Se sube al tren: Silvia Arazi.

Silvia Arazi

Se sube al tren la narradora, poeta y cantante Silvia Arazi y nos presenta el inicio de su novela "La Separación", libro que está llegando en estos días a las librerías.

- ¿Cuándo y por qué comenzaste a escribir?
- Empecé a escribir desde chica. Poesía. Tanto en la escuela primaria como en la secundaria escribía solo poesía. Mucho tiempo después incursioné en la narrativa aunque sigo pensando que la poesía es la matriz de la literatura. Las razones por las que nos expresamos a través de la palabra son misteriosas. Supongo que hay algo que desborda, una emoción o una idea que nos pide imperiosamente salir.
- ¿De qué se nutre tu escritura?
- De la observación atenta, de la memoria, del asombro. Y también de mi vida, tanto externa como interior, siendo ésta última, sin duda, la más activa. Y, ante todo, de todos los libros que he leído.
- ¿Tenés rituales a la hora de ponerte escribir?
- No, solo silencio y soledad. Como dijo Stephen King, pienso que para escribir se necesita solo una cosa: una puerta, para poder cerrarla.
- ¿Hay algún tema que aún no te animaste a enfrentar con tu escritura?
- Si bien hablé de la enfermedad en una de mis novelas, me gustaría ahondar más en ese tema. Porque es profundamente humano y porque le temo. La enfermedad, sí.
- Te doy una bola de cristal para ver el futuro, ¿cómo te ves?
- Escribiendo. O como hice muchas veces, dejándome llevar por el zizagueo de mi curiosidad, siempre dentro del arte. Ojalá llegue a vieja. Amo la vida con locura.
- Hoy ¿por qué escribís?
- Escribo para entrar en mí y para salir de mí. Para pensar este mundo y para soñar otros mundos.

"La separación" (*)

“Cuando me despierto en la noche lo oigo darse vuelta. Y luego tose. Y tose. Y después de un silencio yo toso. Y él vuelve a toser. Esto continúa por un rato. Hasta que siento que somos como dos gallos que se aman mutuamente en un falso amanecer”. Katherine Mansfield
La noche
Miro dormir a un hombre que a partir de mañana será mi ex marido para siempre y que, probablemente, ya no vuelva a dormir a mi lado.
Aún está oscuro. Con atención, escucho cada uno de los ruidos de la casa. El goteo lento de la canilla del baño, una rama que golpea contra la ventana de nuestro cuarto, el lejano ladrido de un perro, el rítmico latido del reloj en mi mesa de luz.
El hombre a quien miro dormir se llama Pedro.
Mi mirada se detiene en su cuerpo con esa especie de nostalgia anticipada que nos produce la última vez de todas las cosas.
Como si lo bautizara, pronuncio su nombre en voz baja: Pedro. Pedro.
Recuerdo el deleite que me producía pronunciar esa palabra en los primeros tiempos de nuestra relación. Las letras de su nombre se deslizaban en mi boca como una fruta dulce y de inmediato me traían su mirada, su olor, el recuerdo de su piel. Pedro, digo ahora y observo que después de quince años de matrimonio y al borde de la separación, el tiempo ha impregnado ese nombre de un sabor amargo.
El hombre a quien miro dormir tiene el torso desnudo, ha perdido bastante pelo y ha engordado un poco. Sin embargo, a los cuarenta y ocho años conserva un rostro armonioso y unas manos que todavía me conmueven. Manos grandes y hermosas, siempre tibias.
Me pregunto qué pensará él de mí en lo más íntimo. ¿Qué soy atractiva? ¿Interesante? ¿Sosa? ¿Buena madre? ¿Nada? Seguramente piensa que he cambiado, que he perdido mucho de mi encanto. Pero no quiero pensar, no quiero saber. Mi padre siempre decía que es parte de la misericordia divina el no saberlo todo. Y hoy agradezco esta dulce oscuridad.
Como si el cuerpo de mi marido pudiera leer mis pensamientos, una de sus manos -una de sus grandes, tibias y hermosas manos- acaricia mi cadera.
Son las seis.
La luz tenue y rosada del amanecer se filtra suavemente a través de la persiana de nuestra ventana. A las siete sonará el despertador y él se levantará luego de algunas palabras de fastidio. Me preguntará qué hago despierta tan temprano y le daré alguna torpe y confusa explicación que él escuchará solo a medias. Hablaré a medias y me escuchará a medias. Hace tiempo que nos hemos acostumbrado a comunicarnos de ese modo.
Al rato despertaré a nuestra hija, le sacaré el pijama y la empujaré a la ducha. Después prepararé el café con leche y tomaremos el desayuno los tres, en la mesa de la cocina. Quizás nos mantengamos en prudente silencio. La gravedad de la situación debería imponernos el silencio. O quizás, como si se tratara de un día cualquiera, nos quejaremos una vez más de las últimas medidas del gobierno, de los caños del baño del vecino, del boletín de Morena y de esos plátanos malditos que insisten en tirar pelusa en la terraza de casa.
El hombre que duerme a mi lado gira en la cama y me da la espalda.
El fin.
Hace meses, años quizás, que espero este día. Hemos hablado mucho de nuestra separación. La hemos deseado mucho. También la hemos temido. Un final esperado, conversado y programado, es cierto. Y sin embargo, ¿cómo escapar al dolor de una pérdida? ¿Cómo llegar siquiera a comprender la palabra “ausencia”?
El único lugar
¿Cómo olvidarla? Hablo de su cara. La que vi justo antes de que Pedro tomara el ascensor para irse de casa –las valijas en el piso, la correa de su bolso cruzàndole el pecho como un rifle, la campera verde colgando de su brazo izquierdo-. En un momento pensé que iba a decirme algo. Algo importante o banal, vaya uno a saber, pero algo, porque arqueó las cejas, levantó los hombros e hizo una especie de mueca con la boca. Como si fuera a hablar, o a sonreír.
Pero enseguida ese pequeño gesto se diluyó y la cara le quedó vacía, desprovista de toda intención. Entonces la vi.
Una cara que nunca le había visto antes.
Un rostro indefenso, desnudo, y de una inocencia tal que, tratándose de Pedro, daba lástima, y hasta un poco de risa, ya que seguramente le hubiera parecido ajena, incluso para sí mismo. Su cara en ese momento -que a esta altura de nuestra relación, se había fundido con la mía- era la de un desconocido. Me pregunté cuántas caras secretas habíamos guardado el uno para el otro durante los años que vivimos juntos. Nos miramos unos minutos en silencio, serios, inmersos en una intensidad que los dos habíamos olvidado. Como si buscáramos tatuar en la memoria ese último instante del infierno que, en última instancia, era nuestro infierno. El único lugar que poseíamos y que ahora se apartaba de nosotros, dejándonos exhaustos. Y tan solos.

(*) "La separación" (novela - Galerna/2018)


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