horrorizado. Era muy naive, incluso en su sentido de justicia. Cuando mis hermanos y yo lo sorprendimos para su cumpleaños de 80, llegando a la casa en Nsukka desde E.E.U.U. y Gran Bretaña, se quedó mirando a mi madre desconcertado, cómo ella en efecto podría haberle “mentido”. “Pero dijiste que venían unos amigos. No dijiste que venían los chicos.”
26
Vi a mi padre en persona por última vez el 5 de marzo, justo antes de que el coronavirus cambiara el mundo. Okey y yo fuimos de Lagos a Abba. “No le digas a nadie que voy,” le dije a mi padre para alejar visitantes. “Solo quiero un largo fin de semana de conexión con ustedes dos.” Las fotos de esa visita me hacen llorar. En las selfies que nos sacamos antes de que Okey y yo nos fuéramos, mi padre sonríe y después larga una carcajada porque Okey y yo nos hacemos los locos. No tenía ni idea. Planeaba volver en mayo para una visita más larga así podríamos finalmente registrar algunas de las historias que me había contado a través de los años sobre su abuela, su padre, su infancia. Finalmente me mostraría dónde estaba el árbol sagrado de su abuela. No sabía esta parte de la cosmología Igbo –que algunas personas creían que un árbol especial, llamado ogbu chi, era el depositario de sus chi, su espíritu personal. El padre de mi padre fue secuestrado en su juventud por sus familiares y entregado a la venta a los comerciantes de esclavos Aro, pero finalmente lo rechazaron por una herida enorme en su pierna (caminaba, mi padre decía, con una leve cojera), y cuando volvió a casa, su madre salió y vio que era él, y llorando y gritando corrió a su árbol para tocarlo, para agradecerle a su chi por salvar a su hijo.
El pasado de mi padre me resulta familiar gracias a las historias contadas y vueltas a contar, y siempre planeé documentarlas mejor, grabarlo mientras hablaba. Seguí planificando, pensando que teníamos tiempo. “Lo hacemos la próxima, papá,” le decía, y él decía, “Ok. La próxima.” Hay una sensación que es aterradora, de retroceso, de un linaje que se desliza y desaparece, pero al menos en vez de recuerdos, deja conmigo suficiente para el mito.
29
Estoy escribiendo sobre mi padre en pasado, y no puedo creer que esté escribiendo sobre mi padre en pasado.
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Gonzalo Zuloaga. Gonzalo Zuloaga nació en La Plata, entre sus diagonales y universidades. En 2017 editó su primer poemario Predicciones del Año Kitsch con Peces de Ciudad. A este le siguió Hackers D.O.S, fanzine co-producido con Jule Gore e ilustrado por Clara Spaltro. Es columnista de la revista trenINSOMNE, escribe para la colectiva Extrañas Noches Literatura Visceral, y comparte poemas en su Facebook y en Ciudad Kitsch su blog personal. Fue ganador de Mención Especial por unanimidad en el Primer Certamen Nacional de Literatura (2016, Conurbana.cult) en la categoría poemario por su obra Resucitando Edipos, publicada en la colección Voces del Cono Sur. Algunos de sus textos fueron seleccionados para su publicación en la revista Monolito Arte y Cultura (Méjico) y las antologías Palabras en Flor (España), En el momento del caos y Al filo del remolino (Ediciones Frenéticos Danzantes, Argentina). Participa en recitales de poesía, condujo la sección #cóctelypoesía en el programa La Terraza por Radio Provincia FM 97.1, y conduce Krakatoa, programa radial que sale al aire todos los sábados, también, por Radio Provincia FM 97.1. Notas de Gonzalo